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– Con tal de que salga bien -dijo, en voz alta, el teniente Spät.

Transcurrían los minutos. Barcelona Blom y el Viejo tenían a sus hombres en estado de alerta desde hacía mucho rato. Los tres grupos de morteros estaban dispuestos, con los proyectiles en la mano.

Barcelona apretó contra sí el pesado lanzallamas y comprobó, por enésima vez, su funcionamiento.

– ¡Si por lo menos pudiera cambiar la válvula! -murmuró-. No es muy segura. La he reparado con un pedazo de goma de mascar.

– No hay tiempo -replicó el teniente Ohlsen-. Sólo nos quedan cuatro minutos.

Heide se volvió, amenazador. Estaba acurrucado tras la ametralladora pesada. Miró a los reclutas.

– Al que no vaya pegado a mi trasero cuando avance, me lo cargaré personalmente. Panjemajo?

Un recluta de diecisiete años se echó a llorar.

Heide rodó sobre sí mismo y le abofeteó brutalmente tres o cuatro veces.

– Déjate de lloriqueos. Lo único que arriesgas es que te rebanen el gaznate. No demuestres que tienes miedo. Si no, será tu primer y último ataque.

El recluta empezó a chillar; Heide se lanzó sobre él y le abofeteó una y otra vez con el dorso de la mano.

– ¡Cállate, cerdo, o te liquido!

El teniente Ohlsen y el ruso contemplaban la escena en silencio. Lo que hacía Heide era cínico y brutal, pero necesario. El miedo del joven recluta podía comunicarse a toda la compañía como un reguero de pólvora. No hay presa más fácil para el enemigo que un destacamento que huye atemorizado. En lo sucesivo, el grupo de ametralladoras pesadas temería más a Heide que a los propios rusos.

– Ha hecho usted bien, sargento -observó el ruso.

– Sí, mientras estemos en guerra -añadió inmediatamente Ohlsen.

Apenas había terminado de hablar, cuando el terreno pareció volar hecho añicos ante nosotros. Una prolongada explosión sacudió nuestra posición. Después, se escuchó un grito infernal. Vimos surgir el cuerpo gigantesco de Hermanito; llevaba el sombrero hongo en la cabeza. Estaba cerca de las trincheras enemigas. La metralleta que sostenía empezó a escupir balas trazadoras. Unos siluetas huyeron, presas de pánico. La sorpresa había sido total.

– ¡Qué tipos! -exclamó el teniente ruso, admirado.

– ¡Barcelona! -exclamó el teniente Ohlsen.

Barcelona se levantó y se lanzó hacia delante.

El lanzallamas iluminó el terreno. Unos hombres corrían transformados en antorchas vivientes.

El teniente Ohlsen bajó el brazo. Nuestras armas automáticas empezaron a escupir fuego.

Heide reía como un fanático, disparando salva tras salva.

– ¡Morteros! ¡Fuego! -aulló el teniente Spät.

Los obuses trazaron sus trayectorias parabólicas en el cielo y cayeron tras las trincheras rusas.

Cada hombre de la Compañía actuaba febrilmente. La angustia había desaparecido.

Doblé el pie de mi ametralladora ligera, avancé y me instalé en un cráter de obús, en plena tierra cíe nadie. Un grupo salió precipitadamente de la trinchera situada frente a mí; soldados acometidos por el pánico. Inspiré profundamente y apoyé con firmeza la culata contra mi hombro, como si estuviera en un ejercicio de tiro. Apunté con cuidado y vacié el cargador que mi ayudante, un hombre ya maduro, sacaba en el acto para sustituirlo por otro lleno. Cargué, disparé.

Sobre nuestras cabezas, un océano de llamas resplandeciente convertía el cielo en una gigantesca pantalla luminosa que iluminaba el terreno como en pleno día. Las montañas se dislocaron y resquebrajaron.

Porta tenía razón. Los «Do» habían despertado. Disparaban a tontas y a locas. Salva tras salva. Sus temibles cohetes caían detrás de nosotros.

Retrocedí y me dejé caer junio al teniente Ohlsen. Aquellos cohetes asustaban de verdad.

El teniente ruso huyó a toda velocidad, seguido por sus hombres.

– Desvedanja! -gritó antes de desaparecer.

El Batallón del comandante hizo exactamente lo que Porta había predicho. Emprendió la fuga. Pero, con gran sorpresa nuestra, los rusos no atacaron. Más tarde, averiguamos que también ellos habían huido.

Hasta pasadas siete horas, el sector no recobró la calma.

Los rusos rociaban constantemente nuestras posiciones con un nutrido fuego artillero.

A última hora de la tarde, se restableció el enlace con el Batallón. Se anuló la revista. Volvimos a nuestras posiciones. Se instalaron de nuevo los alambres telefónicos. Nadie sabía con exactitud lo que había ocurrido.

El teniente Ohlsen pudo dar parte de un ataque sorpresa de la Infantería enemiga. Un destacamento había intentado conquistar nuestras trincheras. La Compañía vecina dio la misma explicación. La historia fue considerada cierta.

Habíamos recogido seis soldados rusos muertos y los colgamos de los árboles. El teniente Ohlsen redactó un parte escrito en el que manifestaba que se había efectuado la ejecución.

Al día siguiente, el comandante nos envió a su adjunto para comprobarla. El ayudante acudió, pero no deseaba ver los cadáveres. Se dirigió al teniente Ohlsen:

– Los he visto. ¿De acuerdo?

Cuando el ayudante se hubo marchado, el teniente Ohlsen movió la cabeza:

– Hubiéramos podido ahorrarnos esta comedia.

A la noche siguiente se nos ordenó que enviáramos una patrulla de reconocimiento tras las líneas rusas. Querían averiguar su potencia artillera y si tenían tanques.

Desde luego, designaron a nuestro grupo. Hubiese sido una locura utilizar a los reclutas para esta misión.

Uno por uno salimos de la trinchera y nos dirigimos a paso de lobo hacia las trincheras rusas.

Hermanito avanzaba con el lazo en la mano.

– Nos repartiremos el oro -le había dicho Porta un momento antes de salir.

Sabíamos muy bien a qué oro se refería. Nunca pasaba ante un cadáver sin examinarlo y arrancarle las muelas de oro que pudiera tener.

– Esta manía de coleccionista os costara la cabeza algún día -profetizó el Viejo-. Con ella cometéis dos crímenes a la vez, primero, desvalijáis un cadáver. Esto está reconocido por todos los países. El segundo, reconocido sólo por nuestro Gobierno, precisa que todas las muelas de oro pertenecen al Estado y que, por lo tanto, deben de ser depositadas en la oficina de las SS más próxima. Infracción castigada con la pena de muerte.

– Pesimista -dijo Porta, riendo.

– Yo no depositaré las muelas -añadió Hermanito-. Con el dinero que saque de éstas, tengo la intención de comprarme una charcutería y un burdel cuando acabe la guerra. En los campos de concentración arrancan las muelas de oro a los vivos. Nosotros somos humanos: esperamos a que se hayan enfriado.

– ¡Asqueroso! -rezongó Stege.

– ¡Tú no te metas en eso, intelectual del diantre! -amenazó Porta-. Ocúpate de tus libros, y nosotros seguiremos con nuestros negocios. Veremos quién llegará más lejos.

Estábamos muy a retaguardia de las líneas rusas, cuando el Viejo se detuvo, de repente, ante una hondonada.

– Hay alguien ahí abajo -cuchicheó.

Hermanito y el legionario avanzaron silenciosamente por entre los arbustos, para examinar el terreno desde más cerca.

– ¡Venid! -llamó el legionario-. Son conocidos.

Descendimos a la hondonada.

– ¿Conocidos? -preguntó el Viejo, mirando los cinco cadáveres.

– Ejecutados -afirmó Porta-. Un disparo de «Nagan» en la nuca.

Hermanito preguntó:

– ¿Qué hay escrito en esos papeles que llevan colgados del pecho?

Porta recogió uno de los mensajes y tradujo el texto ruso:

– «Traidores al pueblo.»

– ¡Cuánto trabajo perdido! -murmuró Barcelona, pegando una patada a uno de los cadáveres.

Habíamos reconocido a nuestros ex prisioneros. La comedia no había tenido éxito.

– Quisiera saber lo que ha ocurrido -reflexionó el Viejo-. ¿Dónde debe de estar el teniente?

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