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El documento isabelino parecía un testamento; aunque no era paleógrafo, entendió la frase «Yo lego». El joven que se encontraba de pie en el oscuro interior de la librería lo observó desde el otro lado del escaparate. Debido a su cara pálida y a su cabello intensamente rojo, a Charles le dio la impresión de que se trataba de un aparecido. Sonrió solícito y abrió la puerta.

– ¿Señor Lamb? -preguntó el joven.

– El mismo. ¿Cómo sabe mi apellido?

– Alguien me lo ha dicho en la Salutation and Cat. A veces ocupo una mesa del fondo. Es probable que jamás haya reparado en mí. Pase, por favor.

En cuanto entró en la librería, Charles percibió el olor de las cubiertas apolilladas de los viejos folios y pliegos en cuarto; aspiró el polvo del saber, delicioso en su particularidad. A dos lados de la tienda se levantaba un mostrador de madera, sobre el cual se encontraban manuscritos, hojas sin encuadernar y rollos de pergaminos. En los estantes vislumbró las obras escogidas de Drayton, Drummond de Hawthornden y Cowley.

El joven reparó en su mirada y comentó:

– En algunos aspectos, cuanto mejor es un libro, menos requiere de la encuadernación. El lomo resistente y una buena encuadernación son el desiderátum de cualquier volumen.

– ¿La magnificencia ocupa el siguiente lugar?

– Sólo en el caso de que esté presente. Señor Lamb, me llamo Ireland, William Henry Ireland. -Se estrecharon las manos-. Por ejemplo, jamás se me ocurriría ataviar con traje de gala una colección de revistas. Tampoco tiene sentido un Shakespeare con espléndido atavío.

Charles quedó sorprendido por la pericia del joven.

– Tiene toda la razón. El verdadero amante de la lectura, señor Ireland, desea hojas moteadas y aspecto desgastado.

– Señor Lamb, conozco la diferencia, sé lo que significan las páginas vueltas con deleite más que por obligación.

– ¿Lo sabe?

Charles llegó a la conclusión de que, ciertamente, se trataba de un joven peculiar. Dedujo que William Ireland rondaba los diecisiete años, aunque con la corbata, la camisa y aquel chaleco de color amarillo intenso parecía una figura chapada a la antigua. Tendría que haber lucido una peluca empolvada. Aun así, su intensidad era tal que Charles se sintió atraído por su persona.

– Prefiero las ediciones comunes de Shakespeare, sin notas ni grabados -prosiguió Ireland-. Rowe o Tonson me encantan. Por otro lado, soy incapaz de leer a Beaumont y a Fletcher, salvo en folio. ¿No le parece que es difícil mirar las ediciones en octavo? No me agradan, las detesto. -Sus ojos eran de color verde claro y los abrió cada vez más a medida que modulaba la voz; al hablar cruzó las manos como si librase una violenta lucha interna-. Señor Lamb, ¿le gusta Drayton?

– Muchísimo.

– Pues esto le interesará. -Retiró del estante un libro en cuarto, encuadernado con primor en piel de becerro-. Se trata de Pandosto, de Greene. Fíjese en la inscripción. -Abrió el libro y se lo entregó a Charles.

En el frontispicio, escritas con tinta ahora descolorida, se leían las siguientes palabras: «Entregado a mí, Mich. Drayton, por Will Sh.».

Charles sabía muy bien que Pandosto había servido de fuente de inspiración de Cuento de invierno. Y allí estaba el volumen propiamente dicho, el libro que Shakespeare había sostenido con sus manos…, de la misma forma que él lo cogía ahora. La reciprocidad absoluta del ademán estuvo a punto de provocarle un vahído.

William Ireland lo escrutaba con atención, a la espera de que tomase la palabra.

– Es de lo más extraordinario. -Charles cerró el libro y lo depositó con sumo cuidado sobre el mostrador-. ¿Cómo lo consiguió?

– Procede de la biblioteca de un caballero que murió el año pasado. Mi padre y yo viajamos a Wiltshire. Albergaba tesoros, señor Lamb, tesoros insospechados. -Volvió a dejar el libro en su estante y añadió, todavía de espaldas-: Mi padre es el dueño de este negocio.

***

Hacía tres semanas había viajado con su padre en la diligencia de Salisbury. Fueron los últimos pasajeros, ya que habían comprado los billetes con sólo dos días de antelación, por lo que les pidieron que ocupasen los asientos descubiertos, situados detrás del cochero y los tres caballos.

– No y no -había dicho Samuel Ireland-. Debo viajar en el interior. El aire de septiembre es cortante.

– Señor, no creo que sea posible.

Al igual que todos los que se topaban con Ireland padre, el cochero pronto se vio abrumado por su actitud imperiosa.

– Le aseguro que es posible. Es tan fácil como hacerlo. -El señor Ireland subió a la diligencia y se volvió hacia su hijo-. William, vete a la parte de arriba, te reanimará. -Se quitó el gorro de piel de castor, dirigió toda clase de cumplidos a la única dama que ocupaba el vehículo y, como un corcho que vuelve a tapar la botella, se insertó lentamente entre dos pasajeros, a los que pidió disculpas-. Señor, le ruego que se mueva una pulgada más. Le presento mis más sinceras disculpas.

William Ireland ya había escalado hasta lo alto de la diligencia y se acomodó en el asiento mientras el vehículo traqueteaba por Cornhill y Cheapside en dirección a Saint Paul. Miró el edificio cuando los caballos pasaron junto a la catedral. Fue incapaz de concebir sobre qué base se había construido y de imaginar la serenidad del alma del arquitecto que la había creado. En su opinión, la gran cúpula era un objeto extraño.

Ya se había acostumbrado al egoísmo de su padre, aunque lo cierto es que jamás habría empleado esa palabra. Samuel Ireland era un hombre perentorio, magistral y convincente, pero se trataba de un librero, otro simple comerciante más. William sabía que por ello sufría exquisitamente. El respeto que su padre sentía por sí mismo era su única manera de soportar la existencia.

En Ludgate Hill se produjo un atasco de caballos y vehículos, por lo que la diligencia aminoró la velocidad hasta detenerse. William volvió la vista atrás y contempló la cúpula de Saint Paul. Nunca realizaría nada que pudiese rivalizar con ese templo. Él era lo que era y nada más. En medio del atasco y por encima de los sonidos de Londres, oyó la voz de su padre en el interior del vehículo. Su progenitor hablaba de las virtudes de las trufas.

La diligencia se detuvo en una posada de Bagshot para que los pasajeros que viajaban en el exterior entrasen en calor. William se sentó junto al pequeño fuego de carbón de la sala y cogió un vaso de cerveza negra caliente; se encontraba al lado de Beryl que, como ya había averiguado, era doncella de una señora, pero había perdido su empleo y regresaba con su familia, que vivía en el campo.

– No se trata tanto de mi partida, como de la manera en la que me echaron -explicó Beryl con tono desafiante-. «Aquí tienes dos guineas y ahora, lárgate.» -William no quiso indagar en los motivos de su despido, aunque por su actitud dedujo que habían tenido que ver con ciertos comportamientos lascivos en las escaleras de servicio-. De todos modos, me llevé su chal. No lo echará de menos. ¿De dónde has sacado ese pañuelo?

– Es de mi padre.

– ¿Es ése de ahí que no deja de hablar?

Eran los únicos que viajaban en lo alto de la diligencia y habían establecido una alianza, implícita contra los que iban cómodamente sentados.

– Me temo que sí. -En ese momento Samuel Ireland entretenía a sus compañeros de viaje con los auténticos componentes de la bebida llamada Stingo, aunque más bien parecía que evaluaba los méritos de Shakespeare. Cuanto refería se volvía sin remedio importante-. ¿Cómo sabes que es mi padre?

– Porque tiene tus facciones, aunque tu cara es más bonita. ¿Cómo te llamas?

– William.

– ¿Bill, Will… o acaso Willy?

– En realidad, William.

– William, como Guillermo el Conquistador. -Beryl miró fugazmente la bragueta del joven, lo que bastó para excitarlo. William se sintió tenso y enardecido, como si estuviese a punto de llevarse un susto mayúsculo. Aferró el vaso para evitar que le temblasen las manos-. William, ¿estás levantándote?

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