– Sí, es suficiente en lo que a su padre se refiere -replicó Stevens-, pero no ha respondido a nuestra pregunta. ¿Podemos preguntar qué papel ha desempeñado usted en este asunto?
– Por supuesto.
– En ese caso, ¿puede esclarecernos la naturaleza del origen o fuente?
– Señor, ¿le molestaría ser más concreto?
– Veamos. ¿Se trata de una persona, un lugar, un legado o un regalo? ¿Qué es?
– Sin temor a equivocarme, puedo decir que se trata de una persona.
– ¿De quién?
– En este punto he de manifestar que me encuentro en situación desventajosa.
– ¿Qué quiere decir?
– Me es del todo imposible nombrar o identificar de cualquier otra manera a dicha persona.
– ¿Por qué?
– Porque he prestado juramento ante un determinado individuo.
– ¿Quiere decir ante el individuo que le entregó los papeles?
– Ni más ni menos.
Stevens miró a Ritson, que enarcó las cejas y simuló sorprenderse.
Ireland carraspeó y volvió a mirar por el ventanuco con parteluces.
– ¿No puede poner nombre al susodicho benefactor?
– No puedo decir nada más. ¿Pretende usted que viole una sagrada promesa?
– Me parece que no lo entiendo.
– He jurado que jamás revelaré el nombre de mi mecenas. ¿Pretende que falte a mi palabra?
– ¡Dios no lo permita!
Airado, William miró a Stevens como si hubiese detectado cierta ironía en su respuesta, pero Ritson intervino sin perder un segundo:
– Señor Ireland, ¿ese caballero no está dispuesto a hablar discretamente con los miembros del comité?
– Yo no he dicho en ningún momento que fuera un caballero.
– ¿No es un caballero?
– No se confunda. Simplemente afirmo que, hasta ahora, no he dado a conocer el género de mi mecenas.
– Sea del género que sea, ¿esa persona está dispuesta a presentarse ante este comité que garantiza la más estricta reserva?
– Mi mecenas está en el extranjero, se ha marchado a Alsacia.
– ¿Con qué motivo?
– Este asunto le ha causado tal perturbación mental, que Londres se le ha vuelto insoportable.
– Señor Ireland, todo cuanto nos dice es muy insatisfactorio.
– Señor Stevens, le guste o no, es así.
Alguien llamó a la puerta.
– ¿Puedo pasar? -Samuel Ireland entró y saludó con una reverencia a los miembros del comité-. Soy su padre. No estamos ante un tribunal, por lo que tengo derecho a estar aquí. -Se detuvo junto a su hijo y sonrió-. William Ireland ha borrado hasta la menor sombra de duda en lo que se refiere a mi participación en este asunto. -Samuel había oído hasta la última palabra pronunciada por William-. ¿También ha hablado de su mecenas?
– Su hijo se ha referido a dicho individuo, pero todavía no ha tenido la amabilidad de proporcionarnos un nombre -repuso Stevens.
– Señor, yo no puedo darle un nombre, pero estoy en condiciones de confirmar la existencia de dicho caballero. Lo he visto con mis propios ojos. -William miró a su padre y meneó la cabeza-. Es de estatura media y presenta una cicatriz en la mejilla izquierda que, según me contó, se debe a un concurso de tiro con arco. Tiene ligeras dificultades al hablar, dificultades que atribuyo a su timidez.
– ¿Dónde vive ese interesante caballero?
– Tengo entendido que su alojamiento se encuentra en el Middle Temple, pero no estoy seguro…
– Señor…
– Sin lugar a dudas, mi hijo ya le ha dicho que es de lo más esquivo. En este momento no está en el país. Si mal no recuerdo, mencionó que tenía que viajar a Alsacia.
A renglón seguido, Ritson interrogó a Samuel Ireland sobre la naturaleza y la procedencia de los documentos shakespearianos; por su parte, Ireland refirió que su asombro y contento fueron cada vez mayores ante la multitud de papeles que su hijo trasladó a la librería.
– Caballeros, parecía maná divino. Superó con creces toda satisfacción.
– Señor, ese comentario es muy shakespeariano.
– Provocó hambre en los ojos que alimentó y, cuanto más ofreció, mayor fue el deseo.
– Señor Ireland, quiero que nos diga algo sin ostentaciones. -Durante la conversación, Ritson no había quitado ojo a William, pero en ese momento se volvió hacia Samuel-. En su opinión, ¿los documentos son lo que pretenden ser? ¿Se trata de auténticos textos shakespearianos?
– No es una pregunta para un librero.
– Perdone, ha sido una falta de delicadeza por mi parte.
– Señor, no puedo decir que tenga autoridad sobre estas cuestiones… -Samuel pareció titubear-. Claro que, pensándolo bien, considero que los papeles son verdaderos y auténticos. Me enorgullezco de ser una persona detallista y reparé, en particular, en el hilo que unía el fajo de manuscritos. Es muy antiguo. Reconozco que tal vez se trata de un detalle simbólico, aunque es…
– ¿Es suficiente?
– Es suficiente para llegar a la convicción de que mi hijo no pudo inventar semejantes pruebas. -Miró a William-. Es imposible imaginar o creer que mi hijo haya escrito Vortigern.
***
En cuanto salieron de Warwick Lane, William se volvió hacia su padre y lo increpó:
– ¿Por qué mentiste en lo referente a mi mecenas?
– ¿Acaso tú no mentiste? Dudo mucho de que nadie haya viajado a Alsacia.
– Da igual el sitio al que haya ido. No responderá ante el comité. -Caminaron unos instantes en silencio-. Padre, no tendrías que haber mentido. Es muy poco habitual en ti.
– William, quería ayudarte. Me exoneraste tal como correspondía y deseaba mostrarte mi apoyo.
– Sólo conducirá a más mentiras. Tendrías que haber permanecido al margen de todo esto.
– Este asunto también me atañe.
– No hasta el extremo de la falsedad. Padre, deberías reflexionar antes de hablar. Has arrojado todavía más dudas sobre esta cuestión. ¿Qué es eso de un hombre con una cicatriz en la cara y tartamudo? Tendré que hacer frente a una persona totalmente ficticia. Para mí, ello no es más que una complicación, un estorbo. -Se tapó la cara con las manos-. ¿No te das cuenta de lo espantoso que es eso? -No se percató de que acababa de suspirar.
– William, lamento haberte alarmado.
– Tengo la sensación de que no sé dónde piso. Si eres capaz de mentir en mi nombre, ¿en qué puedo apoyarme?
– Vamos, vamos. Seguro que no es tan grave.
– Padre, ¿crees que los papeles son auténticos?
– Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?
– En ese caso, ¿para qué mezclar lo auténtico y lo falso? ¿Para qué llevar barro al pozo? ¿No te das cuenta? Si lo haces, todo se convierte en un infierno.
Samuel Ireland se notaba cada vez más encolerizado por lo que consideraba la impertinencia de su hijo; después explicaría a Rosa que William lo había tratado como a un niño.
– William, mi mente es un auténtico torbellino. Este asunto me perturba hasta el extremo de que no tengo reposo de noche ni de día.
– Lo siento muchísimo. No deseo ofenderte. Te respeto.
– No es suficiente. William, con esas críticas me hieres, me resultan insoportables.
William lanzó un grito en plena calle. Fue un aullido, un alarido que alarmó a los que pasaron con prisas a su lado.
Estupefacto, Samuel miró a su hijo y preguntó:
– ¿Qué te pasa?
– ¡Y pensar que lo hice para que estuvieses satisfecho! -Desesperado e impaciente, William hizo señas al conductor de un tílburi-. Padre, ven conmigo…, ahora mismo.
Durante el corto trayecto, el joven Ireland no habló; se limitó a mirar las calles y los pasajes conocidos. En cuanto llegaron a Holborn Passage, William entró como una tromba en la librería y subió la escalera hasta su habitación. Dio un portazo mientras su padre lo esperaba en la tienda. Samuel sudaba ligeramente y acarició un estante de libros antiguos que incluían la palabra «incunables». Por algún motivo inexplicable, repitió de viva voz el estribillo de la opereta titulada El carbonero musical: