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da kneipt ein Mann drei Tag,

bis dass er ivie ein Besenstiel

am Marmortiscbe lag.

Empujaron a Porta hasta el pie de la mesa.

Fragmentos de rosas y de claveles volaron en todas direcciones.

Julius Heide hablaba. Hablaba de héroes y de águilas orgullosas.

Su historia no interesó al auditorio, que rápidamente le envió a paseo.

Barcelona aprovechó la ocasión para presentar sus respetos a Bernard el Empapado. La mitad del líquido se derramó en su pecho. Barcelona hipó.

– ¿Cómo se llamaba tu última chica? -preguntó Porta.

Barcelona hipó de nuevo y señaló a Porta con un dedo. El Viejo tuvo que sostenerle para que no se cayera.

– Obergefreiter Joseph Porta, por enésima vez he de recordarte que tienes que hablarme con respeto. Porque soy Feldwbel, la espina dorsal del Ejército.

– Tú no eres más que un trasero borracho -respondió Porta.

Se arrimó al bar y empezó a beber champaña directamente de la botella.

– Yo soy un amante de las Artes -manifestó Barcelona, en medio del tumulto-, y mi amigo Bernard también. -Besó en la frente al viejo Bernard para subrayar su amistad, y estuvo a punto de caerse de la mesa. Recuperó su equilibrio, y prosiguió-: ¡Las Bellas Artes! ¿Quién, en toda esta banda de cernícalos, ha ido alguna vez a un museo y ha gozado con la belleza?

– ¡Yo! -gritó Hermanito, entre el tumulto un dedo en el aire.

Barcelona calló, completamente atónito

– Palabra de honor -dijo Hermanito, levantan un dedo-. Tuve, que hacerme cuatro veces el Museo Militar en plan de centinela. Hace mucho tiempo, cuando era recluta en el 5.° Regimiento Blindado, en Berlín.

– ¡Idiota! -replicó Barcelona-. Esto no tiene ver con el interés que Bernard y yo sentimos por las Bellas Artes. ¿Quién de vosotros ha contemplado alguna hermosa estatua de mujer hecha de mármol? ¿Quién de vosotros a Thorvaldsen? ¿Creéis acaso que es un macarrón de Reeperbahn? ¡Es mi dios! -vociferó-. Un tipo estupendo que ha muerto.

A continuación, utilizó varias veces la palabra «héroe» y derivó hacia «cretinos» y «traseros sucios», pasando por «libertad» y «bosques en primavera, perfumados».

Entonces, todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Grito algo sobre el canto de las liebres y los cagajones de pájaros, golpeó teatralmente su hilera de condecoración multicolores, insistiendo en el hecho de que no les concedía ninguna importancia, y luego, señalando alternativamente dedo su frente y su corazón, gritó:

– Aquí, camaradas, santos y a toda prueba, hermanos de armas hoy reunidos en el tugurio de el Empapado, esto cuenta…

No pudo seguir, porque le barrieron de la mesa.

Bernard se encaramó entonces a la mesa, ayudado por Porta y el legionario. De manera inexplicable, consiguió conservar el equilibrio.

– Espero que ninguno de vosotros tenga sed, amigos míos, porque en tal caso os atiborraría hasta que el líquido os saliera por el trasero y los ojales.

Bebió unos sorbos de la botella que el legionario con amistosa comprensión.

– Espero que mi café haya sido para vosotros una casa, un verdadero hogar. Os haré una confidencia: ser cabaretero no es sólo un trabajo para ganarse el sustento. Es una misión. Sobre mi puerta de Dionisios, un dios. Es la prueba de que nosotros, los cabareteros, estamos entre los que los dioses han escogido. Amigos, ¿adónde vais cuando estáis tristes? ¿Al cuartel? ¡Maldita sea, no! ¿A casa de vuestra mujercita, con sus bigudíes en el pelo? En tal caso, seríais idiotas. Venís a casa de Bernard el Empapado. ¿Y cómo salís de aquí? ¿Deprimidos? De ningún modo: liberados de toda preocupación.

– Y la pasta ¿qué? -pregunto una voz desde el fondo,

Bernard prefirió hacerse el sordo.

– En mi casa, los soldados, suboficiales y demás son siempre bien venidos. -Su voz se hizo amenazadora, agitó un puño por encima de su cabeza-. Pero los oficiales y la canalla de ese género son indeseables. A mis ojos son asociables, pues todo el mundo tiene derecho a decir lo que le gusta o le disgusta.

Su voz fue apagada por los vítores. Bernard levantó ambas manos por encima de la cabeza, como un boxeador victorioso. Volvió a beber.

– Somos hamburgueses -prosiguió, emocionado.

– Hummel, hummel - aulló el coro.

– Mors, mors -finalizó Bernard, lanzando el clásico saludo hamburgués-. Y no lo olvidemos nunca. Hay mequetrefes que se imaginan que existe un mundo fuera de Hamburgo. Es falso. A ver, ¿en qué otro sitio hay un «Zillertal»? ¿Dónde hay chicas mejores? ¿Dónde hay ojos más viciosos que en la Mönckebergstrasse? Sólo existe un «Huracán», y está en la Hansa Platz, en Hamburgo. Quien ha respirado el aire de Hamburgo acaba siempre por volver. Hamburgo es el último bastión de Europa.

Calló de repente y se quedó mirando a una camarera.

– Silvia, marrana huesuda, ¿qué miras de esta manera? Cierra la boca y sirve cerveza. Ahora, he perdido el hilo de mi discurso. ¡Maldita sea! ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí, ya sé! En mis tiempos, cuando estaba en la Reichswehr, en el 3.er Regimiento de Dragones. Allí sí que había dragones. ¡Maldita sea! Entonces se sabía beber cerveza. Cuando estábamos acuartelados en algún sitio, todas las gachís daban a luz nueve meses más tarde. En aquella época, sí que se vivía. Cuando alguien celebraba el cumpleaños, nunca recibía como regalo diez sacacorchos. -Su mirada se clavó en Porta-. Y no había cerdos que se repartían el precio de uno.

Levantó ambos brazos, hizo un ademán al pianista, y vociferó:

– Preparados para la canción de Hamburgo, chicos.

Das Herz van Sankt Pauli

das ist meine Heimat,

in Hamburg, da bin ich zu Haut.

La canción fue interrumpida por Steiner, que señalaba al primero que había caído borracho sin sentido, naturalmente un Feldwebel de Comunicaciones. Un grito de alegría se elevó hasta el cielo. Seis hombres cogieron al individuo, que estaba en el lavabo, lo llevaron a la calle y lo arrojaron bajo un portalón, con acompañamiento de salmos en sordina.

Porta se descoyuntó la mandíbula de tanto reír, pero Hermanito se la volvió a poner en su sitio de un buen puñetazo.

En el curso de la hora siguiente, otros siete borrachos emprendieron el camino del portalón.

El aniversario de el Empapado se ahogaba en el humo, el ruido y el olor de la cerveza.

Por todas partes, sobre las mesas, en el suelo, había hombres agotados, aniquilados por el alcohol.

Agarrados del brazo, los seis del 27.° avanzaban dando tumbos por la calle.

– ¡Tengo sed! -gritó Porta.

La pared de la Herbertstrasse devolvió su grito.

Ayudamos a un viejo a pegar un cartel en la columna próxima al «Metro». Un cartel color rojo sangre.

Con la voz insegura de los borrachos, Steiner leyó:

– Aviso…

Porta cayó y volvió a incorporarse con dificultad.

– Steiner, muchacho, ¿a quién se le ocurre publicar a una hora tan temprana?

El viejo cayó de espaldas por la escalera del «Metro» y quedó atrapado por el torniquete. Hubo que coger una barra de hierro para liberarle.

Steiner y Barcelona, apoyados el uno al otro, leían juntos en voz alta. Steiner tartamudeaba en las palabras difíciles, Barcelona le corregía cortésmente.

– Camaradas, permaneced tranquilos. Es un aviso secreto de la Gestapo -proclamó Barcelona en la calle.

– Por haber propalado falsos rumores… -deletreo Steiner.

– …en detrimento de la patria – prosiguió Barcelona.

Steiner cayó contra el cartel, pero consiguió apoyarse con ambas manos en el mismo.

– Dios es testigo, tengo sed -gimió.

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