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En sus recuerdos figuraban con insistencia un baúl asesino y un hombre moreno con olor a mar, y así sus amigas descubrieron uno a uno los retazos de su vida y los unieron con paciencia, agregando lo que faltaba con recursos de fantasía, hasta reconstruirle un pasado. No era, desde luego, como las demás mujeres de ese lugar. Venía de un mundo remoto, donde la piel es más pálida y el castellano tiene un acento rotundo, de consonantes duras. Nació para gran dama, eso deducían las otras mujeres por su forma rebuscada de hablar y por sus modales extraños, y si alguna duda cabía, al morir la disipó. Se fue con la dignidad intacta. No padecía ninguna enfermedad

conocida, no estaba asustada ni respiraba por los oídos como los moribundos comunes, simplemente anunció que ya no soportaba más el tedio de estar viva, se colocó su vestido de fiesta, se pintó los labios de rojo y abrió las cortinas de hule que daban acceso a su cuarto, para que todos pudieran acompañarla.

— Ahora me llegó el tiempo de morir–fue su única explicación.

Se recostó en su cama, con la espalda apoyada sobre tres almohadones, con fundas almidonadas para la ocasión, y se bebió sin respirar una jarra grande de chocolate espeso. Las otras mujeres se rieron, pero cuando cuatro horas después no hubo manera de despertarla comprendieron que su decisión era absoluta y echaron a correr la voz por el barrio. Algunos acudieron sólo por curiosidad, pero la mayoría se presentó con verdadera aflicción, quedándose allí para acompañarla. Sus amigas colaron café para ofrecer a las visitas, porque les pareció de mal gusto servir licor, no fueran a confundir aquello con una celebración. A eso de las seis de la tarde, María sufrió un estremecimiento, abrió los párpados, miró a su alrededor sin distinguir los rostros y enseguida abandonó este mundo.

Eso fue todo. Alguien sugirió que tal vez había tragado veneno con el chocolate, en cuyo caso todos serían culpables por no haberla llevado a tiempo al hospital, pero nadie prestó atención a tales maledicencias.

— Si María decidió partir, estaba en su derecho, porque no tenía hijos ni padres que cuidar–sentenció la señora de la casa.

No quisieron velarla en un establecimiento funerario, porque la quietud premeditada de su muerte fue un suceso solemne en la calle República y era justo que sus últimas horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el ambiente donde había vivido y no como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse cargo. Hubo opiniones sobre

si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el alma de la difunta o las de los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para rodear el ataúd y trajeron agua bendita de la capilla del Seminario, para salpicar por los rincones. Esa noche no se trabajó en el local, no hubo música ni risas, pero tampoco hubo llantos. Instalaron el cajón sobre una mesa en la sala, los vecinos prestaron sillas y allí se acomodaron los visitantes a tomar café y conversar en voz baja. En el centro estaba María con la cabeza apoyada sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y la foto de su niño muerto sobre el pecho. En el transcurso de la noche le fue cambiando el tono de la piel, hasta acabar oscura como el chocolate.

Me enteré de la historia de María durante esas largas horas en que velamos su ataúd. Sus compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera Guerra, en una provincia al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas en la mitad del año y el frío cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de emigrantes españoles. Al revisar su pieza encontraron en una caja de galletas algunos papeles quebradizos y amarillos, entre ellos un certificado de nacimiento, fotografías y cartas. Su padre fue propietario de una hacienda y, según un recorte de periódico desteñido por el tiempo, su madre había sido pianista antes de casarse. Cuando María tenía doce años, atravesó distraída un cruce de ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La rescataron entre los rieles sin daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido el sombrero. Sin embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el impacto había transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya nunca regresaría. Olvidó hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del accidente, apenas recordaba algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y cuando le hablaban se quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron las normas de urbanidad, que conservó intactas hasta su último día.

El golpe de la locomotora dejó a María incapacitada para el razonamiento, la atención o el rencor. Estaba, por lo tanto, bien equipada para la felicidad, pero no fue ésa su suerte. Al cumplir dieciséis años, sus padres, deseosos de pasarle a otro la carga de esa hija algo retardada, decidieron casarla antes de que se le marchitara la belleza, y escogieron a un tal doctor Guevara, hombre de vida retirada y mal dispuesto para el matrimonio, pero que les debía algún dinero y no pudo negarse cuando le sugirieron el

enlace. Ese mismo año se celebró la boda en privado, como correspondía a una novia lunática y a un novio varias décadas mayor.

María llegó al lecho matrimonial con la mente de una criatura, aunque su cuerpo había madurado y ya era el de una mujer. El tren arrasó con su curiosidad natural, pero no pudo destruir la impaciencia de sus sentidos. Sólo contaba con lo aprendido al observar los animales en la hacienda, sabía que el agua fría es buena para separar a los perros que se quedan pegados durante el coito y que el gallo esponja las plumas y cacarea cuando quiere pisar a la gallina, pero no encontró uso adecuado para esos datos. En su noche de bodas vio avanzar en su dirección a un vejete tembloroso con una bata de franela, abierta, y algo imprevisto bajo el ombligo. La sorpresa le produjo un estreñimiento del cual no se atrevió a hablar y cuando empezó a hincharse como un globo, se bebió un frasco de Agua de la Margarita–remedio antiescrufuloso y reconstituyente, que en gran cantidad servía de purga–a causa de lo cual pasó veintidós días sentada en la bacinilla, tan descompuesta que casi pierde algunos órganos vitales, pero eso no tuvo la facultad de desinflarla. Pronto ya no pudo abotonar sus vestidos y a su debido tiempo dio a luz un niño rubio. Después de un mes en cama, alimentándose con caldo de gallina y dos litros de leche diarios, se levantó más fuerte y lúcida de lo que nunca estuvo en su vida. Parecía curada de su estado de sonambulismo perenne y hasta tuvo el ánimo para comprarse ropa elegante; sin embargo, no alcanzó a lucir su nuevo ajuar, porque el señor Guevara sufrió un ataque fulminante y murió sentado en el comedor, con la cuchara de sopa en la mano. María se resignó a usar trajes de luto y sombreros con velo, enterrada en una tumba de trapos. Así pasó dos años de negro, tejiendo chalecos para los pobres, entretenida con sus perros falderos y con su hijo, a quien peinaba con rizos y vestía de niña, tal como aparece en uno de los retratos encontrados en la caja de galletas, donde se lo puede ver sentado sobre una piel de oso e iluminado por un rayo sobrenatural.

Para la viuda el tiempo se detuvo en un instante perpetuo, el aire de los cuartos permaneció inmutable, con el mismo olor vetusto que dejó su marido. Siguió viviendo en la misma casa, cuidada por sirvientes leales y vigilada de cerca por sus padres y hermanos, que se turnaban para visitarla a diario, supervisar sus gastos y tomar hasta las menores decisiones. Pasaban las estaciones, caían las hojas de los árboles en el

jardín y volvían a aparecer los colibríes del verano, sin cambios en su rutina. A veces se preguntaba la causa de sus vestidos negros, porque había olvidado al decrépito esposo que en un par de ocasiones la abrazara débilmente entre las sábanas de lino, para luego, arrepentido de su lujuria, arrojarse a los pies de la Madona y azotarse con una fusta de caballo. De vez en cuando abría el armario para sacudir los vestidos y no resistía la tentación de despojarse de sus ropajes oscuros y probarse a escondidas los trajes bordados de pedrerías, las estolas de piel, los zapatos de raso y los guantes de cabritilla. Se miraba en la triple luna del espejo y saludaba a esa mujer ataviada para un baile en la cual le costaba mucho reconocerse.

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