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– Señorita Lamb, tengo que hacerle una confesión.

– ¿A mí?

– Le conté que la escritura procede de una tienda de antigüedades de Grosvenor Square, pero no es así. Procede de la misma persona que me dio el sello.

– No comprendo…

– ¿No comprende qué tiene que ver con usted? Evidentemente, nada, pero no puedo ser más explícito.

– No. Lo que quería decir es por qué esa persona se desprendió de objetos tan valiosos.

– Señorita Lamb, ¿me permite contarle una historia? Hace un mes estaba en la cafetería de Maiden Lane. ¿Sabe a cuál me refiero? Tiene una magnífica barra de caoba francesa. Llevaba conmigo una vieja edición en tinta negra, más dificultosa de leer que las demás, de Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, que acababa de comprar a un cliente de Long Acre. Volvía las páginas cuando oí una voz que se dirigió con claridad a mí: "Señor, ¿conoce las virtudes de los libros?".

»Se trataba de una mujer madura que ocupaba la mesa situada a mis espaldas. Vestía de negro de la cabeza a los pies, incluidos la toca, el chal y el paraguas. No es habitual que una mujer vaya sola a una cafetería, ni siquiera en Maiden Lane, por lo que me sentí algo inquieto. Estaba claro que no era una mujer pública. Señorita Lamb, le ruego que disculpe mi falta de delicadeza, pero su edad y aspecto demostraban de forma incuestionable que no lo era. Llegué a la conclusión de que estaba ebria o había perdido la cabeza. "Señora, ¿de qué virtudes habla?"

«"¿Entiende de estas cosas? Me refiero a papeles, libros y otros artículos de ese tipo."

»"Se trata de mi profesión."

»"No confío en los abogados." Reparé en que bebía una infusión de sasafrás, brebaje que me desagrada profundamente. "Como seguramente ha notado, soy viuda."

»"Lo siento."

»"No hay de qué lamentarse. Era una bestia, pero me dejó muchos papeles." Como es lógico, me mostré interesado. "No tengo habilidad para manejar papeles y necesito ayuda." Pensé de nuevo que tal vez se trataba de una de esas ilusas que a menudo rondan por las calles de Londres, si bien mostraba cierto cuidado y firmeza que apuntaban a lo contrario. "Señor, es posible que le resulte extraño que me dirija a usted en estos términos pero, como ya he explicado, siento aversión por los abogados, los picapleitos y otros de su misma calaña. Durante las últimas semanas me he dicho que, si por casualidad me topo con una persona hábil para estudiar y descifrar papeles, me abalanzaré sobre ella." Al oír esas palabras esbocé una sonrisa. "Compréndalo, señor, no estoy acostumbraba a pronunciar floridos discursos. ¿Será tan amable de decirme su apellido?" La viuda abrió su bolso de seda negra y percibí con claridad un perfume de violetas. "¿No le parece un aroma maravilloso? No tengo tarjeta, salvo la de mi marido, pero la dirección es la misma." Vi que su marido, Valentine Strafford, había sido importador de té y que vivía en una buena zona…, en Great Titchfield Street, en la parroquia de Marylebone. Le dije mi nombre y me comprometí a visitarla. Es lo que exige la urbanidad.

»Tres días después, de camino a un encuadernador de Clipstone Street, por casualidad pasé delante de su casa. Señorita Lamb, ¿conoce el barrio? No es antiguo, pero resulta interesante. Entonces no me proponía visitarla, aunque debo reconocer que esa mujer me había dejado muy intrigado. Miré por una ventana de la planta baja y vi montones de papeles y rollos de manuscritos encima de una mesa larga. También había archivos y cajas, así como otros documentos atados con cintas y lazos. Por lo tanto, había dicho la verdad sobre los papeles de su marido. Sin titubear, de manera instintiva subí los escalones y llamé. Me sorprendí cuando la viuda en persona abrió la puerta. "Señor Ireland, estaba segura de que vendría. Lo estaba esperando."

»La viuda me condujo a la habitación de la planta baja, donde guardaba los papeles. En el fondo había un jardín largo y estrecho, con una de esas construcciones decorativas pero inútiles que representan un estanque de piedra. Se han puesto de moda. "Señora Strafford, no sé si podré ayudarla."

»"Déjese de tonterías." Cuando entró vi cómo abría desmesuradamente los ojos. "Estas cosas le encantan." Me ofreció una infusión de sasafrás, que rechacé. Era evidente que el negocio de su marido la traía sin cuidado. "Quede claro que su trabajo será remunerado."

»"Quiero echar un vistazo antes de hablar de pagos."

»"Es posible que los papeles no le interesen."

»"También podrían interesarme mucho. Ante todo tengo que consultarlos."

»Así fue como me puse manos a la obra. Se trataba de una colección interesante. Contenía registros de pagos de la abadía de Bermondsey, fechados en el siglo xiii, y fragmentos de un registro de propiedad del xvi, procedente de la parroquia devoniana de Morebath. Espero no aburrirla. También guardaba un mapa del litoral entre Gravesend y Cliffe; aunque la fecha no era legible, por la caligrafía deduje que procedía de mediados del siglo xvii. Está claro que no pude establecer cómo habían llegado esos papeles a manos del marido. Hallé un largo inventario de artículos firmado por el interventor de impuestos de la aduana de Londres y fechado en el año decimotercio del reinado de Ricardo II, así como varias hojas con divisas y emblemas heráldicos. Me pareció una colección elaborada al azar, pero tan curiosa que me aguijoneó y despertó mi afán de aventuras.

»Fue entonces cuando encontré una escritura, recientemente certificada por el notario y sellada con el distintivo lacre verde de la oficina del gobernador de Londres. Mi padre me había mostrado varios ejemplos y me quedó claro que no se trataba de una antigüedad. Aludía a una propiedad de Knightrider Street y en el documento constaba con precisión que hacía sólo dos años que Strafford había adquirido una morada por doscientas treinta y cinco libras. Salí al pasillo y llamé a la señora Strafford, que bajó enseguida de la primera planta.

»"Señor Ireland, ¿ha encontrado algo que merezca la pena?"

»"Señora Strafford, me parece que sí. Quiero mostrarle un documento. ¿Lo había visto con anterioridad?"

»"No, nunca."

»"En ese caso, le informo de que posee usted otra casa."

»"Mi marido jamás la mencionó. ¿En qué estaría pensando? ¿Ha dicho en Knightrider Street? Queda cerca de Saint Paul, ¿no? Estoy segura de que no es una finca barata." La viuda me lanzó una mirada interrogativa, pero yo no entiendo nada de esas cosas. "Deberíamos visitarla sin más dilaciones."

»Alquilamos un tílburi cubierto. Personalmente prefiero el cabriolé. Los tílburis huelen a paja húmeda y a paraguas mojados, ¿no le parece? De todas maneras, no había disponibles más vehículos. Durante un rato estuvimos retenidos en Holborn, ya que unos caballos habían mutilado a un niño, y luego nos dirigimos al este hasta Knightrider Street. Señorita Lamb, ¿conoce esa calle? Se curva como la pared de un anfiteatro romano.

»La señora Strafford se apeó del tílburi sin darme tiempo a pagar la carrera y era tal su impaciencia que pasó de largo ante la puerta que correspondía. La llamé y permanecimos juntos en medio de la calle. La tarde era oscura y tras la ventana brillaba una vela. Nos llevamos una sorpresa mayúscula. A mí me habría parecido maravilloso que el presuntamente difunto señor Strafford viviese allí y, a juzgar por su expresión de horror, a la señora Strafford se le había ocurrido lo mismo. Enseguida se armó de valor y subió los escalones que conducían a la puerta. Llamó con los nudillos y entonces me di cuenta de que no llevaba guantes. Qué extraño, ¿no le parece? En ese momento, una mano anónima retiró la vela. Aguardamos con creciente impaciencia hasta que abrió la puerta una anciana que parecía encorvada a causa de una espantosa enfermedad. "No hay nadie", espetó.

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