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Durante varios días te hemos desconectado del respirador, cada vez por un momento más largo, y ya resistes hasta diez minutos con el poco aire que logras meter en tu cuerpo. Es una respiración lenta y corta, los músculos de tu pecho luchan contra la parálisis y ya empiezan a moverse suavemente. En una semana tal vez podamos sacarte de la Unidad de Cuidados Intensivos y colocarte en una sala normal. No hay piezas individuales, salvo el cuarto cero donde van a parar los moribundos; quisiera llevarte a una habitación asoleada y silenciosa, con una ventana por donde asomen pájaros y flores como a ti te gustaría, pero me temo que sólo dispondremos de una cama en la sala común. Espero que mi madre aguante hasta entonces, me parece que está a punto de quebrarse.

Los peores presagios me asaltan de noche, cuando siento pasar las horas una a una hasta que empiezan los ruidos del amanecer mucho antes del primer atisbo de luz y recién entonces me duermo tan profundamente como si hubiera muerto, envuelta en el chaleco gris de cachemira de Willie. Me lo trajo en su primera visita, como si hubiera sabido que pasaríamos mucho tiempo separados. Esta prenda cargada de recuerdos simboliza para mí los aspectos mágicos de nuestro encuentro. Las primeras semanas tomaba unas pastillas azules, otro de los muchos remedios misteriosos que mi madre receta a su criterio y extrae generosamente de una gran bolsa, donde acumula medicamentos desde tiempos inmemoriales. Una vez me inyectó una dosis doble de un reconstituyente para

casos extremos de debilidad, que había conseguido en Turquía diecinueve años antes, y estuvo a punto de matarme. Las píldoras azules me sumían en un sopor confuso, despertaba con los ojos cruzados, y tardaba media mañana en adquirir cierta lucidez. Después descubrí en una callejuela cercana, una farmacia del tamaño de un armario atendida por una boticaria larga y seca, toda vestida de negro y abotonada hasta la barbilla, a quien le conté mis pesares. Me vendió valeriana en un frasco de vidrio oscuro y ahora sueño siempre lo mismo, con pocas variaciones. Sueño que soy tú, Paula, tengo tu pelo largo y tus grandes ojos, las manos de dedos finos y tu anillo de casada, que uso desde que me lo entregaron en el hospital, cuando caíste enferma. Me lo coloqué para no perderlo en la prisa de esos momentos y después ya no quise quitármelo. Cuando recuperes la consciencia se lo devolveré a Ernesto para que él te lo ponga, como hizo el día del matrimonio, hace poco más de un año. ¿No te parece un lío casarse por la iglesia? sugerí en esa oportunidad. Me lanzaste una mirada severa y, con ese tono admonitorio que nunca empleas con tus alumnos, pero a veces usas conmigo, replicaste que Ernesto y tú eran creyentes y querían consagrar su unión en público, porque en privado ya se habían casado ante Dios el primer día que durmieron juntos. En la ceremonia tenías el aspecto de un hada campesina. La familia llegó desde puntos muy lejanos para celebrar el acontecimiento en Caracas y yo viajé de California con tu traje de novia en brazos, medio sofocada bajo una montaña de tela blanca. Te vestiste en casa de mi amigo Ildemaro, que estaba tan orgulloso como tu padre, y quisiste que él te condujera a la iglesia en su viejo automóvil, bien lavado y pulido para la ocasión. Cuando pienso en Paula siempre la veo vestida de novia y coronada de flores, me dijo Ildemaro conmovido cuando vino a verte a Madrid en los primeros días de tu enfermedad.

Desde hace cinco días hay huelga de trabajadores de la limpieza en el hospital, el edificio parece una plaza de mercado en plena Edad Media, pronto habrá cucarachas y ratas repartiendo pestes entre los humanos. En la entrada del edificio se reúnen los huelguistas rodeados de guardias de seguridad, sonriendo ante las cámaras de televisión. Médicos, enfermeras, pacientes en pijama y zapatillas y otros en sillas de rueda, aprovechan la ocasión para distraerse, charlan, fuman, beben café de las máquinas y nadie se da prisa por resolver el problema, mientras la basura sube como espuma. Por el suelo se ven guantes de goma usados, vasos de papel, montañas de colillas de cigarros, manchas asquerosas. Los familiares de los enfermos limpian las salas como pueden, los desperdicios aterrizan en los pasillos, donde son arrastrados por los pies de vuelta a las mismas habitaciones. Los depósitos de basura rebosan, por los rincones se acumulan grandes bolsas de plástico llenas a reventar, los baños repugnantes ya no pueden usarse y la mayoría han sido clausurados, el aire hiede a establo. He tratado de averiguar si podemos llevarte a una clínica privada; dicen que el riesgo de moverte es muy grande, pero se me ocurre que el peligro de otra infección debe ser peor.

— Calma–me aconsejó imperturbable el neurólogo-. Paula está en el único sitio limpio del edificio.

— ¡Pero la gente arrastra la contaminación con los zapatos! ¡Entran y salen a través de pasillos inmundos!

Mi madre me cogió de un brazo, me llevó aparte y me recordó la virtud de la paciencia: éste es un hospital público, el Estado no tiene presupuesto para resolver la huelga, nada sacamos con ponernos nerviosas, por lo demás Paula se crió con el agua de Chile y puede

resistir perfectamente unos míseros gérmenes madrileños, dijo. En eso la enfermera abrió la puerta para autorizar las visitas y por una vez llamó tu nombre primero.

Veintiún pasos con el delantal de lienzo y los forros de plástico en los zapatos, que el personal no usa sino que trafica impunemente por encima de los desperdicios, pero debo admitir que al otro lado todo parecía recién enjabonado. Llegué hasta tu cama agitada, con el corazón al galope como siempre me ocurre en el momento de acercarme a ti, y todavía furiosa por la huelga. Salió a mi encuentro la enfermera de la mañana, esa que llora cuando ve a Ernesto hablarte de amor.

— ¡Buenas noticias! ¡Paula respira sola! — me saludó-. Ya no tiene fiebre y está más reactiva. Háblale, mujer, creo que escucha…

Te cogí en brazos, tomé tu cara a dos manos y te besé en la frente, las mejillas, los párpados, te sacudí por los hombros llamándote, Paula, Paula. Y entonces, hija por Dios… ¡entonces abriste los ojos y me miraste!

— Ha reaccionado bien al antibiótico. Ya no pierde tanto sodio.

Con suerte en unos días más podremos sacarla de aquí–me notificó escuetamente el médico de turno.

— ¡Abrió los ojos!

— Eso nada significa, no se haga ilusiones. El nivel de consciencia es nulo, tal vez oye un poco, pero no entiende ni reconoce. No creo que sufra.

— Vamos a tomarnos un chocolate con churros, para celebrar esta mañana espléndida–dijo mi madre y salimos alegres, sorteando la porquería.

Saliste de Cuidados Intensivos el mismo día que concluyó la huelga de empleados de la limpieza. Mientras un equipo de gente con botas y guantes de goma cepillaba los suelos con desinfectante, tú viajabas en una camilla de la mano de tu marido rumbo a una sala del Departamento de Neurología. Aquí hay seis camas, todas ocupadas, un lavatorio y dos ventanas grandes por donde se vislumbra el fin del invierno, éste será tu hogar hasta que podamos llevarte a casa. Ahora puedo quedarme contigo todo el tiempo, pero a las cuarenta y ocho horas sin moverme de tu lado comprendí que a este ritmo no me alcanzarían las fuerzas y más valía contratar ayuda. Mi madre y las monjas consiguieron un par de enfermeras para atenderte, la del día es una chica joven, rechoncha y sonriente que canta sin cesar, y la de la noche es una señora taciturna y eficiente de uniforme almidonado. Tu mente anda todavía en el limbo, abres los ojos y miras asustada, como si vieras fantasmas. El neurólogo está preocupado, después de las vacaciones de Semana Santa te hará varias pruebas para investigar el estado de tu cerebro, existen máquinas prodigiosas capaces de fotografiar hasta los más antiguos recuerdos. Trato de no pensar en el mañana; el futuro no existe, dicen los indios del altiplano, sólo contamos con el pasado para extraer experiencia y conocimiento, y el presente, que es apenas un chispazo, puesto que en el mismo instante se convierte en ayer. No controlas el cuerpo, no puedes moverte y sufres espasmos violentos como corrientazos, por una parte agradezco tu estado de completa inocencia, sería mucho peor si comprendieras lo mal que estás. De error en error voy aprendiendo a cuidarte, al principio el hueco en tu garganta,

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