Todavía no estaba seguro de quiénes eran aquellas personas, ni para quién trabajaban. Sólo murmuraba respuestas a las preguntas de Winfield, y se quejaba porque no había café, se quejaba por la falta de comodidad, se quejaba de todo porque pensaba que así los acorralaría, tal vez los enfurecería y entonces reaccionarían de algún modo. Jugaba con una relajación leve, un acopio de confianza en su seguridad e imitaba a los peores azi de la Casa que podía imaginar, sobre todo a Abban, el jefe de personal de Giraud Nye, el insufrible Abban, que era un quebradero de cabeza para el personal de cocina y de limpieza y para cualquier azi que él considerara por debajo de su rango.
Había una máquina de cintas en el dormitorio. No le gustó eso. No era algo inusual en un lugar apartado: la diversión debía de ser una de las prioridades para el personal que trabajaba allí, donde quiera que estuviera situada esa estación. Pero no era un aparato pequeño para entretenimientos. Parecía tener monitores y Grant se puso nervioso por eso. Pensó en molestarlos hasta el punto en que cualquier CIUD razonable perdería los estribos y así descubrir de qué clase eran.
—Siéntate —dijo Rentz cuando se levantó para seguir a Winfield a la cocina.
—Pensé que podía ayudar, ser. Yo...
Oyó un coche. Los otros también lo oyeron y al cabo de un segundo, Rentz y Jeffrey estuvieron de pie y Winfield volvió de la cocina y se apresuró a mirar por el periscopio.
—Parece Kahler.
—¿Quién? —preguntó Grant.
—Siéntate. —Rentz apoyó una mano en el hombro de Grant y lo empujó a una silla. Lo mantuvo allí hasta que el ruido del coche se oyó más cercano. La puerta del garaje se levantó sin que nadie hiciera nada en la habitación.
—Es Kahler —dijo Winfield. El alivio de tensión fue palpable en la habitación.
El coche entró en la edificación y el ruido hizo vibrar la pared que separaba la habitación del garaje subterráneo. La puerta del garaje se cerró, se oyó el ruido del aerosol durante un momento, luego las puertas del coche se abrieron y se cerraron y alguien subió los escalones.
—¿Quién es Kahler, ser?
—Un amigo —respondió Winfield—. Jeffrey, lleva a Grant al dormitorio.
—Ser, ¿dónde está Merild? ¿Por qué no viene? Yo...
Jeffrey lo levantó de la silla y se lo llevó al dormitorio. Lo empujó a la cama.
—Acuéstate —ordenó Jeffrey, en un tono que no admitía réplica.
—Ser, quiero saber dónde está Merild, quiero saber...
Rentz también estaba allí. Era su mejor ocasión. Se dio la vuelta y golpeó a Jeffrey con el codo, a Rentz con la otra mano y corrió a la otra habitación, donde Winfield se había dado cuenta del peligro.
Winfield sacó un revólver del bolsillo y Grant se agachó. Pero Winfield no se asustó. Tenía la mano firme y un buen ángulo de tiro; y Grant se quedó donde estaba, contra el marco de la puerta mientras se abría la entrada del garaje y aparecían tres hombres más, dos de ellos rápidos y armados.
Uno de los hombres que había dejado detrás se estaba levantando. Grant se quedó muy quieto hasta que alguien lo agarró desde atrás. Podría haberle roto el brazo. No lo hizo, dejó que el hombre lo llevara de vuelta al dormitorio mientras Winfield seguía apuntándole.
—¿Así va a ser entonces? —dijo uno de los recién llegados.
Winfield no rió.
—Acuéstate —indicó y Grant se acercó a la cama y se sentó—. ¡Ya!
Grant obedeció la orden. Jeffrey sacó cuerda del bolsillo y le ató la muñeca derecha a la cama mientras Rentz se quejaba en el suelo y varios hombres armados le apuntaban con las armas.
La otra muñeca, una posición incómoda. Grant miró a los hombres que habían entrado, dos de ellos corpulentos, fuertes y uno flaco, mayor, el único sin armas. Grant desconfiaba de la mirada de aquel hombre. Los demás se mostraban respetuosos con él.
Lo habían llamado Kahler. No sabía más nombres, y los que le habían dicho no guardaban ninguna relación con Merild.
Dejaron las armas. Ayudaron a Rentz. Jeffrey se quedó de pie mientras los demás se iban y Grant miró el techo, tratando de no pensar en lo expuesto que estaba su estómago en esa posición.
Jeffrey abrió el cajón que había debajo de la máquina de cintas y sacó una hipodérmica. La apoyó contra el brazo de Gran y le inyectó.
Grant se encogió con el pinchazo y cerró los ojos, porque al cabo de unos minutos no recordaría que debía hacerlo y ellos no se lo dirían. Reunió las fuerzas de su grupo psíquico y pensó sobre todo en Justin, sin perder el tiempo con el ataque físico que le había salido mal: el próximo paso era una lucha totalmente distinta. Ya no le cabía duda. Los revólveres se lo probaban. Lo que estaban a punto de hacerle se lo probaba. Y a pesar de su condición de azi, era un aprendiz de Reseune, en el ala de Ariane Emory: ella lo había creado, Ari y Jordan habían fabricado sus psicogrupos y no iba a dejar que un desconocido los destruyera.
Se estaba durmiendo. Sentía el comienzo de la disociación. Sabía que el Hombre había vuelto y que estaban haciendo correr la cinta. Se alejaba más y más. Una dosis fuerte. Una cinta profunda como una venganza. Lo había esperado, claro.
Le preguntaron cómo se llamaba. Le preguntaron otras cosas. Le dijeron que ellos eran los dueños de su Contrato. Él recordaba que no era así.
Finalmente se despertó. Lo desataron para que bebiera y fuera al baño: insistieron en que comiera, aunque sentía náuseas. Le dieron un respiro.
Después, atacaron de nuevo. El tiempo se borró. Tal vez tuvo que sufrir más despertares. El dolor y la angustia los aunaron en uno solo. Le dolían los brazos y la espalda cuando se despertó. Contestó preguntas. La mayor parte del tiempo no sabía dónde estaba ni recordaba con claridad qué había hecho para merecer tal castigo.
Luego oyó un golpe. Vio sangre sobre las paredes de la habitación. Olió que algo se quemaba.
Pensó que había muerto y llegaron unos hombres y lo envolvieron en una manta mientras el olor a quemado se intensificaba.
Luego le pareció que enloquecía y subía y bajaba. Y lo inclinaban, y el aire latía como un corazón.
—Se está despertando —comentó alguien—. Dale otra.
Vio a un hombre en mono azul. Vio el Hombre Infinito, el emblema del personal de Reseune.
Luego ya no estuvo seguro de nada de lo que había pasado. Dejó de estar seguro de dónde había empezado la cinta y dónde seguía la realidad.
—¡Traigan la hipodérmica! —le gritó alguien en el oído—. ¡Maldita sea, sosténgalo!
—¡Justin! —gritó él, porque ahora creía que siempre había estado en casa y que tal vez había una remota posibilidad de que Justin lo oyera, lo ayudara y lo sacara de aquel infierno—. ¡Justin!
La hipodérmica lo pinchó. Luchó y unos cuerpos se le arrojaron encima hasta que el peso de la droga le venció y el mundo giró y desapareció bajo sus pies.
Se despertó atado a una cama, en una habitación blanca. Estaba desnudo bajo las sábanas. Había biosensores en una banda que descansaba contra su pecho y alrededor de la muñeca derecha. La izquierda estaba vendada. Sonó una alarma. Él la estaba haciendo sonar. Su pulso era un grito silencioso que él hubiera querido detener.
Pero se abrió la puerta. El doctor Ivanov.
—Todo va bien —dijo el doctor Ivanov y fue a sentarse al lado de la cama de Grant—. Te han traído esta tarde. Todo va bien. Hicieron volar a esos malditos.
—¿Dónde he estado? —preguntó Grant con mucha, mucha calma—. ¿Dónde estoy ahora?
—En el hospital. Tranquilízate.
El monitor chilló de nuevo, con rapidez. Grant trató de controlarse el pulso. Estaba desorientado. Ya no estaba seguro de lo que le había pasado, o de lo que era real.
—¿Dónde está Justin, ser?
—Esperando para ver cuándo despertabas. ¿Qué tal estás? ¿Te encuentras bien?
—Sí, ser. Por favor, ¿Puede quitarme esto?
El doctor Ivanov sonrió y le palmeó el hombro.
—Escucha, muchacho, tú y yo sabemos que estás cuerdo como el que más, pero por tu propio bien tenemos que dejarlo un poco más. ¿Cómo está la vejiga?