REACCIÓN EN CADENA
Los gritos hicieron temblar la cantina. El choque de los vasos. Las camareras rezongaban. Olía a salchichas asadas y a cerveza. El conjunto en un ambiente lleno de humo de tabaco de mala calidad.
Un Feldwebel medio borracho miró con ojos pitañosos a un SS holandés.
– No eres guapo -aseguró-. Tienes las orejas despegadas. No me gustas.
Gritaba mucho y empleaba ese idioma elemental que la gente cándida utiliza con los extranjeros.
Los camareros trajeron jarras de cerveza.
Porta se inclinó por encima de la mesa hacia un joven soldado que llevaba la insignia plateada SD [17] sobre el cuello negro, y se echó a reír, seguro de sí mismo, como un borracho.
– Amigo, eres el trasero de un grande hombre. Un trasero asqueroso. Sobre todo, no imagines que tenemos miedo de ti. -Se sonó con los dedos-. Tengo un cuchillo. Todos lo tenemos. ¿Sabes para qué sirve?
El SD miró a Porta sin entenderle. Prudentemente, no contestó.
– ¡No tiene ni idea, maldito cretino! -Porta expresó todo su desprecio en esta última palabra-. Sirve para cortarle la lengua a los cretinos.
– Y después la metemos en una botella.
Era Hermanito el que intervenía en la conversación.
– ¡Lárgate! -exclamó Porta, obstinado-. No queremos que estés en nuestra mesa.
– ¡Yo estaba antes que vosotros! -protestó el SD.
– Lo sé -asintió Porta-. Pero ya basta por ahora. ¡Vamos, lárgate!
– De ningún modo. Tú no eres quién para darme órdenes.
Porta se levantó, cogió del suelo su sombrero amarillo y se lo colocó en la cabeza. Después, con arrogancia de oficial:
– Vamos, insignificante SD. No sé lo que se imaginará este bastardo. Y, además, le ruego que hable en tercera persona cuando se dirija a un Stabsgefreiter, sucio bastardo.
Reflexionó un momento sobre las palabras «sucio bastardo», y después, creyó oportuno utilizar otras más adecuadas.
– ¡Maldito cornudo! -exclamó.
Bebió un sorbo de cerveza, miró a Hermanito.
– Perderemos la guerra. ¿Quieres una prueba? Mira a este tipo. Ya no hay disciplina.
– Ah, bueno, así lo espero -confesó Hermanito.
– Serás ahorcado, Hermanito -dijo Porta, lacónico. Y, dirigiéndose al SD-: ¿Tienes las orejas tapadas? Te he dicho que te levantes cuando te hable. -Le puso una manga ante las narices, y prosiguió con tono amistoso-: ¿No conoces las insignias de un Stabsgefreiter de nuestro glorioso Ejército? Dos galones y un pedazo de alambre. ¡En pie, maldita sea!
– ¡No me da la gana! ¡Vete al cuerno! -vociferó el SD, completamente fuera de sus casillas.
Se levantó, apoyó las manos en la mesa y miró ferozmente a Porta.
– ¿Insubordinación? ¡Ah! -exclamó Porta, muy sorprendido-. Hermanito, por favor, redacta un parte.
– Ya sabes que no sé escribir -protestó Hermanito-. Pero utilizaré mis dos puños.
– Adelante -ordenó Porta.
Hermanito terminó de beber la cerveza, sacó del bolsillo un cigarro gigantesco y se lo metió en la boca. Barcelona le ofreció fuego.
Hermanito se levantó, se rascó el pecho, se subió los pantalones y señaló al SD con el cigarro
– Ven, pequeño. Voy a darte una azotaina.
– ¿Qué quiere usted de mí? ¡No le he hecho nada! -gritó el SD mirando, nervioso, a Hermanito.
Éste le cogió por un hombro y lo empujó suave, pero firmemente hacia la puerta.
Unos minutos más tarde, Hermanito regresó sin el SD. Cogió el vaso de Heide y lo vació.
– Lo he dejado K.O. Se ha desmayado al segundo mamporro. Me he divertido -nos confesó-. ¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos, Anda o Revienta?
– Entonces recibiste tú -dijo Barcelona, riendo.
– ¿Cómo? -protestó Hermanito-. Fue Anda o Revienta quien se dejó caer con el truco de la mano torcida.
– Tienes razón, camarade, pero nunca más volverá a ocurrir -añadió el legionario.
– Pero aquel día, sí -insistió Hermanito, con orgullo.
– De acuerdo.
Porta dejó ruidosamente su jarro de un litro en la mesa, y aulló con toda la fuerza de sus pulmones para hacerse oír en medio del ruido infernal de la cantina.
– ¡Eh, malas pécoras, maldita sea! Cinco dobles, la mitad de «Slibowitz», pero a toda marcha, ¡diantre!
La Gruesa Helga acudió. Formaba una masa ante Porta, con sus piernas bien separadas y sus puños firmemente apoyados en sus anchas caderas. Tenía el aire de un sargento de la peor calaña.
– ¿Dónde crees que estás? No intentes insultar a mis chicas, porque te pongo de patitas en la calle. Somos honradas camareras y estamos inscritas en el Partido. Métete esto en la cabeza. El amigo de Gertrude es SD. Se ocupará de ti de tal manera que ni siquiera tú podrás reconocerte.
Porta hizo un ademán de indiferencia.
Helga iba a echarse a gritar, pero de un empujón, Hermanito la envió al otro lado de la sala.
– Déjate de prédicas, apóstol de Adolph. Hemos pedido cerveza y no esa porquería.
– Hermanito está embalado -dijo Steiner.
Hermanito batió las palmas.
– ¡Aprisa, aprisa, malas pécoras! ¡Cuánto tiempo hay que esperar aquí? ¿Estamos o no estamos en una cervecería?
La Gruesa Helga echaba lumbre. Inició una furiosa discusión con la alta y delgada Gerda, apodada la Escoba. Ésta hacía ademanes enérgicos, sin entender nada del torrente de palabras que profería Helga. Se rascó un muslo, tocó su delantal, mezcló cinco jarras de «Slibowitz» y de cerveza.
– Ahora eres razonable -dijo Porta, con una ancha sonrisa, cuando la Escoba trajo la cerveza.
– No careces de posibilidades -prosiguió Hermanito-. Pero estás demasiado delgada. Eres el vivo testimonio del estado de guerra en el Tercer Reich. Pero no importa, si me das tres pedazos de tocino, acepto ocuparme de ti.
La Escoba lanzó una blasfemia y golpeó con una bandeja la cabeza de Hermanito.
– ¡Cerdo; -fue el único comentario de la Escoba.
Blom, que nos había abandonado un momento antes, reapareció procedente de la oficina del Estado Mayor. Estaba rebajado de servicio al aire libre. Una enorme venda le rodeaba el cuello; le había alcanzado una granada cuando intentaba salvar la olla de la bebida. Ocurrió el último día, en las montañas. La venda le obligaba a mantener la cabeza en una posición muy rígida. Hubiera podido quedarse en la enfermería, pero prefirió largarse. Había estado a punto de ser sometido a un Consejo de Guerra, pero el coronel Hinka había conseguido librarle. Los tipos de la Gestapo que creían tenerle ya en su poder, quedaron muy decepcionados cuando tuvieron que marcharse sin él.
Porta había escupido en su dirección, y había dicho entre dientes:
– Cuando nuestros amigos hayan ganado la guerra, estrangularemos a todos esos cerdos.
Los gendarmes militares se habían detenido un momento, no porque oyeran lo que Porta decía, sino porque había escupido.
– ¡Has escupido! -gritó el Feldwebel, disponiéndose a bajar del vehículo.
– ¿Está prohibido?
– No, pero todo depende de cómo y sobre qué se escupa.
– El reglamento no habla de escupir. Se puede escupir donde se quiera. Y yo siempre lo hago así.
Y escupió junto a los pies del Feldwebel.
– Y cuando me sueno, lo hago así…
Se sonó, arreglándoselas para que los mocos cayeran sobre las botas del otro.
El Feldwebel se precipitó sobre él, enarbolando una pesada cachiporra.
– Me parece que deseas hacernos una visita, ¿eh?
Porta se encogió de hombros. Hermanito había sacado a medias su enorme cigarro del bolsillo.
No se sabe qué hubiera podido ocurrir si no llegan a comparecer el teniente Ohlsen y el ayudante, quienes, en un santiamén, despidieron a los gendarmes militares.