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En el pasillo estaban reunidos todos los que debían ser presentados. Primero, los nuevos. Un teniente de cincuenta y un anos, que había sido arrestado por negarse a obedecer; resistió exactamente tres minutos y cuatro segundos. Después, salió vacilante, sostenido por dos Gefreiters. No se veía ni una huella de sangre.

Stever se rió triunfalmente y pegó una palmada en el vientre del oficial.

– Estás hecho una mujerzuela. Sólo tres minutos. Hubieses que ver un Feldwebel que tuvimos aquí. Resistía durante dos horas. El comandante se vio obligado a parar porque estaba cansado.

Se llevaron al teniente desvanecido, con un gran desgarrón en la frente.

El teniente Ohlsen estaba en el pasillo, con los que esperaban a ser presentados. Estaban de cara a la pared. Las puntas de los pies y la nariz, pegadas al muro pintado de verde; las manos, unidas detrás de la nuca.

Dos guardianes armados recorrían el pasillo. Llevaban sus metralletas en posición, a punto de disparar. Alguna vez, un prisionero había perdido el dominio de sí mismo y había intentado saltar al cuello del comandante. Ninguno de ellos podía explicar los motivos de su fracaso: habían salido muertos de la oficina, y habían sido arrojados a la celda de castigo, en el subsuelo, con una etiqueta atada al pie.

– ¡El detenido Bernt Ohlsen, teniente de la reserva! -vociferó Stever-. Preséntese, y a toda mecha. El comandante tiene prisa.

El teniente Ohlsen pegó un salto, hizo chocar los tacones en cuanto hubo traspuesto la puerta y mantuvo la mirada fija frente a sí. «Ahora, hay que tener cuidado -pensó-. Un solo movimiento en falso, y se desencadenará.» Pegó los dedos a la costura del pantalón, adelantó los codos y se mantuvo erguido como un huso.

El comandante se hallaba instalado tras el escritorio. Frente a él estaba la larga fusta. El Verraco permanecía en pie detrás de él, con una cachiporra de caucho manchada de sangre en la mano.

Stever se situó detrás del teniente Ohlsen.

– ¡Heil Hitler! -dijo el comandante.

– ¡Heil Hitler!, mi comandante -gritó el teniente Ohlsen.

El comandante sonrió, ojeó los papeles del teniente.

– Su caso se presenta mal. Creo que puedo predecirle exactamente lo que le ocurrirá. Será condenado a muerte. Si tiene mala suerte, será decapitado. Y en mi opinión, la tendrá. Si es afortunado, le fusilarán. La decapitación es deshonrosa y antiestética. Nunca he podido soportar el espectáculo de las cabezas que caen en el cesto. Y, además, hay demasiada sangre. ¿Tiene que formular alguna queja? ¿Tiene que solicitar algo?

– No, mi comandante.

El comandante levantó lentamente la cabeza; miró con fijeza al teniente Ohlsen.

– Prisionero, su cabeza no está bien erguida.

El Verraco levantó la mano derecha.

Stever propinó un golpe con la culata de su metralleta.

– Prisionero, cuando se le ordena firmes, ha de mantenerse erguido -dijo el comandante con una amable sonrisa.

Un dolor lacerante atravesó el cuerpo del teniente Ohlsen. Le costó un gran esfuerzo mantenerse en pie.

– Prisionero, se ha movido usted -declaró con sequedad el comandante.

El Verraco levantó la mano izquierda. Stever golpeó dos veces. Pero esta vez con el cañón de la metralleta. Golpeó con todas sus fuerzas, a la altura de los riñones.

El teniente Ohlsen tuvo la impresión de que agujas enrojecidas le atravesaban la espalda. Cayó de rodillas. Las lágrimas le brotaron de los ojos.

El comandante movió la cabeza apesadumbrado.

– Prisionero, esto es desobediencia. ¿Rehúsa mantenerse en pie? ¿Se arrodilla como una mujer?

El comandante hizo un ademán a el Verraco, quien levantó dos veces la mano izquierda.

Stever golpeaba con la culata. Golpeaba con el cañón. Pegaba puntapiés al teniente tendido en el suelo. Dio cuatro golpes apuntando con precisión al ombligo. El teniente Ohlsen gritaba. Un hilillo de sangre le brotaba de la boca. No mucho. Sólo unas gotitas.

El comandante golpeó la mesa con su fusta.

– ¡Obergefreiter! ¡Levante a ese prisionero!

Stever golpeó con el cañón, cuyo punto de mira produjo una amplia herida en la mejilla izquierda del prisionero.

El teniente Ohlsen gemía de un modo desgarrador. Pensaba en Gerd, su hijito. Murmuraba algo incomprensible. Los otros creían que protestaba, pero, en realidad, le hablaba a su hijo.

E/ Verraco levantó una vez más la mano, Stever hundió el cañón de su metralleta en la columna vertebral del teniente Ohlsen.

El prisionero fue transportado a su celda, sin sentido.

Después, se pasó a los que deberían partir hacia Torgau. Cada uno de ellos debía firmar una declaración en la que afirmaba haber sido tratado correctamente y que no tenía ninguna queja que formular. Cada declaración estaba avalada por otros dos prisioneros, que actuaban de testigos.

Un general de brigada rehusó firmar.

– Mi comandante -dijo, frío y tranquilo-, como máximo, permaneceré dos años en Torgau. Pero si redacto un informe sobre usted y sus hombres, serán condenados a veinticinco años. En esta cárcel se han cometido, por lo menos, dos homicidios con premeditación. Cuando haya terminado mi sentencia en Torgau, pasaré seis semanas en un campo de reeducación. Después, me devolverán mi grado y, probablemente tendré un mando de una División disciplinaria de Infantería Y le doy mi palabra de honor de que removeré cielo y tierra para tenerle en mi División. Donde puedo prometerle que será tratado correctamente, según lo determina el Reglamento de los regimientos disciplinarios.

En la oficina se produjo un silencio de muerte. Stever miró a el Varraco, pero éste no levantó la mano. Nunca había ocurrido nada semejante. Un prisionero que amenazaba. Un prisionero que acusaba.

El comandante se recostó tranquilamente en su butaca, encendió un cigarro, cogió la fusta y la dobló pensativamente. Miró al general de brigada, que permanecía cuadrado ante él.

– Prisionero, ¿imagina de veras que un hombre de su edad resistirá seis semanas en un batallón disciplinario? Al cabo de tres días, nos añorará. -Dejó su pistola en el borde del escritorio, frente al general-. Escuche, voy a hacerle un ofrecimiento. Coja esta pistola y suicídese.

Agitó su fusta ante el rostro del general de brigada.

El Verraco contenía el aliento, y pensaba: «Válgame Dios, si llega a pegarle y ese tipo se presenta en Torgau con huellas de fustazos en el rostro, estamos listos. Jamás podremos justificarnos.»

El comandante rió malévolamente.

– Desea usted que le pegue, ¿no? Así podría explicar al coronel Vogel, en Torgau, lo que ocurre aquí. Pero no somos tan estúpidos. No tardará en saberlo. Aquí respetamos el reglamento. No necesitamos en absoluto utilizar la violencia cuando queremos meter en cintura a un prisionero rebelde.

Se volvió hacia Stever.

– Obergefreiter, dentro de diez minutos el detenido deberá estar preparado en el patio, con uniforme de campaña, cincuenta kilos de arena húmeda en la mochila y las botas más viejas y rígidas que pueda encontrar. Meta una piedrecita redonda en cada bota. Empezaremos con dos horas de paso ligero.

El Verraco se echó a reír. Stever le imitó. El comandante sonrió.

El rostro del general de brigada permaneció impasible. La orden del comandante era correcta, totalmente correcta según el reglamento militar prusiano. Con aquel reglamento se podía matar a un hombre. Todo consistía en saber si el corazón resistiría.

– Prisionero, ¡media vuelta! -ordenó Stever-. ¡Adelante a la carrera!

El comandante se puso la esclavina, se ajustó el ancho cinturón amarillo, restituyó a su sitio la funda de la pistola e inclinó la gorra hacia un lado, sobre el ojo derecho. Aquello le daba un aire audaz. Cogió la fusta, se golpeó ligeramente una pierna y dijo, volviéndose hacia el Verraco:

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