Pero era el juego de Ari.
—Ya se me ocurrirá algo — le dijo a Grant—. Tiene que haber una salida. Todo saldrá bien.
Y dejó que Grant fuera a sus habitaciones a hacer las maletas mientras él se quedaba solo en la sala, con un frío que le calaba los huesos. Quería telefonear a Jordan, pedirle consejo, preguntarle si había algo legal que pudieran hacer.
Pero seguramente Jordan iría directamente a la oficina de Ari a negociar la libertad de Grant. Y entonces Ari jugaría otras cartas, como las cintas de esas sesiones en su oficina.
Ah, Dios, y entonces Jordan iría directamente al Departamento de Ciencias y empezaría una lucha que rompería todos los acuerdos que había conseguido y se lo haría perder todo.
Pedir datos a los ordenadores de la Casa sobre la ley, pero no se atrevía a usarlos: todas las conexiones se grababan. Todo dejaba huellas. No había forma alguna de que Reseune perdiera un desafío abierto. Él no sabía el alcance del poder político de Ari, pero era consciente de que se trataba de un poder lo bastante influyente para poder abrir nuevas rutas de exploración, subvertir compañías en estaciones estelares muy distantes y afectar el comercio directo con la vieja Tierra; y ésa era sólo la parte visible.
Más allá del arco, oyó el ruido de la puerta del baño, vio a Grant apilando la ropa sobre la cama.
De pronto supo adonde iría Grant, por el camino que habían soñado de niños, sentados en la orilla del Novaya Volga mientras enviaban botes fabricados con latas viejas sobre las aguas para que la gente de la ciudad se maravillara. Y más tarde, algunas noches en que habían hablado sobre el traslado de Jordan, sobre la posibilidad de que los hicieran quedarse hasta que Jordan pudiera sacarlos de allí.
Ahora era el peor momento, pensó Justin y no, el asunto no era como lo habían planeado, pero se trataba de la única oportunidad de que disponían.
Fue hasta la habitación de Grant, le puso un dedo sobre los labios para que no hablara porque había controles de Seguridad: Jordan se lo había dicho. Cogió a Grant por el brazo, lo llevó con rapidez y cuidado a la sala, hacia la puerta, cogió su chaqueta del baño, había que hacerlo, en el exterior la temperatura era casi de congelación, la gente iba y venía de ala en ala al aire libre, era lo bastante normal. Le dio su chaqueta a Grant y lo condujo al vestíbulo.
¿Adonde?,decía la mirada preocupada de Grant. Justin, ¿estás haciendo algo estúpido?
Justin lo tomó del brazo y lo llevó por el pasillo hacia el ascensor.
Apretó la T, para el nivel del túnel. El ascensor descendió. Dios, que no haya paradas.
—Justin..
Él apretó a Grant contra la pared del ascensor, lo mantuvo allí quieto y no le importó que Grant fuera un poco más alto.
—Cállate —le dijo—. Es una orden. Ni una palabra. Nada. ¿Me oyes?
Nunca le hablaba así a Grant. Nunca. Estaba temblando. Grant apretó la mandíbula y asintió, aterrorizado, mientras la puerta del ascensor se abría sobre el hormigón sucio de los túneles de tormenta. Justin arrastró a Grant, lo apretó contra la pared de nuevo. Esta vez con más calma.
—Ahora oye. Vamos a ir a la Ciudad...
—Yo...
—Óyeme. Quiero que te pongas en blanco. Estado profundo, hasta el fondo. Ahora mismo. Hazlo. Y quédate así. Es una orden, Grant. Hazlo aunque nunca lo hayas hecho antes. ¡Ahora! ¿Me oyes?
Grant respiró hondo, y su rostro quedó vacío de expresión en dos inspiraciones desesperadas.
Ya no estaba aterrorizado. Se sentía seguro:
—Bien —dijo Justin—. Ahora ponte la chaqueta y ven.
Otro ascensor hacia el ala de Administración, la más antigua; hacia atrás por el ala vieja de las cocinas de Ad, donde el turno de noche limpiaba los cacharros de la cena y preparaba el desayuno para el servicio de suministros. Era la ruta de escape que habían usado todos los niños de la Casa tarde o temprano: a través de las cocinas, donde estaban los hornos, donde el aire acondicionado nunca era suficiente, donde una generación tras otra de personal dejaba abierta la puerta de emergencia con latas de basura para que entrara algo de brisa. Los trabajadores de la cocina no solían informar que los niños salían por allí, no a menos que alguien lo preguntara, y Administración no detenía esa práctica: que los vagabundos y pillos CIUD juveniles pasaran junto a testigos que, si les preguntaban, dirían inmediatamente que sí, que Justin Warrick y su azi habían pasado por aquella puerta, pero no hasta que advirtieran su ausencia.
Shhh, hizo a los azi de la cocina que lo observaron con sorpresa y algo asustados por lo tardío de la hora y la edad de los fugitivos, más crecidos que la mayoría.
Más allá de las latas de basura y por la escalera, hacia la oscuridad congelada.
Grant llegó hasta Justin junto al refugio de la bomba, que era el primer lugar para ocultarse sobre la colina justo antes de que ésta descendiera rápidamente hacia el camino.
—Iremos por allá —dijo Justin—. Vamos a tomar el barco.
—¿Y Jordan? —objetó Grant.
—Él estará bien. Vamos.
Echó a correr y Grant le imitó, bajando la colina en trasversal para llegar al camino. Luego, empezaron a andar a un ritmo más normal a través de las iluminadas intersecciones de los depósitos, los talleres, las calles de la Ciudad baja. Los escasos guardias que había despiertos a esa hora estaban en los perímetros y se ocupaban de las vallas y los informes del tiempo, no de dos muchachos de la Casa que avanzaban hacia el camino del aeropuerto. La panadería y los molinos funcionaban a pleno rendimiento toda la noche, pero estaban lejos, al otro lado de la Ciudad, un brillo distante de luces cuando pasaron la última barraca.
—¿Jordan llamará a Merild? —preguntó Grant.
—Confía en mí. Sé lo que estoy haciendo.
—Justin...
—Cállate, Grant. ¿Me oyes?
Llegaron al extremo del puerto. Las luces del campo estaban apagadas, pero el faro seguía emitiendo su firme luz estroboscópica de siempre a la oscuridad de un mundo casi vacío. A lo lejos, se distinguían con claridad los depósitos de flete y el enorme hangar de las LINEAS AÉREAS RESEUNE, muy iluminados, con el personal nocturno y de mantenimiento alrededor de un avión comercial.
—Justin, ¿Jordan lo sabe?
—Se las arreglará. Ven.
Justin volvió a correr para que Grant no pudiera hacerle preguntas. Avanzaba por el camino que transcurría al final de la pista hacia el muelle y por el puente de hormigón hacia los depósitos bajos junto al río.
Nadie cerraba las puertas en el pequeño refugio de botes. No era necesario. Justin empujó la puerta del almacén prefabricado y se encogió al oír el crujido. En el interior, restos de hierro murmuraron, vacíos, bajo sus pies. El agua golpeaba y lamía los pilares y amarraderos, y las estrellas se reflejaban, húmedas, alrededor de las siluetas de los botes. Todo el lugar olía a agua de río y a aceite, y el aire quemaba de tan frío.
—Justin —dijo Grant—. Por amor de Dios...
—Todo va bien. Te vas exactamente como lo planeamos.
—Yo me voy...
—Yo no me voy. Tú sí.
—¡Estás loco! ¡Justin!
Justin subió al bote más cercano, abrió la puerta de la cabina presurizada y no le dejó otra alternativa que seguirlo con sus objeciones.
—Justin, si te quedas, te pueden arrestar.
—Y si te llevo, no habrá ninguna posibilidad de que me concedan el permiso para estar contigo, ya lo sabes. Así que no estoy aquí esta noche. No sé nada de esto. Vuelvo, digo que nunca dejé mi habitación, ¿cómo voy a saber adonde te fuiste? Tal vez te comió un escamado y tuvo indigestión. —Tocó el arranque, controló las marchas, las palancas, una por una—. Ahí está, todo está lleno, las baterías cargadas. Es hermoso ver cómo cuidan las cosas aquí, ¿verdad?
—Justin. —La voz de Grant temblaba. Tenía las manos en los bolsillos. El aire era cortante cerca del agua—. Escúchame ahora, pongamos un poco de sentido común en todo esto. Soy azi. Me pasaban cintas ya en la cuna, por Dios. Si ella me aplica algo, puedo manejarlo, puedo entender las estructuras y decirte si hay errores.