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La universidad resulta demasiado cara, dice mi madre, y además nos vinimos tan deprisa que no tengo conmigo todas mis equivalencias escolares, de modo que por ahora no corro el riesgo de que me obligue a inscribirme. No estoy segura, pero parece que en algún sitio hay más dinero, una cuenta confidencial que nos ha dejado mi padre, pero que todavía no podemos usar. Ella espera tener acceso a ese dinero dentro de poco tiempo, pero lo que soy yo, no lo tocaré jamás, ni con una vara de veinte metros.

Comienza lo peor del invierno. Lo único que tiene de bueno este edificio es la calefacción. Fuera, hace un frío de enanos, y todo el mundo tiene la nariz roja y hasta las meadas de los perros se congelan al instante, pero en mi cuarto, donde hay un viejo radiador, hace un calor de baño de sauna. Por las noches, el aire en el interior se pone tan seco que se te agrieta la piel, de modo que mantengo una toalla mojada sobre el radiador, para crear humedad. Resultado: un baño turco.

No seas ingrata y contéstame. Y si puedes, ahorra un poco de dinero para venir a visitarme esta primavera, preferentemente para mi cumpleaños.

3

Febrero de 1996

Por medio de Paulina me he enterado, primero, de que estuviste en Miami — y me pregunto por qué no me llamaste — y segundo, de que has recibido mis cartas.

A Paulina la vi por casualidad hace unas horas en el Balducci’s de Broadway y Prince, adonde ella había ido de compras. Yo estaba bebiendo un espresso con mi amigo Jeff (toda otra historia, que tal vez te contaré más adelante) y ella estaba sola, escogiendo sus últimas chucherías mientras hacía cola para pagar. Me acerqué a saludarla, y al verme creo que se asustó. Lo comprendo — sabiendo cómo es ella, y después de lo de mi padre — y para tranquilizarla le dije que sólo quería noticias tuyas, que suponía que se seguían viendo. Entonces me contó que ustedes dos habían ido juntas de grandes compras a Miami para las Navidades. No quise hacerle más preguntas — aunque tuve la oportunidad, mientras la cajera verificaba su tarjeta de crédito —, creo que ni siquiera le dije adiós. No me extraña que alguien como ella tenga horror de conversar conmigo. Pero tú… ¿O no se trata de eso?

Tal vez simplemente no tienes nada que decirme por el momento, o no sabes qué decir — eso pienso, como último recurso. Sería típico. Recuerdo la vez que te conté que me había acostado con Fernando. Era la primera vez. Dejaste de hablarme durante semanas, hasta que un buen día fuiste a buscarme a casa y querías que te lo contara todo, y así comenzó una nueva etapa de nuestra amistad. Pero hace ya medio año que me marché, y me gustaría saber si todavía tengo una amiga en Guatemala. Por favor, si mis cartas te molestan, dímelo, aunque sea por medio de una postal.

4

Junio de 1996

Hace dos semanas fue mi cumpleaños, y pensé mucho en ti. Para comenzar te cuento que me he marchado de casa, como me lo había propuesto. Mi madre no hizo mucha bulla, afortunadamente. Tiene una aventura amorosa bastante intensa con un médico venezolano, así que creo que mi fuga le ha resultado conveniente. Además, como mi padre pasará el resto de su vida en la cárcel, es completamente libre.

No creas que te lo cuento para que me tengas lástima, sino para mostrarte hasta qué punto he roto los vínculos con mi familia. (¿Quizá porque siento que así, en cierta manera, me limpio del estigma que ha causado nuestro distanciamiento?)

Me he mudado al apartamento de Jeff, que es ahora toda mi familia. No sabes qué gusto da tener una familia que tú misma has escogido, en lugar de una que te ha sido impuesta. Supongo que es una prueba de madurez.

Jeff es músico a ratos perdidos, y para ganarse el pan trabaja en un laboratorio odontológico, haciendo empastes y puentes. Lo conocí hace unos meses, en una clase de danza africana, donde él acompañaba con sus congas. Era una de esas clases en Downtown a las que yo tenía que acudir clandestinamente por las tardes, después de mis clases de arte en Midtown. Nos enamoramos y ahora vivimos juntos, sencillamente. No creo que sea para toda la vida; mientras tanto, yo feliz. Él tiene veintiocho años, pero parece de nuestra edad. Es lo que se dice un ser libre. Trabaja mucho de lunes a viernes, pero los fines de semana con él son una verdadera fiesta; siempre tiene que tocar en algún club (pertenece a varios conjuntos), y luego nos vamos de copas o a bailar y lo demás.

De vez en cuando tengo la extraña sensación de que acabo de llegar, o más bien, de que acabo de nacer, y siento unas enormes ansias de crecer y ver más el mundo. Aquí el tiempo pasa volando y yo aprendo algo nuevo cada día y cada día descubro que tengo muchísimas cosas más que aprender. Y, sabes, lo único que me entristece un poco, es no tener una amiga como tú, alguien a quien conozco desde siempre, para poder compartir todo esto y, por así decirlo, mirar hacia atrás.

Me pregunto qué haces tú en Guatemala. ¿Vas a la universidad? ¿Trabajas? ¿A quiénes ves? Y sobre todo, ¿cuánto habrás cambiado? Porque habrás cambiado, sin duda — ésta es la edad de los grandes cambios. Apenas me acuerdo de cómo era yo misma hace un año, cuando me fui. Supongo que te resultará difícil creerlo, pero a pesar de la tragedia que me ha tocado vivir, no cambiaría por nada del mundo mi estilo de vida actual. No es que quiera ser arrogante, o que me sienta demasiado satisfecha de mí misma, pero si tú supieras lo que es sentirse tan libre… Desde luego que no me he emancipado completamente. Dependo de Jeff para muchas cosas, me siento un poco como una concubina, y eso no está bien. Pero estoy buscando un empleo para ayudarlo económicamente, y luego pienso continuar mi educación — aunque no estoy segura de qué quiero estudiar.

Ya es el verano, ni estación favorita, a pesar del calor que todo lo derrite y que te roba energías, pero que tiene la virtud de dejar prácticamente vacía la ciudad. La poca gente que se queda es la más joven y alegre, y vive fuera, en las calles y en los parques. Los olores son más intensos, y la ciudad adquiere un aspecto casi tropical.

Insisto en que deberías venir a pasar aquí aunque sea unos días, para experimentar un poco de todo esto. Te mando mis nuevas señas. Como ves, sigo siendo fiel a nuestra amistad, y no pierdo las esperanzas de que reanudemos el contacto.

5

Noviembre de 1996

Gracias por la postal. De modo que fuiste a París y no te las arreglaste para hacerme ni siquiera una visita de lechero. No creas que considero la postal como respuesta. Más bien la sentí como una especie de provocación, después de mis larguísimas cartas y tu silencio. No importa. Como sabes, nunca me hice ilusiones acerca de lo que significa la amistad.

Me alegra saber que te divertiste en París, aunque te diré que mi idea de diversión no es una noche de copas en el Moulin Rouge. Y celebro que tuvieras, como dices, tiempo para «una aventura exótica». (Mi traducción de eso sería un revolcón con un argelino, o algo por el estilo.) Lo que me parece un poco cómico es que le dieras tanta importancia a algo así, como para sentirte impelida a romper tu silencio y escribirme. Y eso me hace preguntarme cómo sera — cómo seguirá siendo — la vida sexual en Guatemala para una mujer joven y guapa como tú. Cuando pienso en eso, casi le agradezco a mi padre el sambenito del secuestro, que me expulsó de allá. No creas que esto es un jardín de rosas, pero aun con mis problemas (detesto el trabajo que acabo de conseguir, creo que Jeff tiene una amante) la simple idea de no estar allá me hace feliz. «¡Me he escapado, me he escapado!» — ése es mi estado de ánimo predominante cuando pienso en Guatemala.

Cómo corre el tiempo. Ya es otra vez el otoño. Dos años sin vernos. Misteriosamente, una hoja roja arrancada por una ráfaga de viento, me cayó ayer en la cabeza cuando atravesaba Tompkins Square, y me hizo pensar en ti.

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