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– Venga, Stabsfeld. Voy a enseñarle qué hay que hacer cuando quieren evitarse las complicaciones.

El Verraco asintió con la cabeza y se puso el capote. Estuvo a punto de colocar su gorra del mismo modo que el comandante, pero se contuvo y la colocó correctamente, derecha, con la visera sobre la frente. Tenía un aspecto estúpido, pero más valía aquello que un disgusto serio. De un comandante tan distinguido, podía esperarse cualquier cosa.

Las hombreras de oro macizo del comandante brillaban. Sujetó la cadena de oro de su esclavina. Se echó los dobleces blancos sobre los hombros. Parecía un oficial de opereta dispuesto a asistir a un baile de máscaras.

El general de brigada corrió con estrépito por el corredor, estimulado por los gritos de mando de Stever.

Ya en el patio, Rotenhausen tomó el mando. Comprobó la indumentaria, se cercioró de que todo era correcto. Cambió una de las piedrecitas por otra más pequeña. Después, se situó en lo alto de la escalera. Stever se apostó en el fondo del patio, con la metralleta a punto de disparar. Hasta un viejo general podía perder el dominio de sus nervios. El Verraco permanecía en pie, a la izquierda del comandante.

– Fíjese bien, Stabsfeld -dijo el comandante, sonriente-. Si le ocurre algo durante el ejercicio, no podrán reprocharnos nada.

Rió suavemente.

– Si alguien soporta esta prueba dos veces al día durante una semana, puede vanagloriarse de ser el soldado de Infantería más duro del mundo. -El comandante se ajustó el cinturón, separó las piernas a la prusiana, se balanceó ligeramente, y ordenó con tono hosco-: ¡Derecha! ¡Firmes! ¡Izquierda! ¡Paso ligero, sin moverse! ¡Adelante a paso ligero! ¡Más de prisa, prisionero, más de prisa! ¡Levante los pies, levántelos! ¡Muévase, viejo, por favor! ¡Al suelo! ¡Veinte vueltas al patio a rastras!

El general de brigada sudaba. Sus ojos se desorbitaban bajo el casco. Sabía que el menor desfallecimiento sería considerad como una desobediencia y daría a sus enemigos ocasión de utilizar las armas de fuego. El general de brigada había servido cuarenta y tres años en el Ejército prusiano. A los quince había entrado en la escuela de aspirantes de Gross Lichterfelde. Lo conocía todo y sabía hasta dónde podía llegar. El desvanecimiento era lo único que podía eximir a alguien de ejecutar una orden.

– ¡Prisionero, alto! ¡De cuclillas! ¡Avance a saltos!

Cada salto en la arena blanda del patio era un suplicio Las piedrecitas de las botas empezaban también a producir efecto.

El Verraco se divertía abiertamente. El comandante reía muy satisfecho.

– Vamos, prisionero. Un poco de ánimo. El ejercicio es bueno para la salud. Hay que saltar más alto y más lejos. ¡Más de prisa! ¡Sostenga el fusil con los brazos extendidos! -Las órdenes se sucedían rápidamente-. ¡Al suelo! ¡Adelante a rastras! ¡Salte con los pies juntos! ¡Adelante, paso ligero! ¡Saltos individuales! ¡Media vuelta! ¡Adelante, paso ligero! ¡Armen bayoneta! ¡Ataque de Caballería por la derecha! ¡Defensa con la bayoneta!

Al cabo de veinte minutos, el general se desmayó por primera vez. Stever sólo necesitó dos minutos y medio para reanimarle.

Cuando el comandante se hubo fumado tres cigarros, el general empezó a gritar. Al principio, sólo se oía un gemido, un débil murmullo. Una hora después del primer grito, toda la prisión estaba despierta. En las celdas, los hombres escuchaban, asustados. Los que llevaban allí cierto tiempo sabían lo que ocurría. Entrenamiento especial de Infantería en el patio.

El viejo gritaba ahora casi sin cesar. Cada grito terminaba con un estertor ahogado.

Stever hundía su metralleta en el vientre del prisionero, un centímetro y medio por encima del ombligo, cada vez en el mismo lugar. Aquello no dejaba huellas. En el peor de los casos, se perforaba el estómago. Pero aquello podía ocurrir también durante un ejercicio riguroso. ¿Y en qué Ejército está prohibido el ejercicio?

El comandante ya no reía. Sus ojos brillaban. Sus labios formaban una delgada línea.

– ¡Prisionero! -aulló-. ¡En pie! ¡Obergefreiter, ayúdele!

Stever golpeaba como un autómata.

El general de brigada consiguió ponerse en pie. Vacilaba como un hombre ebrio. Se arrastraba por el patio.

El comandante gritó:

– ¡Alto! ¡Cinco minutos de descanso! ¡Siéntese! ¿Tiene algo que decir antes de reanudar el ejercicio?

El viejo miró hacia el cielo. Sus ojos estaban vidriosos. Parecía un muerto en una envoltura viva. Consiguió decir, con voz apenas audible:

– No, mi comandante.

Stever, que permanecía en pie tras el prisionero, con la metralleta al hombro, pensó: «Pronto caerá. Dentro de media hora, como máximo, estaremos ya en cama, después de desembarazarnos de ese tipo. Tiene que estar loco para haberse atrevido a amenazar al comandante. Mañana por la mañana será eliminado de la lista de Torgau.»

– Prisionero, preparado -gruñó el comandante.

El general dio otras dos vueltas al patio. Después cayó de bruces, como un tronco.

Stever le golpeó con la culata de su arma.

– ¡Levántese! -ordenó el comandante.

El prisionero se puso en pie, vacilante.

Stever estaba frente a él, con la metralleta en la mano, a punto de disparar.

«Hay que liquidarlo -pensaba-. ¿Por qué no se morirá este imbécil? Es lo mejor que podía ocurrirle. Tendría que comprenderlo. Si aún aguanta mucho rato, esta noche no podré dormir. Sólo faltan tres horas para el toque de diana. Voy a pegarle un buen golpe, a ver si termino.»

El prisionero se mantenía erguido, con las manos pegadas a las costuras del pantalón. Su casco estaba torcido. Las lágrimas le brotaron de los ojos. El blanco cabello se le pegaba a la frente. Las correas de la mochila le cortaban los hombros como cuchillos. Era como si cada hueso estuviera descoyuntado. Se lamió los labios y notó gusto a sangre.

– Mi comandante, le anuncio que no tengo ninguna queja que formular. -Se produjo un breve silencio. El general respiro profundamente-. Siempre he sido tratado con corrección. Solicito firmar la declaración.

– Concedido -dijo el comandante-. Es lo que esperaba desde el principio.

Todo el mundo firmó. El comandante se balanceó, encendió un nuevo cigarro, lanzó una bocanada de humo y miró, con atención, la ceniza blanca.

– Espero que se dé cuenta de que el ejercicio no perseguía la finalidad de obtener su firma a la fuerza. Hacemos esto de vez en cuando, sólo para que los prisioneros se mantengan en forma y puedan resistir mejor el campo disciplinario ¿Tiene usted sed, prisionero?

– Sí, mi comandante.

– La sed no perjudica a nadie. En Rusia tendrá ocasión, a menudo, de hacer largas marchas sin poder beber.

El viejo tuvo que correr durante otra media hora. Caía sin cesar, pero Stever era un guardián concienzudo que cada vez volvía a ponerle en pie.

En los diez últimos minutos, el general vomitaba sangre.

Por fin, el comandante ordenó:

– ¡A la celda, paso ligero!

Al llegar al pasillo, el general cayó. Stever necesitó varios minutos para reanimarlo. El viejo se puso en pie, lentamente.

El comandante le observaba con atención.

– Prisionero, desnúdese. Preparado para el baño.

Le metieron bajo una ducha fría. Y le tuvieron allí diez minutos. Después, le arrastraron hasta el despacho, donde le sostuvieron la mano para hacerle firmar. El comandante agitó el papel para que se secara la tinta, y preguntó amablemente:

– ¿Por qué no en seguida?

Era como si el general no le hubiese oído. Miraba fijamente ante sí con ojos casi moribundos.

– Prisionero, ¿no me oye? -gritó el comandante.

En aquel momento ocurrió algo horrible. El general se ensució en el suelo, frente al comandante, y salpicó su pantalón gris claro. Furioso, dio un salto hacia atrás.

El Verraco se enfureció mucho. Olvidó por completo la presencia de su superior.

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