poner dentro de un sostén. Todos estaban en calcetines. Me sentí completamente ajena, mi vestido era un esperpento de tafetán y terciopelo y no conocía a nadie. Aterrada, me dediqué a darle migas de torta a los pájaros negros hasta que recordé las instrucciones del tío Ramón y, temblando, me quité los zapatos y me acerqué al tocadiscos. Pronto vi una mano masculina estirada en mi dirección y, sin poder creer tamaña buena suerte, salí a bailar una melodía azucarada con un muchacho con frenillos en los dientes y los pies planos, que no tenía ni la mitad de la gracia de mi padrastro. Se bailaba con las mejillas pegadas — «cheek–to–cheek creo que se llamaba–pero ésa era una proeza imposible para mí, porque mi cara por lo general alcanza al esternón de cualquier hombre normal y en esa fiesta, cuando apenas tenía catorce años y además estaba sin zapatos, llegaba al ombligo de mi compañero. A esa canción siguió un disco completo de rock'n roll, del cual el tío Ramón no había oído ni hablar, pero me bastó observar a los demás por unos minutos y poner en práctica lo aprendido la tarde anterior. Por una vez sirvieron de algo mi escaso tamaño y mis articulaciones sueltas, sin ninguna dificultad mis compañeros de baile me lanzaban hacia el techo, me daban una voltereta de acróbata en el aire y me recogían a ras de suelo, justo cuando iba a partirme la nuca. Me encontré dando saltos ornamentales, alzada, arrastrada, vapuleada y sacudida por diversos jóvenes, que a esas alturas se habían quitado las chaquetas a cuadros y las corbatas de mariposa. No puedo quejarme, esa noche no planché, como tanto temía, sino que bailé hasta que me salieron ampollas en los pies y así adquirí la certeza de que conocer hombres no es tan difícil, después de todo, y que seguramente no me quedaría solterona, pero no firmé otro documento al respecto. Había aprendido a no dar mi brazo a torcer.
El tío Ramón tenía un armario desarmable de tres cuerpos, que llevaba consigo en los viajes, donde guardaba bajo llave su ropa y sus tesoros: una colección de revistas eróticas, cartones de cigarrillos, cajas de chocolates y licor. Mi hermano Juan descubrió la forma de abrirlo con un alambre enroscado y así nos convertimos en expertos rateros. Si hubiéramos tomado unos pocos chocolates o cigarrillos, se habría notado, pero sacábamos una capa completa de bombones y volvíamos a cerrar la caja con tal perfección que parecía intacta y sustraímos los cigarrillos por cartones, nunca por unidades o por cajetillas. El tío Ramón tuvo las primeras sospechas en La Paz. Nos llamó por separado, un niño a la vez, y trató de obtener una confesión o que delatáramos al culpable, pero no le sirvieron palabras dulces ni castigos, admitir el delito nos parecía una estupidez y en nuestro código moral una traición entre hermanos era imperdonable. Un viernes por la tarde, cuando regresamos del colegio, encontramos al tío Ramón y a un hombre desconocido esperándonos en la sala.
— Estoy cansado de la falta de honestidad que reina en esta familia, lo menos que puedo exigir es que no me roben en mi propia casa. Este señor es un detective de la policía. Les tomará las huellas digitales a los tres, las comparará con las marcas que hay en mi armario y así sabremos quién es el ladrón. Ésta es la última oportunidad de confesar la verdad…
Pálidos de terror, mis hermanos y yo bajamos la vista y apretamos los dientes.
— ¿Saben lo que les pasa a los delincuentes? Se pudren en la cárcel–agregó el tío Ramón.
El detective sacó del bolsillo una caja de lata. Al abrirla vimos que contenía una almohadilla impregnada en tinta negra.
Lentamente, con gran ceremonia, procedió a mancharnos los dedos uno por uno y registrar nuestras huellas en una cartulina.
— No se preocupe, señor cónsul, el lunes tendrá los resultados de mi investigación–se despidió el hombre.
Sábado y domingo fueron días de suplicio moral para nosotros, escondidos en el baño y en los rincones más privados del jardín contemplábamos en susurros nuestro negro futuro. Ninguno estaba libre de culpa, todos iríamos a parar a una mazmorra donde nos alimentarían de agua sucia y mendrugos de pan duro, como al Conde de Montecristo. El lunes siguiente el inefable tío Ramón nos citó en su escritorio.
— Ya sé exactamente quién es el bandido–anunció haciendo bailar sus grandes cejas satánicas-. Sin embargo, por consideración a su madre, que ha intercedido en su favor, esta vez no lo mandaré preso. El criminal sabe que yo sé quién es. Esto queda entre los dos. Les advierto que en la próxima ocasión no seré tan benevolente ¿me han entendido?
Salimos a tropezones, agradecidos, sin poder creer tanta magnanimidad. No volvimos a robar en mucho tiempo, pero un par de años más tarde, cuando estábamos en Beirut, pensé mejor el asunto y me entró la sospecha de que el supuesto detective fuera un chofer de la Embajada, el tío Ramón era bien capaz de hacernos esa broma. Usando otro alambre retorcido abrí nuevamente el armario y esta vez encontré, además de los previsibles tesoros, cuatro volúmenes con tapas de cuero rojo: Las mil y una noches. Deduje que sin duda existía una razón poderosa para que esos libros estuvieran bajo llave y por lo mismo me interesaron mucho más que los bombones, los cigarrillos o las mujeres en portaligas de las revistas eróticas. Durante los tres años siguientes los leí dentro del armario alumbrada por mi antigua linterna, en las horas en que el tío Ramón y mi madre iban a cocteles y cenas. A pesar de que los diplomáticos padecen por obligación una intensa vida social, nunca me alcanzaba el tiempo para terminar esas fabulosas historias. Al oírlos llegar debía cerrar el armario a toda prisa y volar a mi cama a fingirme dormida. Era imposible dejar marcas entre las páginas o recordar dónde había quedado y como además me saltaba pedazos buscando las partes cochinas, se confundían los personajes, se pegaban las aventuras y así fui creando innumerables versiones de los cuentos, en una orgía de palabras exóticas, de erotismo y fantasía. El contraste entre el puritanismo del colegio, que exaltaba el trabajo y no admitía las necesidades básicas del cuerpo ni los relámpagos de la imaginación, y el ocio creativo y la sensualidad arrolladora de esos libros, me marcó definitivamente. Durante décadas oscilé entre esas dos tendencias, desgarrada por dentro y perdida en un mar de confusos deseos y pecados, hasta que por fin en el calor de Venezuela, cuando me faltaba poco para cumplir cuarenta años, pude librarme de los rígidos preceptos de Miss Saint John. Tal como devoré los mejores libros de mi infancia escondida en el sótano de la casa del Tata, leí a hurtadillas Las mil y una noches en plena adolescencia, justo cuando mi cuerpo y mi mente despertaban a los misterios del sexo. Dentro del armario me perdí en cuentos mágicos de príncipes que se trasladaban en alfombras voladoras, de genios encerrados en lámparas de aceite, de simpáticos bandidos que se introducían al harem del sultán disfrazados de viejas para retozar incansables con mujeres prohibidas de cabellos negros como la noche, nalgas abundantes y senos de manzana, perfumadas de almizcle, suaves y siempre dispuestas al placer. En esas páginas el amor, la vida y la muerte tenían un carácter juguetón; las descripciones de comida, paisajes, palacios, mercados, olores, sabores y texturas eran de tal riqueza, que para mí el mundo nunca más volvió a ser el mismo.
Soñé que tenías doce años, Paula. Vestías un abrigo a cuadros, llevabas el pelo en media cola atado con una cinta blanca y el resto suelto sobre los hombros. Estabas de pie al centro de una torre hueca, como un silo para guardar granos, donde volaban cientos de palomas. La voz de la Memé me decía: Paula ha muerto.
Yo corría a sujetarte por el cinturón del abrigo, pero comenzabas a elevarte arrastrándome contigo y flotábamos livianas, ascendiendo en círculos; me voy contigo, llévame, hija, te suplicaba. De nuevo la voz de mi abuela resonaba en la torre: