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El Negro Rivas, un hombronazo valiente y alegre, con la canción siempre lista en los labios y buena disposición para echarse al hombro a otro combatiente más débil, estaba abierto como una granada, con las costillas al aire y un tajo profundo que comenzaba en la espalda y acababa en la mitad del pecho. Sánchez llevaba su maletín

para emergencias, pero eso escapaba por completo a sus modestos recursos. Sin la menor esperanza suturó la herida, lo vendó con tiras de tela y le administró las medicinas disponibles. Colocaron al hombre sobre un trozo de lona tendido entre dos palos y así lo transportaron, turnándose para cargarlo, hasta que fue evidente que cada sacudida era un minuto menos de vida, porque el Negro Rivas supuraba como un manantial y deliraba con iguanas con senos de mujer y huracanes de sal.

Estaban planeando acampar para dejarlo morir en paz, cuando alguien divisó a orillas de un pozo de agua negra, a dos indios que se despiojaban amigablemente. Un poco más allá, hundida en el vaho denso de la selva, estaba la aldea. Era una tribu inmovilizada en edad remota, sin más contacto con este siglo que algún misionero atrevido que fue a predicarles sin éxito las leyes de Dios y, lo que es más grave, sin haber oído jamás de la Insurrección ni haber escuchado el grito de Patria o Muerte. A pesar de estas diferencias y de la barrera del lenguaje, los indios comprendieron que esos hombres exhaustos no representaban mayor peligro y les dieron una tímida bienvenida. Los rebeldes señalaron al moribundo. El que parecía ser el jefe los condujo a una choza en eterna penumbra, donde flotaba una pestilencia de orines y de lodo. Allí acostaron al Negro Rivas sobre una esterilla, rodeado por sus compañeros y por toda la tribu. Al poco rato llegó el brujo en atavío de ceremonia. El comandante se espantó al ver sus collares de peonías, sus ojos de fanático y la costra de mugre en su cuerpo, pero Ángel Sánchez explicó que ya muy poco se podía hacer por el herido y cualquier cosa que lograra el hechicero–aunque fuera tan sólo ayudarlo a morir–era mejor que nada. El comandante ordenó a sus hombres bajar las armas y guardar silencio, para que ese extraño sabio medio desnudo pudiera ejercer su oficio sin distracciones.

Dos horas más tarde la fiebre había desaparecido y el Negro Rivas podía tragar agua. Al día siguiente volvió el curan–dero y repitió el tratamiento. Al anochecer el enfermo estaba sentado comiendo una espesa papilla de maíz y dos días'después ensayaba sus primeros pasos por los alrededores, con la herida en pleno proceso de curación. Mientras los demás guerrilleros acompañaban los progresos del convaleciente, Ángel Sánchez recorrió la zona con el brujo juntando plantas en su bolsa. Años después.el Negro Rivas llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y sólo se acordaba de que estuvo

a punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a una nueva mujer, quien invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo partía en dos.

— Si al Negro Rivas lo salvó un indio en pelotas, a Ester Lucero la salvaré yo, así tenga que hacer pacto con el diablo–concluyó Ángel Sánchez mientras daba vuelta a su casa en busca de las yerbas que había guardado durante todos esos años y que, hasta ese instante, había olvidado por completo. Las encontró envueltas en un papel de periódico, resecas y quebradizas, al fondo de un destartalado baúl, junto a su cuaderno de versos, su boina y otros recuerdos de la guerra.

El médico regresó al hospital corriendo como un perseguido, bajo el calor de plomo que derretía el asfalto. Subió las escaleras a saltos e irrumpió en la habitación de Ester Lucero empapado de sudor. La abuela y la enfermera de turno lo vieron pasar a la carrera y se aproximaron a la mirilla de la puerta. Observaron cómo se quitaba la bata blanca, la camisa de algodón, los pantalones oscuros, los calcetines comprados de contrabando y los zapatos con suela de goma que siempre calzaba. Horrorizadas, lo vieron despojarse también de los calzoncillos y quedar en cueros, como un recluta.

— ¡Santa María, Madre de Dios! — exclamó la abuela. A través del ventanuco de la puerta pudieron vislumbrar al doctor cuando movía la cama hasta el centro de la habitación y, después de posar ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero durante algunos segundos, iniciaba un frenético baile alrededor de la enferma. Levantaba las rodillas hasta tocarse el pecho, efectuaba profundas inclinaciones, agitaba los bra–zos y hacía grotescas morisquetas, sin perder ni por un instante el ritmo interior que ponía alas en sus pies. Y durante media hora no paró de danzar como un insensato, esquivando las bombonas de oxígeno y los frascos de suero. Luego extrajo unas hojas secas del bolsillo de su bata, las colocó en una palangana, las aplastó con el puño hasta reducirlas a un polvo grueso, escupió encima con abundancia, mezcló todo para formar una pasta y se aproximó a la moribunda. Las mujeres lo vieron retirar los vendajes y, tal como notificó la enfermera en su informe, untar la herida con aquella asquerosa mixtura, sin la menor consideración por las leyes de la asepsia ni por el hecho de que exhibía sus vergüenzas al desnudo. Terminada la cura, el hombre cayó sentado al

suelo, totalmente exhausto, pero iluminado por una sonrisa de santo.

Si el doctor Ángel Sánchez no hubiera sido el director del hospital y un héroe indiscutible de la Revolución, le habrían colocado una camisa de fuerza y enviado sin más trámites al manicomio. Pero nadie se atrevió a echar abajo la puerta que él trancó con el cerrojo, y cuando el alcalde tomó la decisión de hacerlo con ayuda de los bomberos, ya habían pasado catorce horas y Ester Lucero estaba sentada en la camilla, con los ojos abiertos, contemplando divertida a su tío Ángel, quien había vuelto a despojarse de sus ropas e iniciaba la segunda etapa del tratamiento con nuevas danzas rituales. Dos días más tarde, cuando llegó la comisión del Ministerio de Salud enviada especialmente desde la capital, la enferma paseaba por el corredor del brazo de su abuela, todo el pueblo desfilaba por el tercer piso para ver a la muchacha resucitada y el director del hospital, vestido con impecable corrección, recibía a sus colegas detrás de su escritorio. La comisión se abstuvo de preguntar detalles sobre las inusitadas danzas del médico y dedicó su atención a indagar sobre las maravillosas plantas del brujo.

Han pasado algunos años desde que Ester Lucero se cayó del mango. La joven se casó con un inspector de atmósferas y se fue a vivir a la capital, donde dio a luz una niña con huesos de alabastro y ojos oscuros. A su tío Ángel le envía de vez en cuando nostálgicas tarjetas salpicadas de horrores ortográ–ficos. El Ministerio de Salud ha organizado cuatro expediciones para buscar las yerbas portentosas en la selva, sin ningún éxito. La vegetación se tragó la aldea indígena y con ella la esperanza de un medicamento científico contra los accidentes irremediables.

El doctor Ángel Sánchez ha quedado solo, sin más compañía que la imagen de Ester Lucero que lo visita en su cuarto a la hora de la siesta, abrasando su alma en una bacanal perpetua. El prestigio del médico ha aumentado mucho en toda la región, porque lo escuchan hablar con los astros en lenguas aborígenes.

MARíA LA BOBA

María, la boba, creía en el amor. Eso la convirtió en una leyenda viviente. A su entierro acudieron todos los vecinos, hasta los policías y el ciego del quiosco, quien rara vez abandonaba su negocio. La calle República quedó vacía, y en señal de duelo colgaron cintas negras en los balcones y apagaron los faroles rojos de las casas. Cada persona tiene su historia y en ese barrio son casi siempre tristes, historias de pobrezas e injusticias acumuladas, de violencias padecidas, de hijos muertos antes de nacer y de amantes que se van, pero la de María era diferente, tenía un brillo elegante que echaba a volar la imaginación ajena. Se las arregló para ejercer su oficio sola, administrándose sin bulla, discretamente. Nunca tuvo la menor curiosidad por el alcohol ni por las drogas, ni siquiera le interesaban los consuelos de cinco pesos que vendían las adivinas y las profetas del vecindario. Parecía a salvo de los tormentos de la esperanza, protegida por la calidad de su amor inventado. Era una mujercita de aspecto inofensivo, de corta estatura, facciones y gestos finos, toda mansedumbre y suavidad, pero las veces que algún chulo intentó ponerle la mano encima se encontró con una fiera babeante, puras garras y colmillos, dispuesta a devolver cada golpe, así se le fuera la vida. Aprendieron a dejarla en paz. Mientras las otras mujeres pasaban su existencia escondiendo moretones bajo espesas capas de maquillaje barato, ella envejecía respetada, con un cierto aire de reina en harapos. No tenía ninguna conciencia del prestigio de su nombre ni de la leyenda que habían bordado a costa de ella. Era una prostituta vieja con alma de doncella.

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