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— Vamos bien, Coronel–dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.

Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con el recuerdo del olor montuno, el calor de incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.

— ¿Qué es lo que te pasa, Coronel? — le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.

— Dímelas, a ver si pierden su poder–le pidió su fiel ayudante.

— No te las diré, son sólo mías–replicó el Coronel. Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma empuñada.

— Tú te vienes conmigo–ordenó. Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco estaba dispuesto a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después llegaron el

campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa.

— Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la hombría–dijo apuntando el cañon de su fusil a la nuca de la mujer.

El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.

NIÑA PERVERSA

A los once años Elena Mejías era todavía una cachorra desnutrida, con la piel sin brillo de los niños solitarios, la boca con algunos huecos por una dentición tardía, el pelo color de ratón y un esqueleto visible que parecía demasiado contundente para su tamaño y amenazaba con salirse en las rodillas y en los codos. Nada en su aspecto delataba sus sueños tórridos ni anunciaba a la criatura apasionada que en verdad era. Pasaba desapercibida entre los muebles ordinarios y los cortinajes desteñidos de la pensión de su madre. Era sólo una gata melancólica jugando entre los geranios empolvados y los grandes helechos del patio o transitando entre el fogón de la cocina y las mesas del comedor con los platos de la cena. Rara vez algún cliente se fijaba en ella y si lo hacía era sólo para ordenarle que rociara con insecticida los nidos de las cucarachas o llenara el tanque del baño, cuando la crujiente carcasa de la bomba se negaba a subir el agua hasta el segundo piso. Su madre, agotada por el calor y el trabajo de la casa, no tenía ánimo para ternuras ni tiempo para observar a su hija, de modo que no supo cuándo Elena empezó a mutarse en un ser diferente. Durante los primeros años de su vida había sido una niña silenciosa y tímida, entretenida siempre en juegos misteriosos, que hablaba sola por los rincones y se chupaba el dedo. Sus salidas eran sólo a la escuela o al mercado, no parecía interesada en el bullicioso rebaño de niños de su edad que jugaban en la calle.

La transformación de Elena Mejías coincidió con la llegada de Juan José Bernal, el Ruiseñor, como él mismo se había apodado y como lo anunciaba un afiche que clavó en la pared de su cuarto. Los pensionistas eran en su mayoría estudiantes y empleados de alguna oscura dependencia de la administración pública. Damas y caballeros de orden, como decía su madre, quien se vanagloriaba de no aceptar a cualquiera bajo su techo, sólo personas de mérito, con una ocupación conocida, buenas costumbres, la solvencia suficiente para pagar el mes por adelantado y la disposición para acatar las reglas de la pensión, más parecidas a las de un seminario de curas que a las de un hotel. Una viuda tiene que cuidar su reputación y hacerse respetar, no quiero que mi negocio se convierta en nido de vagabundos y pervertidos,

repetía con frecuencia la madre, para que nadie–y mucho menos Elena–pudiera olvidarlo. Una de las tareas de la niña era vigilar a los huéspedes y mantener a su madre informada sobre cualquier detalle sospechoso. Esos trabajos de espía habían acentuado la condición incorpórea de la muchacha, que se esfumaba entre las sombras de los cuartos, existía en silencio y aparecía de súbito, como si acabara de retornar de una dimensión invisible. Madre e hija trabajaban juntas en las múltiples ocupaciones de la pensión, cada una inmersa en su callada rutina, sin necesidad de comunicarse. En realidad se hablaban poco y cuando lo hacían, en el rato libre de la hora de la siesta, era sobre los clientes. A veces Elena intentaba decorar las vidas grises de esos hombres y mujeres transitorios, que pasaban por la casa sin dejar recuerdos, atribuyéndoles algún evento extraordinario, pintándolas de colores con el regalo de algún amor clandestino o alguna tragedia, pero su madre tenía un instinto certero para detectar sus fantasías. Del mismo modo descubría si su hija le ocultaba información. Tenía un implacable sentido práctico y una noción muy clara de cuanto ocurría bajo su techo, sabía con exactitud qué hacía cada cual a toda hora del día o de la noche, cuánta azúcar quedaba en la despensa, para quién sonaba el teléfono o dónde habían quedado las tijeras. Había sido una mujer alegre y hasta bonita, sus toscos vestidos apenas contenían la impaciencia de un cuerpo todavía joven, pero llevaba tantos años ocupada de detalles mezquinos que se le habían ido secando la frescura del espíritu y el gusto por la vida. Sin embargo, cuando llegó Juan José Bernal a solicitar un cuarto de alquiler, todo cambió para ella y también para Elena. La madre, seducida por la modulación pretenciosa del Ruiseñor y la sugerencia de celebridad expuesta en el afiche, contradijo sus propias reglas y lo aceptó en la pensión, a pesar de que él no calzaba para nada con su imagen del cliente ideal. Bernal dijo que cantaba de noche y por lo tanto debía descansar durante el día, que no tenía ocupación por el momento, así es que no podía pagar el mes adelantado y que era muy escrupuloso con sus hábitos de alimentación y de higiene, era vegetariano y necesitaba dos duchas diarias. Sorprendida, Elena vio a su madre registrar sin comentarios al nuevo huésped en el libro y conducirlo hasta la habitación arrastrando a duras penas su pesada maleta, mientras él llevaba el estuche con la guitarra y el tubo de cartón donde atesoraba su afiche. Disimulándose contra la pared, la niña los siguió escaleras arriba y notó la expresión intensa del nuevo huésped a la vista del delantal de percal pegado a las nalgas húmedas de sudor de su madre. Al entrar al cuarto Elena encendió el interruptor y las grandes aspas del ventilador del techo comenzaron a girar con un silbido de hierros oxidados.

Desde ese instante cambiaron las rutinas de la casa. Había más trabajo, porque Bernal dormía a las horas en que los demás habían partido a sus quehaceres, ocupaba el baño durante horas, consumía una cantidad abrumadora de alimentos de conejo que debían cocinarse por separado, usaba el teléfono a cada rato y enchufaba la plancha para repasar sus camisas de galán, sin que la dueña de la pensión le reclamara pagos extraordinarios. Elena volvía de la escuela con el sol de la siesta, cuando el día languidecía bajo una terrible luz blanca, pero a esa hora él todavía estaba en el primer sueño. Por orden de su madre, se quitaba los zapatos, para no violar el reposo artificial en que parecía suspendida la casa. La niña se dio cuenta de que su madre cambiaba día a día. Los signos fueron perceptibles para ella desde el principio, mucho antes de que los demás habitantes de la pensión empezaran a cuchichear a sus espaldas. Primero fue el olor, un aroma persistente de flores, que emanaba de la mujer y se quedaba flotando en el ámbito de los cuartos por donde ella pasaba. Elena conocía cada rincón de la casa y su largo hábito de espionaje le permitió descubrir el frasco de perfume detrás de los paquetes de arroz y los tarros de conservas en la despensa. Luego notó la línea de lápiz oscuro en los párpados, el toque de rojo en los labios, la ropa interior nueva, la sonrisa inmediata cuando Bernal bajaba por fin al atardecer, recién bañado, con el pelo todavía húmedo, y se sentaba en la cocina a devorar sus extraños guisos de faquír. La madre se sentaba al frente y él le contaba episodios de su vida de artista, celebrando cada una de sus propias travesuras con una risa fuerte que le nacía en el vientre.

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