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Y un instante después, mientras el informe del Cuidador finalizaba, se dio cuenta de que no había estado atento y de que hacía dos días había programado el Cuidador para que le diera el informe y lo borrara al mismo tiempo.

XI

Grant descubrió el avión mucho antes de que llegaran al aeropuerto; no tenía la elegancia leve de LÍNEAS AÉREAS RESEUNE, eso saltaba a la vista. Era un carguero con ventanas cerradas. El coche se detuvo en el lugar donde esperaba un grupo de personas.

—Ahí —señaló el conductor, casi la única palabra que le había dirigido en todo el viaje e indicó las personas a quien debía acudir.

—Gracias —murmuró Grant, ausente, abrió la puerta y salió con la bolsa del almuerzo en la mano, acercándose con el corazón en un puño a unos completos desconocidos.

No eran todos desconocidos, gracias a Dios. Hensen Kruger estaba allí para hablar por él.

—Os presento a Grant. Grant, esta gente te llevará desde ahora. —Kruger extendió la mano y según las reglas él tenía que estrecharla, pero no estaba acostumbrado a que la gente se comportara así. Le hacía sentir incómodo. Todo le hacía sentir incómodo. Uno de los hombres se presentó como Winfield; presentó a la mujer del grupo como Kenney, la piloto, suponía Grant, en mono y sin ningún tipo de insignia de compañía; y había otros dos hombres, Rentz y Jeffrey, apellido o nombre de pila o nombre de azi, Grant no lo sabía con certidumbre.

—Vamos —indicó Kenney. Todo en ella era puro nerviosismo: el movimiento de los ojos, la dureza de los gestos mientras se secaba las manos sobre la ropa cubierta de grasa—. Vamos, vamos ya, ¿de acuerdo?

Los hombres se miraron mutuamente, y esas miradas tensaron los nervios de Grant. Los escrutó uno por uno, tratando de averiguar si él era el problema. Discutir con extraños le resultaba difícil: Justin siempre resolvía los problemas. Él conocía su misión en el mundo: manejar lo que su dueño le indicara. Y Justin le había dicho que planteara objeciones si le parecía necesario.

—¿Vamos con Merild? —preguntó, porque no había entendido el nombre y estaba decidido a saber cuál era antes de ir a ninguna parte.

—Sí, vamos con Merild —respondió Winfield—. Vamos, arriba... Hensen...

—No te preocupes, hablaremos más tarde. ¿De acuerdo?

Grant dudó, mirando a Kruger. Se daba cuenta de que estaban pasando cosas que no entendía. Pero no iban a decirle nada, estaba seguro, de manera que subió por los escalones hacia el avión.

No tenía marcas de compañía, sólo un número de serie: A7998. Un avión blanco, con manchones de pintura aquí y allá y una capa de barro rojo sobre la parte inferior. Peligroso, pensó Grant. ¿No lo lavan? ¿Dónde está Decon? Subió a un interior vacío, más allá de la cabina y se dio la vuelta para mirar a Jeffrey y Rentz, que lo seguían, un poco más adelante que Winfield.

La puerta subió hacia el avión y Winfield la cerró. Había asientos plegables cerca de la pared. Jeffrey lo asió por el brazo, bajó un asiento y lo ayudó a ajustarse el cinturón de seguridad.

—Quédate aquí —dijo.

Grant le obedeció. El corazón le saltaba en el pecho. El avión corrió sobre la pista y se deslizó hacia el cielo. Grant no estaba acostumbrando a volar. Se retorció y levantó una cortina para mirar el exterior. Era la única luz. Vio las torres de Reseune, los acantilados y los muelles por debajo de ellos cuando levantaron vuelo.

—Cierra la cortina —ordenó Winfield.

—Perdón —murmuró Grant y siguió las instrucciones. Le molestaba no poder correrla, le hubiese gustado ver el panorama desde arriba. Pero no eran personas con las que pudiera discutir, lo intuía por el tono que usaban. Abrió la bolsa que le habían dado los Kruger, examinó lo que tenía para desayunar y luego pensó que sería de mal gusto comer cuando nadie más lo hacía. Volvió a cerrar la bolsa hasta que vio que uno de ellos, Rentz, se ponía de pie y volvía con unas bebidas en lata. Rentz le ofreció una, el primer gesto amable que le habían dirigido.

—Gracias —dijo él—. Ya tengo una.

Pensó que aquélla era la ocasión de comer. La noche anterior estaba tan cansado que apenas había probado la cena, y el pescado salado, el pan y la bebida sin alcohol que le habían dado los Kruger le sentarían bien, a pesar de que él hubiera preferido café.

El avión rugía, los hombres bebían y miraban a veces por debajo de las cortinas, sobre todo a la derecha del avión. Algunas veces, la piloto les hablaba, una especie de charla incomprensible por el intercomunicador. Grant se terminó el pescado, el pan y la bebida y oyó que habían llegado a los siete mil metros; luego a los diez mil.

—Ser —había dicho alguien esa mañana, abriendo la puerta de su habitación en la casa de los Kruger.

Grant se había despertado con miedo, confundido por cuanto le rodeaba y porque aquel desconocido le llamaba ser. Casi no había dormido; y finalmente se adormiló y se despertó confundido y sin saber la hora ni si algo había salido mal.

Se habían llevado su cédula esa noche, cuando la guardia lo había traído desde el muelle y los depósitos hasta la Casa sobre la colina. Henser Kruger había estudiado la cédula y se había marchado a algún sitio con ella, para comprobar su autenticidad, sospechaba Grant; se había sentido aterrorizado: aquella cédula era su identidad. Si algo le pasaba, le habría que hacer examen de tejidos para probar quién era, aunque sólo había unode su clase. Sin embargo, a pesar de las afirmaciones de Jordan, él no estaba muy convencido de que eso fuera cierto.

Pero la cédula había aparecido con el montón de ropas y toallas que el hombre colocó sobre la silla, junto a la puerta. El hombre le dijo que se duchara, que había aterrizado un avión y que venía un coche a buscarle.

Grant se había apresurado entonces, todavía confundido y con los ojos nublados, y había ido hasta el baño, se había frotado la cara con agua fría y había mirado en el espejo, a unos ojos que querían dormir y un cabello rojo que formaba crestas sobre su frente.

Dios. Quería desesperadamente causar buena impresión, parecer cuerdo y sensato y no, no lo que Reseune estaba informando seguramente, un Alfa que se había vuelto loco y probablemente era peligroso.

Podía terminar en Reseune si pensaban eso de él. No se preocuparían por llamar a la policía; y Ari tal vez ya había intentado algo así. Seguramente Justin había tenido que responder ante Ari, aunque Grant no sabía cómo pensaba salvar la situación. Había tratado de no pensar en el asunto, había tratado de enviar sus pensamientos fuera de su conciencia toda la noche mientras yacía allí, escuchando los sonidos de una Casa extraña: puertas que se abrían y se cerraban, calderas y bombas en funcionamiento, coches que llegaban y se alejaban en la oscuridad.

Se había duchado rápidamente, se puso la ropa que le habían dejado, una camisa que le quedaba bien, pantalones un poco grandes o mal cortados o algo, se retocó el peinado y se examinó por segunda vez en el espejo, y luego bajó las escaleras.

—Buenos días —le saludó alguien, un hombre joven—. El desayuno está sobre la mesa. Ya están en camino. Cójalo y venga.

Él estaba aterrorizado por nada en especial, excepto que le estaban apremiando, excepto que su vida había sido siempre cuidadosa y ordenada y que siempre había sabido quién podía hacerle daño y quién le protegería. Ahora, ahora que Justin le había dicho que sería libre y estaría seguro, no sabía cómo defenderse, tan sólo obedecía todas las órdenes. Como un azi. Sí, ser.

Dejó caer la cabeza sobre el pecho mientras el avión seguía volando y cerró los ojos, agotado, ahora que no tenía nada que mirar excepto el suelo desnudo de la nave, las ventanas cerradas y los hombres callados y taciturnos que volaban con él. Pensó que si no decía nada, el viaje tal vez sería más fácil y se despertaría en Novgorod, donde encontraría a Merild. Él lo cuidaría.

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