Porta estaba junto a mí. Reinaba una confusión total. Golpeábamos, atravesábamos, vociferábamos.
Hermanito estaba en medio del patio, con el cigarro en la boca. El humo le salía de todas partes. Llevaba el sombrero echado sobre los ojos y había perdido su fusil ametrallador.
Dos rusos se precipitaron hacia él. Lanzó un aullido horrísono; pero, más rápido que el rayo, Hermanito los cogió a ambos por la garganta y golpeó sus cabezas una contra otra. Los soltó y ambos cayeron inertes a sus pies. Hermanito se inclinó, recogió una metralleta y empezó a disparar salvajemente contra un grupo enemigo. Si con tal motivo caía uno de los nuestros, mala suerte.
¿Cuántos murieron? ¿Quién? ¿Diez? ¿Veinte? Ni la menor idea. Un ruso había caído de rodillas detrás de una carretilla. A corta distancia, le disparé una ráfaga a la cabeza. Su rostro estalló como un huevo que se arroja entra la pared. Durante mucho tiempo, aquel rostro no se borró de mi mente.
Porta clavó su bayoneta en la espalda de un muchacho que quería huir.
Heide pisoteó salvajemente la cara de un joven soldado ruso que, incluso muerto, apretaba la metralleta.
¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Un día? ¿Una hora? ¿Unos segundos? Nadie lo sabía. Nos encontramos detrás del chalet, donde nos dejamos caer, jadeantes y salpicados de sangre. Tiramos las armas descuidadamente a un lado. Nos desabrochamos los uniformes y arrojamos los cascos al suelo. Algunos empezaron a llorar. Con los ojos inyectados en sangre, buscaban a los compañeros. ¿Seguirían allí? Se temía lo peor. Luego, caían el uno en brazos del otro, aliviados, satisfechos.
He aquí a Barcelona, tendido de bruces, con el uniforme desgarrado. Allí, el Viejo, sentado al pie de un árbol, fumando en pipa. Hermanito y Julius Heide descansaban recostados en una pared. Hermanito parecía haber sumergido la cabeza en un charco de sangre. De sus labios, colgaba el cigarro destrozado y sin lumbre. Tendido boca arriba, Stege contemplaba las nubes. Estaba como paralizado. Nunca sería un buen soldado. El pequeño legionario estaba sentado en un peldaño de la escalera, con su perpetuo cigarrillo en la boca y su metralleta en sus rodillas a punto de disparar. Estaba limpiándola, como siempre. Después de haber guerreado durante quince años, sabía que un arma ha de ser cuidada. Steiner se había sentado sobre una pared ruinosa del establo. Al alcance de la mano, tenía una botella de alcohol medio vacía. Ya estaba borracho.
Sí, estaban todos allí. Todos los veteranos. Pero faltaba más de un tercio de los nuevos; estaban tendidos y parecían islotes esparcidos en medio de aquel verdor.
Alguien propuso enterrarles. Todos lo oímos, pero nadie contestó. ¿Para qué enterrarles? Nosotros estábamos cansados y ellos estaban muertos. Ya no sentían nada. Y también los pajarracos tenían que vivir. Un ataque como aquél suele costar caro. Los que hablan del combate individual tendrían que probarlo.
El teniente Ohlsen salió del chalet. Había perdido la gorra. Un profundo arañazo corría a lo largo de su rostro.
– Los han liquidado -murmuró, dejándose caer en el suelo.
Porta le alargó un cigarrillo.
– ¿Y el comandante, mi teniente?
– Muerto como un cerdo. Le han cogido por el cabello y le han cortado el cuello de oreja a oreja.
El teniente Ohlsen se volvió hacia Heide.
– Coge a dos o tres hombres y ve a recoger las cartillas militares de todos los muertos.
– ¿También las de los rusos? -preguntó Heide.
– ¡Claro! No hagas preguntas estúpidas.
Más tarde, abandonamos el lugar, no sin haber antes lanzado varias botellas de gasolina y unas granadas al interior del chalet, que inmediatamente empezó a arder.
Obuses de mortero cayeron entre nosotros.
– ¡Adelante, a paso de carga! -ordenó el teniente Ohlsen.
– Iván quiere vengarse -comentó el Viejo.
Llegamos al camino donde nos esperaban el teniente Spät y sus hombres.
– Los fusiles en posición, para cubrir nuestro regreso -ordenó el teniente Ohlsen.
– ¡Santa María! -exclamó Porta-. Cuando las cosas van mal, siempre nos toca a nosotros.
Hermanito y el legionario ya habían colocado en posición la ametralladora pesada, que tableteaba contra los rusos en el lindero del bosque. A nuestras espaldas, en la colina, los obuses de mortero estallaban con ruidos sordos.
– ¡Paso ligero! -gritó el teniente Ohlsen-. ¡Más de prisa!
Furioso, empujó a unos reclutas que no avanzaban con la velocidad suficiente.
Uno de ellos, que andaba por el camino, lanzó de repente un grito atroz y empezó a correr en círculo mientras se sujetaba el vientre con ambas manos.
El Sanitätsgefreiter Berg se precipitó hacia él. Le tendió en el suelo y le cortó el uniforme; pero el muchacho, dieciséis años, había muerto ya.
Berg reemprendió la marcha, arrastrando su bolsa de la Cruz Roja. Perdió su casco de acero. Unos obuses de mortero cayeron muy cerca de él. Como por milagro, nada le sucedió. Nos alegramos; queríamos al Sanitätsgefreiter Berg. Había arriesgado su vida en numerosas ocasiones para salvar la de los demás. ¡A cuántos hombres había transportado a través de los campos de minas y de las alambradas! Cuando combatíamos en las fortificaciones de Sebastopol, le habíamos visto precipitarse en el refugio «Boris Stepanovich» para rescatar al teniente Hinka, gravemente herido. Después, tuvo que emprender una carrera de tres kilómetros, con el teniente Hinka a hombros y bajo una infernal lluvia de obuses.
Cuando el teniente Barring le preguntó si quería la Cruz de Guerra por esta hazaña, Berg contestó sencillamente que no coleccionaba chatarra. Y ahora, dos años más tarde, Berg no tenía la menor condecoración. Sólo la muy apreciada medalla de la Cruz Roja.
La Compañía se puso a salvo detrás de las colinas. Nos instalamos allí donde el bosque formaba una especie de fiordo. Estábamos solos. El batallón de Breslau había desaparecido.
Como de costumbre, empezamos a jugar a los dados en un agujero. Nos jugamos el resto del vino del difunto comandante.
Haría varios días que viajábamos; con numerosas paradas en las estaciones. Nuestro tren había esperado horas enteras en las vías muertas, con las demás mercancías. Porque también nosotros éramos mercancías. Soldados en guerra. En las listas administrativas, nuestro tren estaba inscrito como tren de mercancías núm. 149.
El decimosexto día después de nuestra salida del frente, el largo tren se detuvo con una violenta sacudida, recorrió otro corto trecho, volvió a detenerse… Las ruedas chirriaron. La locomotora silbó y desapareció.
Porta se levantó de la paja, en el fondo del vagón de ganado núm. 9, miró por las puertas corredizas, y declaró con tono seco’
– Estamos en Hamburgo.
El pequeño legionario se desperezó.
– Por Alá, esta noche estaremos en «El Huracán», en casa de tía Dora.
– Es Pentecostés - dijo el Viejo sin transición.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Heide-. ¿Qué puede importarnos si es Pentecostés u otra fecha?
– Sí, lo sé -contestó el Viejo, encogiéndose de hombros.
– El año pasado, para Pentecostés, estábamos en Demjanks -dijo Porta.
– Y el año anterior en Brest-Litovsk -dijo Hermanito, recordando el robo audaz de cuatro tanques «SS».
– No nos recuerdes dónde hemos estado -dijo, nervioso, el legionario-. Es desagradable. Hay que mirar hacia el futuro.
– Esta noche me voy al burdel -decidió Porta, frotándose las manos.
– Bernard el Empapado me espera en «Las tres liebres» -dijo Heide-. En «Las tres liebres» hay más gachís de las que treinta tíos de pelo en pecho puedan utilizar en un mes.