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El presidente y sus dos asesores se sentaron tras el escritorio en forma de herradura. Los tres apestaban asquerosamente a alcohol.

– El Gefreiter Paul Baum, del 3.er Regimiento de Cazadores alpinos, dieciocho años, soltero -leyó el presidente con voz sorda y monótona-, es condenado a ser fusilado por deserción voluntaria.

El adolescente vaciló, más blanco que un papel.

El enorme Feldwebel le sostuvo.

El presidente prosiguió, impasible:

– Contra esta sentencia no cabe apelación. No puede recomendarse el indulto, el cual queda rechazado anticipadamente La vista ha terminado.

El Oberkriegsgerichtsrat terminó la lectura, dobló los papeles, se enjugó ligeramente la frente con un pañuelo perfumado y miró, impasible, al muchacho que tenía delante. Después, sacó otro expediente, acarició el cartón rosado, miro Oberfeldwebel que llevaba sobre el pecho su insignia de gendarme en forma creciente: el caso siguiente. El Estado contra el teniente de la reserva Bernt Ohlsen. Caso número 19.661/M.43H.

Todo iba sobre ruedas. Ningún entorpecimiento. Perfecto orden alemán.

El Obergefreiter Stever abrió la puerta del calabozo y le dijo al teniente Ohlsen, con una risitada de aliento:

– Vamos, te toca a ti. Te echan de menos.

– ¿Voy al tribunal? -preguntó suavemente Ohlsen.

Y sintió un vacío en la boca del estómago.

– ¿Creías que ibas a un burdel? Vas a la sala número 7, la de Jackstadt, un bicharraco que se las cargará en cuanto las cosas cambien. Es un puerco, un puerco cebado y gordo.

Bajaron la escalera y emprendieron la marcha por el largo pasillo.

Cerca de la puerta del Tribunal Militar, dos gendarmes se hicieron cargo del teniente Ohlsen. Firmaron el acuse de recibo en el libro negro adornado con el águila dorada.

– Hals-und Beinbruch -dijo, riendo, Stever.

Los gendarmes murmuraron unas palabras incomprensibles y pusieron las esposas al teniente Ohlsen. Dos carceleros por detenido. Era el reglamento.

El ruido de las botas claveteadas resonó en el largo túnel. Poco antes de llegar al tribunal, se cruzaron con el Gefreiter condenado. Gritaba y forcejeaba. Sólo era un chiquillo. Dieciocho años.

– A ver si te calmas de una vez -dijo uno de los gendarmes con voz amenazadora.

– No te servirá de nada. Todo terminará pronto. A mí ya ni me causa efecto. Cada día veo lo mismo. Y a todas nos ocurrirá tarde o temprano. Tal vez Jesús te espere y estarás mucho mejor allá arriba que aquí en la Tierra.

– ¡No quiero! -chilló el muchacho forcejeando con sus esposas-. Virgen María, madre de Dios, ayúdame. ¡No quieto morir!

Le brillaban los ojos. Vio al teniente Ohlsen como a través de una neblina.

– ¡Mi teniente, ayúdeme! Quieren fusilarme. Dicen que debo morir. Sólo me marché dos días de mi Regimiento. Quiero ir a un Regimiento disciplinario. Haré cualquier cosa. Estoy dispuesto a pilotar un «Stuka». ¡Heil Hitler! ¡Heil Hitler! Haré lo que sea, pero dejadme vivir.

Intentó liberarse. Luchó desesperadamente. Consiguió derribar a un gendarme. Los tres rodaron por el suelo.

– ¡Soy un buen nacionalsocialista! ¡Quiero vivir! ¡Quiero vivir! ¡He pertenecido a las juventudes hitlerianas! ¡Heil Hitler! ¡Quiero vivir!

El grito se extinguió. La última palabra que pudo pronunciar fue «mamá». Esa palabra que ha hecho vibrar tantos cadalsos y prisioneros en la historia del hombre. Después perdió el sentido. Los cazadores de hombres del Ejército habían realizado su trabajo. Arrastraron tras de ellos el cuerpo desarticulado, tirando de él por las caderas. Uno de ellos gruño entre dientes:

– Este novato nos ha podido. Merece una reprimenda ¡Tanta comedia porque le espera una bala!

El teniente Ohlsen se detuvo un momento y contempló al muchacho inconsciente.

– ¡Adelante! -gruñó uno de sus guardianes, tirando de la cadena-. ¡Vamos, en marcha!

– ¡Pobre pequeño! -murmuró el teniente Ohlsen-. No es más que un chiquillo.

– Lo bastante mayor para desertar -gruñó el gendarme, que llevaba la insignia de los cazadores de hombres-. Lo bastante mayor para comprender lo que esto cuesta. Si le indultaran, todos echarían a correr.

– ¿Tiene usted hijos, Oberfeldwebel? -preguntó el teniente Ohlsen.

– Cuatro. Tres, en las juventudes hitlerianas y uno en el frente. Regimiento SS «Das Reich».

– Confiemos en que algún día no liquiden de esta manera a su hijo, el que está en el «Das Reich».

– Esto no ocurrirá, mi teniente -replicó riendo el gendarme, seguro de sí mismo-. Mi hijo es SS Untersturmführer. No será ejecutado.

El teniente Ohlsen se encogió de hombros.

– Esto depende, sobre todo, de lo que pueda suceder.

– ¿A qué se refiere usted? -preguntó el otro guardián, aguzando el oído.

– A nada -murmuró el teniente Ohlsen-. Me dan lástima estos pobres chiquillos.

– No piense en los demás -contestó el que tenía cuatro hijos-. Más vale que guarde su piedad para usted mismo

Dio una palmada a su pistolera, volvió a ponerse el casco y acarició su brillante insignia de cazador de hombres.

– Bueno, y ahora, ¡cállese!

El teniente Ohlsen entró en la sala con una expresión completamente tranquila. Se presentó ante los jueces como se le había enseñado en la 3.ª Escuela Militar de Dresden.

El presidente indinó la cabeza con benevolencia, y murmuró:

– Siéntese.

Ojeó apresuradamente sus papeles e hizo un ademán al acusador. La máquina judicial podía ponerse en marcha. El engranaje empezó a girar, reglamentariamente.

– Teniente -empezó a decir el doctor Beckmann-, supongo que no tendrá intención de declararse culpable de lo que figura en el acto de acusación del RSHA, ¿no es verdad?

El teniente Ohlsen contempló el suelo. El suelo reluciente. Miró, lentamente, a los tres jueces, que permanecían sentados con los ojos llenos de sueño. El presidente lo dominaba todo desde su elevado sillón rojo. Seguía con interés los movimientos de una mosca en la lámpara. Un tábano. No era una mosca ordinaria, sino una de esas que chupan la sangre de los animales domésticos y de los hombres. Gris y de feo aspecto, pero una hermosa mosca, desde el punto de vista del coleccionista de insectos.

El teniente Ohlsen miró al fiscal.

– Herr Oberkriegsgerichtsrat, he firmado mi confesión ante la policía secreta, y, por lo tanto, creo que su pregunta es superflua.

Los labios delgados y sin color del doctor Beckmann se crisparon en una sarcástica sonrisa. Acarició los documentos que tenía delante.

– Puede confiar en mí en cuanto a la utilidad de una pregunta. De momento, dejaremos de lado lo que se le reprocha en el acta de acusación.

El diminuto abogado se volvió hacia los jueces y prosiguió con voz sonora:

– En nombre del Führer y del pueblo alemán, añado a las acusaciones contra el teniente Bernt Ohlsen las de deserción y de cobardía durante el combate.

Sorprendidos, los tres jueces levantaron la cabeza. El presidente dejó de interesarse por la mosca.

Las venas de las sienes del teniente Ohlsen estuvieron a Punto de estallar. Se levantó de un salto.

– ¿Deserción? ¿Cobardía en el combate? ¡Es mentira!

El doctor Beckmann sonrió condescendientemente, mientras agitaba un papel. Era el prototipo del pequeño burgués que siempre lleva el color del partido que manda.

– Su respuesta no me sorprende.

Es lo que esperaba, doctor Beckmann saboreaba las palabras. Era la clase de asunto que le gustaba. Ataques sorprendentes, desconcertantes.

– En mi vida he pensado en la deserción, Herr Oberkriegsgerichtsrat.

El doctor Beckmann asintió con la cabeza. Se sentía tan firme como el peñón de Gibraltar.

– Ahora lo veremos. Precisamente estamos aquí para demostrar estas acusaciones, o para desmentirlas. Si consigue usted probar que mis acusaciones son falsas, podrá salir libre de esta sala.

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