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Mary fue derecha a su cuarto y cerró la puerta con llave. «Vaya, Tizzy dice que baje a tomar el té. ¿Qué toca hoy? ¿Indio o chino? Me encanta el tintineo de la cucharilla en la taza. Me gusta que las yemas de mis dedos acaricien el borde de porcelana…» Alguien llamó a la puerta. Mary apoyó la cara en la madera y sintió su frialdad.
– Tizzy, ya voy.
– Señorita Lamb, no espere a que se enfríe.
– No. Seguirá caliente.
Aguardó a que Tizzy bajase la escalera y quitó el cerrojo a la puerta. La cerró sin hacer ruido y aguzó el oído para detectar sonidos procedentes de abajo.
Mary entró en la cocina poco después, en el preciso momento en el que la señora Lamb acomodaba la servilleta a su esposo.
– Mary, siéntate y empieza. No puedo entender que hayas vivido tanto tiempo en esta casa y que todavía confundas los horarios. ¿Por qué te equivocas? ¿A qué se debe? -Mary había clavado la mirada en su madre y su boca se abría y cerraba como si de pronto se hubiese quedado sin habla-. ¿Te encuentras mal?
El señor Lamb se puso a gemir con un quejido ronco y constante al tiempo que Mary cogió la tetera y la sostuvo delante de su cuerpo, como si se parapetase tras ella.
– ¿No ves lo que es? -preguntó a su padre.
– Mary, es una tetera -respondió la señora Lamb mientras se acercaba a su hija y la cogía de las muñecas-. Déjala ahora mismo sobre la mesa.
Se produjo un forcejeo repentino, la tetera cayó sobre la mesa y el agua y las hojas de té se dispersaron por la madera oscura. Mary empuñó el tenedor que empleaban para tostar los bollos en la chimenea y lo clavó en el cuello de su madre. La señora Lamb cayó al suelo sin emitir sonido alguno. En ese mismo instante Charles entró en la cocina y gritó alegremente:
– Buon giorno!
CAPÍTULO XIV
Mi querido De Quincey:
Seguramente ya te han informado de la espantosa calamidad que ha acontecido a nuestra familia. En un ataque de locura, mi pobre y queridísima hermana ha dado muerte a su madre. En la actualidad se encuentra en un manicomio, desde el cual temo que será trasladada a la cárcel y, si Dios no lo impide, al cadalso. Dios me ha permitido no perder la razón: como, bebo, duermo y creo que me conservo en mi sano juicio. Mi padre está cada vez más ido, así que he de cuidar de él y de nuestra vieja criada. A Dios gracias, me encuentro muy sereno y sosegado, y preparado para llevar a cabo lo que sea más conveniente. Te escribo esta carta de la forma más fidedigna que puedo, pero sin mencionar nada de lo que ha quedado atrás. En mi caso «todo esto es ya pasado» y debo hacer algo más que sentir. Te ruego que no se te ocurra venir a visitarme. Escríbeme. Si te presentas no te recibiré. Que Dios todopoderoso te ame tanto como a todos nosotros…
C. Lamb
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Superados el desconcierto y la consternación iniciales, De Quincey se tumbó en la cama totalmente vestido, miró al techo y al cabo de unos segundos exclamó:
– ¡Qué magnífico relato!
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Una semana después, el juez y los miembros del jurado se reunieron en una habitación de la planta alta de una posada de Holborn. Charles había llegado temprano y estaba sentado en la primera fila de sillas. La estancia estaba abarrotada de vecinos y curiosos, ansiosos por ver el comportamiento de lo que la Westminster Gazette había descrito como «la desdichada joven». En Holborn jamás se había cometido un asesinato de esas características.
Mary fue conducida a la presencia del jurado por el alguacil del distrito, acompañado de su ayudante y del médico de un manicomio privado de Hoxton, en el que la muchacha permanecía encerrada. Su expresión triste y la actitud desganada con la que siguió las instrucciones del alguacil y del médico despertaron la simpatía del público. Explicaron a los miembros del tribunal cómo habían ocurrido los hechos y, a continuación, el juez interrogó al doctor Philip Girtin. El médico declaró que había examinado tres veces a la joven y llegado a la conclusión de que no estaba en sus cabales. Informó al jurado de que su trastorno se debía «a una mente en exceso sensible», desgastada «por las atormentadoras fatigas producidas por demasiadas obligaciones». Nadie mencionó el nombre de William Ireland.
– ¿Está en condiciones de someterse a un tribunal? -preguntó el juez al médico.
– Señor, es evidente que no. En modo alguno sería capaz de soportar esa prueba divina. La sumiría en una locura todavía más profunda, de la que resultaría muy difícil arrancarla.
Durante la vista Mary permaneció sentada y con las manos cruzadas sobre el regazo. De vez en cuando miró a Charles, pero su expresión no reveló la más mínima emoción.
– Doctor Girtin, ¿qué recomienda?
– Creo que lo mejor es que esta desdichada mujer quede a mi cuidado en Hoxton. No creo que represente un peligro para los demás, pero aconsejo que permanezca recluida mientras yo lo considere necesario.
– Por si…
– Por si acaso siguiera siendo un peligro para sí misma.
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Los miembros del jurado estuvieron de acuerdo con la opinión del médico. Mary fue entregada a la custodia de Philip Girtin y, cumpliendo con el ritual de los oficiales de justicia, le ataron los brazos a los lados del cuerpo con una tira de cuero.
Al abandonar la posada, Charles supuso que no volvería a ver a su hermana fuera de los límites del manicomio; sólo entonces, durante su regreso a Laystall Street, se dio cuenta de que había llorado.
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Los temores de Charles fueron infundados. Mary comenzó a recuperar el juicio gracias a los cuidados de Philip Girtin. El médico le leyó a Gibbon y a Tyndale y, en esas ocasiones, la mujer tuvo la sensación de que volvía a charlar con su hermano. El doctor también la hizo jugar a la lotería y a las cartas para poner a prueba su comprensión de los números. Más adelante, Mary analizó con él los poemas de Homero y citó con gran fruición a Shakespeare.
Philip Girtin había prohibido a Charles las visitas ante el temor de que las asociaciones resultasen demasiado dolorosas, si bien al cabo de tres meses de encierro le pidió que acudiese a Hoxton. Su gabinete daba al jardín en el que tenían su recreo Mary y el resto de los pacientes.
– Acabo de regresar del Ministerio del Interior -explicó el médico-. He consultado el caso de su hermana con el delegado de enfermedades mentales. Está de acuerdo conmigo en que la señorita Lamb estará a salvo en su compañía, siempre y cuando usted se comprometa solemnemente a tenerla a su cargo durante toda la vida.
– Por supuesto, es lo menos que…
– Quiero que venga a visitarla cada tarde durante dos semanas. Debo averiguar antes si su presencia la altera demasiado.
– ¿Le recordaré lo sucedido?
– Así lo creo. Sin embargo, si supera esa prueba, como pienso que ocurrirá, procederemos a darle el alta. Señor Lamb, todo debe estar en calma y ordenado.
Charles observó a su hermana a través de la ventana. Mary cosía y cada tanto levantaba la cabeza y miraba a los otros pacientes.
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Charles se trasladó a una casa nueva en Islington, junto al New, en la que Mary reanudó su vida en libertad. Cuando Charles iba a trabajar a la East India House, la cuidaba la sobrina de Tizzy; la anciana criada se retiró a una pequeña propiedad en Devizes, pero insistió en que no podía dejar a Charles y a Mary en manos de una «desconocida». El señor Lamb murió a resultas de su avanzada senilidad pocos meses después del asesinato de su esposa. Sus últimas palabras, musitadas al oído de Charles, fueron: «Y eso también es cierto».