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Se despertó cuando sintió que el avión reducía velocidad y oyó un sonido distinto en los motores. Se despertó asustado, porque sabía que se tardaban tres horas en llegar a Novgorod y estaba seguro de que no habían viajado tanto rato.

—¿Estamos aterrizando? —preguntó—. ¿Ocurre algo?

—Todo está bien —dijo Winfield, y luego cuando Grant buscó la cortina, pensando que no podía importarles que mirara, exclamó—: ¡Deja eso! —Era evidente que sí les importaba.

El avión bajó, tocó el suelo, frenó y saltó y siguió corriendo, pensaba Grant, hacia la terminal de Novgorod. Se detuvo y todos se levantaron mientras la puerta se abría y la hidráulica empezaba a bajar la escalerilla. Grant se puso en pie, cogió la bolsa de papel (estaba decidido a no darles motivo de queja sobre su educación) y esperó hasta que Winfield lo tomó del brazo .

En el exterior no había edificios grandes. Sólo acantilados y un grupo de hangares que parecía desierto, el aire olía crudo y seco. Había un ómnibus que se movía por el pie de la montaña.

—¿Dónde estamos? —preguntó Grant, al borde del pánico—. ¿Es aquí donde se encuentra Merild?

—No te preocupes. Ven.

El se quedó helado un instante. Podía negarse. Podía luchar. Y luego, no podría hacer nada más, porque no tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo pilotar un avión en caso de que llegara a dominarlos. El ómnibus..., podría usarlo para escapar, pero no tenía idea de dónde estaba. Si se quedaba sin combustible afuera, no tenía posibilidades de salir con vida. «Afuera» era todo alrededor de la pista: veía la zona más allá de los edificios.

Esperaba llegar a un teléfono si les convencía de que era lo bastante servil para que le dieran la espalda sin miedo. Había memorizado el número de Merild. Pensó en eso en el instante que transcurrió entre ver donde estaba y sentir que Winfield lo tomaba del brazo.

—Sí, ser —dijo con humildad y bajó la escalerilla hacia dónde ellos querían..., y que todavía podía ser hacia Merild. Esperaba que estuvieran diciendo la verdad. Pero ya no lo creía.

Winfield lo llevó hacia el ómnibus y abrió la puerta para que entrara. Luego, subió con Jeffrey y Rentz. Había siete asientos, cada uno junto a una ventanilla. Grant ocupó el primero y Winfield se sentó a su lado mientras el otro par se acomodaba detrás.

Grant examinó las ventanas y las puertas: cuidadosamente selladas. Un vehículo exterior.

Unió las manos sobre el regazo y se sentó en silencio mientras miraba cómo el conductor encendía el motor y el vehículo se alejaba por el pavimento, pero no en dirección de los edificios sino hacia un camino, probablemente el que conducía a las torres de precipitados. Al cabo de un rato viajaban sobre tierra, y poco después trepaban desde las tierras bajas hacia las alturas, más allá de la seguridad de las torres.

Tierra salvaje.

Tal vez moriría en cuanto le registraran la mente en busca de lo que sabía. Tal vez trabajaban para Ari; pero le extrañaba que Reseune resolviera así los problemas cuando lo más fácil era llevarlo a Reseune de vuelta sin que Jordan o Justin lo supieran, aterrizar en uno de los tantos vuelos regulares de transporte y enviarlo en un vehículo a los edificios del exterior, donde podían someterle a cualquier prueba hasta que estuvieran listos (o no) para admitir que lo tenían.

Tal vez eran enemigos de Ari, en cuyo caso podían hacerle cualquier cosa y probablemente no querrían que sobreviviera para contarlo.

En cualquier caso, Kruger tenía que estar involucrado, sin duda alguna, quizás había dinero por medio, tal vez todo lo que habían contado sobre las preocupaciones humanitarias de Kruger era mentira. Reseune estaba llena de mentiras. Tal vez era un patraña sostenida por la misma Ari. Tal vez Kruger los había engañado a todos, tal vez estaba metido en un negocio ilegal y firmaba Contratos falsos en cuanto le caía un buen azi entre manos. Tal vez lo estaban vendiendo a alguna estación minera en las tierras salvajes, o a algún lugar donde tratarían de reentrenarlo. Sólo lo intentaría. Él podía manejar a cualquiera que se pusiera a manipular sus estructuras de cinta hasta cierto nivel. A otros niveles...

No estaba tan seguro.

Había cuatro, contando al conductor, y hombres así seguramente llevaban armas. Los sellos del ómnibus representaban la vida misma.

Unió las manos y trató desesperadamente de pensar en todo. Un teléfono era la mejor solución. Tal vez robar el vehículo en cuanto confiaran en él, en cuanto averiguara dónde estaba la civilización y si el vehículo tenía combustible suficiente para llegar hasta allí. Podía tardar días. Semanas.

—A estas alturas debes de saber —dijo Winfield— que no estás donde se suponía que debías estar.

—Sí, ser.

—Somos amigos. Me gustaría que lo creyeras.

—¿Amigos de quién?

—Tuyos —respondió Winfield y le apoyó la mano sobre el hombro.

—Sí, ser. —Aceptar cualquier cosa. Mostrarse totalmente complaciente. Sí, ser. Lo que usted quiera, ser.

—¿Estás nervioso, preocupado?

Como un supervisor de campo hablándole a un trabajador Mu, maldita sea. El hombre creía saber lo que estaba haciendo. Eso era bueno y malo, dependía de lo que aquel tonto se creyera en disposición de hacer con cintas y drogas. Winfield lo había manejado mal hasta el momento. Grant no se dejaba llevar por el instituto porque comprendía que no le servía en esta situación, y porque tendría muchas más oportunidades si mantenía la cabeza gacha. Sabía que los que la llevaban no eran estúpidos; sólo demasiado ignorantes para darse cuenta de que el grado Alfa de su cédula significaba que no tenía el tipo de inhibiciones que los hombres estaban acostumbrados a encontrar en los azi. Deberían haberlo drogado y transportarlo dormido.

Y él no iba a decírselo, desde luego.

—Sí, ser —contestó, con el aliento preocupado de un Theta.

Winfield le palmeó el brazo.

—Todo está bien. Eres un hombre libre. Lo serás.

Él parpadeó. No necesitaba actuar. «Hombre libre» agregaba algunas dimensiones nuevas a la ecuación. Y no le gustaba ninguna.

—Vamos a subir a las colinas. Un lugar seguro. Estarás muy bien. Te daremos una nueva cédula. Te enseñaremos cómo comportarte en la ciudad.

Enseñarte. Reentrenamiento. Dios, ¿dónde me he metido?

—¿Es esto lo que quería Justin?

Estaba asustado, de pronto, en una forma distinta a como, lo había estado hasta el momento. Tenía miedo porque tal vez si desafiaba a esas personas estaría destruyendo algo que Justin había arreglado. O Jordan, que lo sabía, que había intervenido...

Tal vez eran lo que los únicos amigos que tenía en el mundo habían planeado para él, tal vez lo conducían a la verdadera libertad. Pero el reentrenamiento, si era lo que tenían en mente, llegaría hasta sus grupos psíquicos y los perturbaría. No tenía mucho en el mundo. No era dueño de nada, ni siquiera de su propia persona o de los pensamientos que le cruzaban por la cabeza. Sus lealtades eran las de los azi, lo sabía y lo aceptaba, y no le importaba no poder elegirlas: eran reales y eran cuanto tenía.

Esa gente hablaba de libertad. Y de enseñarle. Y tal vez los Warrick querían que le pasara eso y él tenía que aceptarlo, incluso si le quitaban lo único que tenía y dejaban una fría libertad en el lugar que antes había ocupado el hogar. Porque los Warrick no podían tenerlo consigo ahora, porque amarlo resultaba peligroso para ellos. La vida parecía llena de paradojas.

Dios, ahora no sabía, no sabía quién lo tenía ni lo que debía hacer.

¿Pedirles que le dejaran usar el teléfono, pasarle un mensaje a Merild para preguntar si todo estaba bien?

Pero si ellos no estaban con Merild, eso les indicaría que él no era el tipo tranquilo y dócil que pensaban. Y si pertenecían a otro bando, si eso no tenía nada que ver con los Warrick, se darían cuenta de que él no tenía ninguna oportunidad.

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