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El teniente Ohlsen se pasó una mano por el cabello y miró con atención al oficial de policía.

– El programa me parece seductor, señor consejero criminal y supongo que la mayoría de las personas le creerían. Pero he servido tres años en un regimiento disciplinario, y sé que nadie logra sobrevivir más de dos meses en un F.G.A.

Bielert se encogió de hombros.

– Resulta algo exagerado. Personalmente, conozco a varios que han salido vivos de un F.G.A. Pero, naturalmente, la condición era que esos individuos estuviesen dispuestos a colaborar con nosotros. En mi opinión, no puede usted escoger. Gracias a su torpeza, ha conseguido verse acusado de alta traición. Confiese y terminemos. Ahora, si forma parte de esas almas ingenuas que creen que gritando pueden arreglarlo todo, se equivoca por completo.

Amenazó al teniente con su estilográfica. Sus ojos brillaban malévolos.

– Soy capaz de preparar contra usted una acusación tan grave, que el señor Röttger, de Plötzensee, tendrá derecho a decapitarle. ¿Nunca ha visto cómo utiliza el hacha? Es un experto. Un golpe, y la cabeza rueda por el suelo. Y sobre todo, no crea usted que le amenazo en vano. Personalmente, soy contrario a las fanfarronadas. Lo que decimos en la Gestapo es una realidad. No hacemos nada a medias. Si iniciamos un asunto, lo terminamos cueste lo que cueste. Estamos tan bien informados que incluso sabemos lo que dice la gente mientras duerme. Mis confidentes están en todas partes. En la sacristía de la iglesia. En la sala de juegos de la escuela maternal. No me importa la clase de tipos que trabajen para mí, con tal de que trabajen. Lo mismo echo mano de un general que de prostitutas y chulos. Me encuentro con los unos en los salones y con los otros en los lavabos de las tascas de mala muerte. En el espacio de quince días, examinaré tan a fondo su vida, teniente, que hasta sabré decirle el color de su primer chupete.

El teniente Ohlsen quiso interrumpirle, pero Bielert levantó una mano para hacerle callar.

– Un instante. Ya tendrá ocasión de explicarse. Por ejemplo, sabemos ya que ha hablado con sus hombres de alta traición, de sabotaje y de deserción. Ha ultrajado usted al Führer, ha aludido a literatura prohibida, en especial al repugnante Sin novedad en el frente, del que ha citado varios párrafos. Puede incluir todo esto en el apartado 91. Su esposa hará otras declaraciones. Confiese y habremos terminado dentro de una hora. Desaparecerá usted en los calabozos de la guarnición, donde podrá tranquilizarse rápidamente. Dentro de un mes, aproximadamente, se presentará ante el Consejo de Guerra, que estimará su estupidez en seis u ocho semanas en Torgau, tras de lo cual será degradado y convertido en soldado raso. El asunto quedará zanjado y usted comprenderá que, en lo sucesivo, es conveniente que vigile sus palabras.

– ¿Me garantiza usted que no me ocurrirá nada más? He oído decir que habían ejecutado a algunas personas por delitos menos importantes que éste.

– ¡Se dicen tantas cosas…! -repuso Paul Bielert-. Pero yo no soy un juez y no puedo garantizarle nada. Aunque tengo bastante experiencia sobre lo que les ocurre a los tipos como usted. Todo juicio dictado debe sernos sometido, y podemos modificar los juicios que no nos satisfacen. Si el juez se ha mostrado exageradamente blando, tenemos lo que llamamos los campos de seguridad, donde condenamos, a la vez, al condenado y al juez. Podemos transformar una condena a muerte en liberación inmediata. -Sonrió-. Todo depende del deseo de colaboración, mi teniente. La colaboración nos interesa siempre. Tal vez le gustase trabajar con nosotros. Me interesa especialmente cierta información sobre su comandante, el coronel Hinka. También tiene en su Regimiento al capitán de Caballería Brockmann, que se las da de hombre ingenioso. Facilíteme información sobre esos dos hombres. Sobre todo, me interesa el capitán de Caballería. Me gustaría ver su cabeza en el tajo. Ha vendido artículos alimenticios del Ejército en el mercado negro. No me desagradaría conocer el nombre del comprador. Pero terminemos antes con su asunto. Confiese, cumpla su condena en Torgau y al cabo de tres semanas, iré a buscarle para reexpedirle a su Regimiento, como teniente. Todo de manera que les parezca normal a sus camaradas. Pronto podrá demostrar que lamenta su estúpida conducta. Pero nosotros no obligamos a nadie a colaborar. Usted mismo ha de decidirlo.

El teniente Ohlsen se agitaba en su silla. Miró durante mucho rato al consejero criminal, terriblemente pálido, que ocultaba los ojos tras unas grandes gafas oscuras. Ohlsen tenía la impresión de estar sentado frente al diablo. Las gafas negras convertían a Bielert en un ser anónimo. Solamente la voz era personal. Un torrente de palabras malévolas.

– Señor consejero criminal, rechazo con firmeza sus acusaciones, y por lo que respecta a la colaboración, conozco mi deber de ciudadano del Tercer Reich: comunicar inmediatamente cualquier sospecha de pensamientos o palabras dirigidos contra el Estado.

Bielert se echó a reír.

– No se embale demasiado. No soy tonto. ¿No comprende lo que busco? Usted no me interesa. A quien quiero es a un miembro de su familia. Me contentaré con uno sólo. Podría detener a toda la familia, si quisiera, pero no lo haré. Sólo precisamos un miembro de cada familia del país. Es una necesidad.

El teniente Ohlsen se puso rígido.

– No acabo de entenderle, señor Bielert. No veo qué relación tiene mi caso con mi familia.

Bielert hojeó unos papeles que tenía delante. Arrojó la colilla de su cigarro por la ventana abierta.

– ¿Qué me diría si empezáramos por disponer una orden de detención contra su padre? El 2 de abril de 1941, a las 11,19 horas, discutía de política con dos amigos. En el transcurso de la conversación dijo que había dejado de creer en una victoria nazi, que consideraba al Estado como un gigante con pies de barro. Estas palabras no parecen muy graves, mi teniente, pero cuando las hayamos arreglado un poco, quedará usted sorprendido. No será sólo el apartado 91. Su hermano Hugo que sirve en el 31.° Regimiento Blindado, en Bamberg, ha expresado una opinión a la que podríamos calificar de extraña, sobre las estadísticas del Tercer Reich. También podría enviar una invitación a su madre o a su hermana. Fijémonos por un momento en su hermana. -Se recostó en la silla y ojeó unos documentos-. Es enfermera en un hospital militar del Ejército del Aire, en Italia. Durante su servicio en un barco hospital, en Nápoles, el 14 de septiembre de 1941, afirmó que maldecía la locura que Hitler había implantado. Sólo él era responsable de los sufrimientos de los heridos. Apartado 91, señor teniente. Como ve, lo sabemos todo. Ni un ciudadano, ni un prisionero puedo hacer o decir algo sin que lo sepamos. Escuchamos de día y de noche. Nuestros ojos penetran hasta en los ataúdes de los cementerios.

Dejó caer ruidosamente una mano sobre el montón de documentos.

– Tengo aquí un caso contra un alto funcionario del Ministerio de Propaganda. El muy imbécil se ha desahogado en presencia de su amante. Cuando le haya hablado de sus escapadas a Hamburgo, estará dispuesto a colaborar. Me gustaría muchísimo poner un poco de orden en el Ministerio del doctor Goebbels. Dos de mis hombres han salido hacia Berlín para entregar a ese burócrata del Ministerio de Propaganda una invitación para que venga a conversar conmigo.

Bielert se rió de buena gana, enderezó su corbata de color gris pálido, se quitó un poco de ceniza que tenía en el traje negro.

– Es ridículo. La gente se queja siempre de que nunca sale. Pero cuando les envío una invitación para sostener una conversación íntima, no les gusta en absoluto. Y, sin embargo, tenemos la mesa dispuesta las veinticuatro horas del día. Todos son bien venidos. Y sabemos escuchar. Esto es muy apreciable en sociedad.

– Tiene usted un curioso sentido del humor -no pudo dejar de comentar el teniente Olhsen.

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