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– ¡Cerdo! -gritó el pianista-. ¡Estáis ensuciando mi piano!

– ¡Cállate, cretino! -replicó Porta, entre dos hipos, mientras vaciaba una jarra de cerveza en el piano-. La bebida barata no es buena -explicó-, pero ahora el juguete tiene buena cerveza fresca. -Se sentó en el taburete y sus dedos empezaron a acariciar las teclas. Constituía un hermoso cuadro de soldado borracho-. Cantad, pandilla de traseros rosados -gritó.

Bernard el Empapado se subió de un salto a una mesa y golpeó el techo con dos botellas de champaña:

Vor des Kaserne

vor dem grossen Tot

stand eine Laterne,

und steht sie noch davor,

so woll’n wir uns da wiedersehn

bei der Laterne woll’n wir stehn

wie eins, Lili Marleen.

Hermanito no cantaba. Permanecía sentado en un rincón, con una mujer a la que sostenía mientras desnudaba. Era como un marmitón desplumando un pollo. La mujer gritaba con una mezcla de miedo y de regocijo.

– Alá rehúsa escucharla -dijo el pequeño legionario.

El pianista seguía rezongando. Porta le abrazó, sonriendo cariñosamente.

– ¿Estás enfadado, viejo aporreador de notas?

Al instante, el atónito pianista fue enviado a tierra y rodó como un barril hacia la cocina, donde le detuvieron las piernas de dos camareros. Heide y Barcelona le levantaron, le llevaron en vilo hasta la calle, le lanzaron como si fuera un saco y lo lanzaron sobre los otros sacos de cerveza

En el mismo momento, una pequeña procesión compuesta por seis soleados SD, un pastor, un medico, varios funcionarios del tribunal y del Servicio de Seguridad, que rodeaban a una vieja, entro en el pasadizo de la prisión de Fuhlsbüttel, situada detrás del aeropuerto. No caminaban con pasos decididos. Era como si quisieran ganar tiempo antes de llegar a la puerta verde que había en el extremo del corredor.

Al cabo de un cuarto de hora, la pequeña procesión volvíaa salir. Pero la vieja ya no les acompañaba.

EL ANIVERSARIO DE BERNARD EL EMPAPADO

Un ruido enorme salía del garito «Las tres liebres», en la Davidstrasse. Se le podía oír hasta en el dispensario de Berhardt Nocht Strasse. Era una feria del más puro estilo. En la puerta de la calle colgaban guirnaldas de papel. Las bombillas centelleaban.

El dueño, Bernard el Empapado, celebraba su cumpleaños en la sala más reservada. Sólo había invitado a los amigos íntimos de la casa.

Hermanito llegó a primera hora de la tarde. Fue uno de los más madrugadores. Encontró a el Empapado en la cocina, encaramado en una escalera doble, desde donde dirigía los preparativos de la fiesta de la noche.

– He oído decir que era tu cumpleaños -dijo Hermanito.

– En efecto -gruñó el Empapado.

– Bueno, pues, entonces, muchas felicidades -masculló Hermanito, echándose el gorro hacia la nuca.

– Gracias -contestó Bernard.

Y dio instrucciones a una camarera, en relación con unas cajas de cerveza.

– ¿No haces nada para celebrarlo? -preguntó Hermanito, hurgándose en la oreja con un dedo.

– Cada año lo hago.

Bernard el Empapado se sonó ruidosamente con los dedos. Parte de los mocos cayó sobre la carne que había en un barreño.

– Es para el guisado -replicó-. No importa si hay un poco más. La semana pasada, una de las camareras derramó dentro el marro del café, pero nadie lo notó. Sólo cobro a 1,20 el plato. Lo hago por humanitarismo. Pierdo dinero.

– De vez en cuando hay que hacerlo -dijo Hermanito, mirando de reojo las botellas alineadas junto a la pared-. ¡Menuda cantidad de botellas! ¿Quién va a bebérselas?

– Mis buenos amigos – replicó Bernard, escupiendo por la ventana.

Hermanito no estaba seguro de cuál era la respuesta adecuada. Sintió deseos de gritar, pero pensó que, desde el punto de vista táctico, haría mal en enfadarse con Bernard en un día como aquél.

– Nos marchamos pronto -dijo poco después. Y se secó los labios-. Volvemos a la guerra. Nuestro Batallón está casi completo. También tenemos nuevos tanques. Eso no lo podemos decir a nadie, pero a ti no importa. Cuéntaselo sólo a quien sea preciso.

– De acuerdo -respondió Bernard brevemente.

Le costaba sujetar una guirnalda. La escalera vaciló de manera inquietante. Demasiada cerveza ya por la mañana.

– En el fondo, siempre te he apreciado -prosiguió Hermanito-. ¿Cuántos años hace que te tienes en pie?

– Cuarenta y dos. Puedes coger una botella de cerveza y beber a mi salud.

Hermanito alargó la mano y cogió una botella. Se disponía a descorcharla con los dientes, pero Bernard le detuvo.

– Habrás traído un regalo, ¿no? -preguntó alargando una mano.

– ¡Ah, mierda! -exclamó Hermanito-. Lo había olvidado.

Sacó del bolsillo un paquetito envuelto en papel de seda roja.

Bernard, interesado, abrió el paquete. Ante sus ojos apareció algo tan útil como un sacacorchos.

– ¡No tenéis la más pequeña originalidad, pandilla de cretinos! -gritó con rabia-. Es el décimo que me regalan hoy.

Hermanito sacó la cápsula de un mordisco y bebió un largo sorbo.

– Raras veces se encuentra lo que se quiere para un cumpleaños -dijo con expresión triste.

Acudieron otros a felicitar al dueño. Todos se dirigieron hacia el local preparado para la fiesta.

Poco a poco, Hermanito se había ido emborrachando. Procuraba participar en todos los brindis.

En medio del tumulto, apareció el sombrero amarillo de Porta.

– Salud, Empapado. Felicidades en tu cuarenta y dos aniversario. ¿Has recibido mi regalo?

Bernard no recordaba haber recibido un regalo de Porta,

– ¿No te ha entregado Hermanito un sacacorchos de hierro en forma de mujer?

– Sí, esa mierda sí la he recibido -gruñó Bernard, malhumorado.

– Bueno, en tal caso, todo marcha. En realidad, era un regalo común de Hermanito y mío. Trae el bebercio, estoy más seco que el desierto.

Bernard dio unas palmadas.

– Sentémonos a la mesa, chicos. Ya estamos todos.

Hubo gritos, empujones… Pero, por último, todo el mundo encontró asiento.

Diez camareras, vestidas tan sólo con ropa interior negra, a la francesa, y unos delantales del tamaño de un sello de Correos, trajeron la comida. Porta se mostró en seguida muy emprendedor.

Helga depositó ante él un gran plato de col.

Porta relinchaba como un caballo cuando huele la cerveza,

Durante la comida, el ambiente se caldeó prodigiosamente. Se decidió dedicarle una canción a Bernard. Una canción larga y obscena.

Se chilló tanto que los vasos acabaron por tintinear peligrosamente en el bufet. También se lanzó a Bernard por los aires.

Porta se encaramó a la mesa e hizo volar su sombrero amarillo. Heide golpeó con fuerza dos botellas.

– ¡Chitón! ¡Joseph Porta quiere hablar!

Por fin, se hizo oír.

– Bernard el Empapado -empezó Porta-. Ahora tienes cuarenta y dos años y eres conocido en Hamburgo. Los periódicos han hablado de ti. Te publicaron un bonito anuncio cuando cumpliste los sesenta días. Quiero, pues, desearte que todo vaya bien, que tu tren de aterrizaje no se deteriore con los años, que las mujerzuelas sigan frecuentando tus locales y atraigan a los libertinos de la burguesía. Esto representa parné, Bernard. Eres un cretino en muchos aspectos; pero, de todos modos, se te aprecia. Ya sabes que los amigos han de ser sinceros. Pero te doy las gracias en mi nombre y en el de mis compañeros. Y ahora, una canción. -Marcó el ritmo con el pie-: Uno, dos, tres:

Ib schwarzen Keller zu Askalott

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