– No irá a llorar por esos puercos -rezongó Heide-. Si llego a saber que se largaban, me los cargo.
– Uno de estos días te romperás el cuello, Julius -le profetizó Barcelona-. He conocido a tipos como tú.
Heide se echó a reír.
– De los dos, tú te irás el primero.
– Bueno, adelante -intervino el Viejo-. Y los labios cosidos, ¿eh? Si no, tendremos complicaciones.
– ¿Qué son complicaciones? -preguntó Hermanito-. ¿Hemorroides?
– ¡Cretino! -dijo Porta.
Y echó, por encima del hombro, el cartelito, que salió volando como un pájaro en el cielo.
Amanecía cuando regresábamos. Pasábamos el tiempo mejorando nuestras posiciones. El comandante había conseguido superar sus temores. Determinó que, al día siguiente, realizaría la revista.
Nos habíamos instalado cómodamente en las trincheras; de vez en cuando, echábamos una ojeada al puesto de ametralladoras. Conocíamos bien a los rusos. Podían adelantarse en cualquier momento y conquistar por sorpresa toda la trinchera.
En cierto modo, era su especialidad.
– Cuéntanos algo, Porta -le pidió el teniente Ohlsen.
– Sí, una historia en las que ocurra algo -propuso Julius Heide.
Porta escupió unas semillas de girasol.
– De acuerdo. Pero, ¿qué clase de historia? No se va al cine para pedir: Enseñadme una película. Desde aquí puedo oír a las gachís de las taquillas gritando: «Diga qué clase de historia desea.» Tened en cuenta que he recorrido medio mundo con las fuerzas armadas de Adolph.
– Una historia de faldas -reclamó Hermanito, relamiéndose los labios.
– Sólo pensáis en eso -dijo Stege, asqueado.
– No tienes más que meterte una granada donde yo sé y hacerla estallar -gritó Hermanito, enojado-. Si nuestra compañía te molesta…
Se volvió hacia Porta.
– Una historia de gachís, Porta. Ya sabes que lo que más me gusta es que hablen de chicas que tienen fuego en el cuerpo.
– Sí, ya lo sé – dijo Porta con una ancha sonrisa -. Historias bien puercas y nada católicas. No, hoy os hablaré de moralidad. Veamos.
Fingió que reflexionaba.
– Por ejemplo, la historia del propietario que engañó a su pocero. No, creo que no os gustaría. Hay que buscar otra cosa. Para un día en que pasemos revista, en medio de esta guerra peligrosa. El noble barón de Breslau, al que un destino aciago ha puesto en nuestro camino, exige disciplina y orden, y tiene razón. Sin orden, no se puede participar en una guerra como ésta. La guerra hay que tomarla en serio, como todo lo militar. ¿Habéis visto alguna vez a un oficial que se ría al desenvainar su sable? No, no, seriedad, señores. Aquí estás tú, Hermanito, lleno de mugre en medio de la guerra, sin casco. ¿Dónde está tu máscara antigás? Ni la menor idea, ¿eh? Fíjate en tu uniforme. ¡Maldita sea, Hermanito! Un poco de carácter. Si sigues así, corremos el riesgo de ganar la guerra. ¿Te imaginas cuántas preocupaciones tendríamos?
– ¡Yo no quiero ganar la guerra! -protestó Hermanito-. Dime dónde puedo entregar mi tarjeta y me largo de esta sociedad en un santiamén.
– Ya lo supongo -replicó Porta-, pero es ahí donde te equivocas. No se abandona tan fácilmente la hermosa vida militar. Esto no es el Ejército de Salvación. Pero ya vendrá. Tenemos suerte. El Führer nos envía un comandante, un noble, con el trasero azul y la sangre ardiente. Hará cuanto pueda para que perdamos la guerra. Pero ni él mismo lo sabe. Quiere pasar revista, una hermosa revista militar y disciplinada, como hacía en los buenos viejos tiempos de la guarnición, los lunes por la mañana.
Y, colocando una granada de mano ante las narices de Hermanito, preguntó:
– ¿Sabes lo qué es este chisme?
– Una granada de mano.
Hermanito no se atrevía a apartar la mirada del peligroso proyectil.
– Bien, muchacho. Una granada de mano. Exactamente. Modelo 1908. Nacida en la clínica de material del Ejército Bamberg. Envuelta por manitas de prostituta y enviada a nosotros, los héroes. ¿Sabes también para qué sirve?
Porta hizo girar la granada por encima de su cabeza: vimos cómo se movía el anillo.
– ¡Cuidado! -aconsejó Steiner-. Puede estallar y matarnos a todos.
– Es su misión -explicó Porta-. Resulta muy útil. Con esto se puede matar a un Iván o limpiar un refugio. Se la puede utilizar para abrir una bodega o para enviar un comandante al otro mundo.
– Y también sirve para pescar -intervino Hermanito.
– ¡Bravo! -dijo Porta-. Ya veo que no eres completamente obtuso. El comandante de Breslau se alegraría al ver cuánto has aprendido. Imagino que gruñiría algo por el estilo. «¡Obergefreiter! ¡Becerro! Ya me ocuparé de usted. Merece usted una muerte honrada, con pólvora y acero. Honrará al pelotón de ejecución.»
– ¿Por qué había de ejecutarme? -preguntó Hermanito, sorprendido.
– ¡Pse! En una guerra, hay que ejecutar a alguien de vez en cuando. Es indispensable, si se quiere que la gente la tome en serio. El pueblo debe percibir y comprender que la muerte acecha en todas partes. Y además, los generales y los comandantes también quieren ver gente que cae. Es el objetivo de su carrera. Como no pueden ir al frente, porque sus matasanos pretenden que tienen úlceras en el estómago, encuentran tipos a los que ejecutar, para poder hablar de muertos cuando termine la guerra. Pero a ti no creo que te ejecuten, Hermanito. Tú eres un soldado extraordinario. Y, además, no hace bastante calor para ti en el infierno. Todo eso requiere tiempo.
Hermanito se mostró visiblemente halagado y afirmó con la cabeza.
– Sí, ¿verdad que soy formidable?
Porta asintió, y prosiguió:
– Desde luego. Lo mismo que un tanque cuando se le pone un motor en marcha. Con soldados como tú, los ejércitos alemanes conquistarían el mundo entero e incluso llegarían a plantar la cruz gamada en el trasero de Stalin.
– Porta, Porta -dijo, riendo, el teniente Ohlsen-. Su lengua le llevará algún día al cadalso.
– Italia nos atacará por la espalda -empezó a decir Hermanito, cambiando de tema sin transición y olvidándose de la historia de Porta que, como de costumbre, no era una historia.
– ¿Y por qué Italia había de atacarnos por la espalda a nosotros dos? -preguntó ingenuamente Porta.
No le cabía semejante idea en la cabeza.
– No a nosotros dos, pero sí a nosotros – gruñó Hermanito.
El Viejo se quitó la pipa de los labios y movió la cabeza.
– Hay algo de cierto en lo que dice.
– Lo peor que podría ocurrimos -prosiguió Porta- sería que olvidáramos por qué hacemos la guerra.
Sacó una galleta del bolsillo.
– La conseguí cuando nos marchamos de Viena hace tres años y medio. Me la ofreció una gran ramera del Partido. Un recuerdo precioso. Cuando empiezo a olvidar por qué hacemos la guerra, leo su inscripción.
Levantó la galleta reseca para que todo el mundo pudiera leer las letras de azúcar color de rosa: «Victoria y venganza.»
– No lo olvidéis nunca, muchachos: «Victoria y venganza.» Dejadme echarle la zarpa al SS Heinrich, así que nuestros amigos hayan ganado.
El teniente Ohlsen movió la cabeza. Echó una ojeada a lo largo de las líneas; los hombres estaban eliminando de su equipo y uniformes el barro de muchas semanas.
– ¡Que se vaya al cuerno el comandante! -gruñó.
Sorprendido, se calló.
Incluso Porta quedó silencioso. El teniente Ohlsen, que solía hablar tan correctamente, acababa de dejarnos atónitos.
Ohlsen se volvió hacia el Viejo y el teniente Spät, que fumaban sus pipas en el fondo de la trinchera.
– Me saca de quicio -se disculpó.
– Es natural -respondió el teniente Spät-. Somos unos coolíes y hacen lo que quieren con nosotros.
La revista tuvo lugar, como podía esperarse. Después de haber examinado el destacamento durante varios minutos, el comandante tuvo un ataque de rabia.