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– Es absurdo -observó Stege-. Tanto silencio produce miedo.

Oíamos un perro que ladraba a lo lejos.

– ¿Dónde diablos se ha metido Iván? -preguntó Barcelona.

El Viejo le señaló los abetos, rígidos como centinelas.

– Están allí, en sus agujeros. Les asusta el silencio, como a nosotros.

– ¡Si por lo menos disparara alguien…! -dijo Heide-. Esta calma trastorna a cualquiera.

Una risa diabólica cortó como un cuchillo el silencio de la noche. Se la tenía que oír a varios kilómetros de distancia. Era Porta. Jugaba a los naipes con Hermanito, quien expresaba en voz alta sus dudas sóbrela honradez de su adversario.

Una ametralladora empezó a tabletear en el lado opuesto. Una de las nuestras contestó con dos salvas melancólicas. A lo lejos, se oyeron silbidos y gruñidos. Un océano de llamas subía y bajaba en detonaciones gigantescas. Se hubiera dicho que las montañas temblaban de miedo.

– Baterías de cohetes -observó el Viejo-. Afortunadamente no disparan contra nosotros.

Dos ametralladoras ladraron en la noche, como perros de guardia. Varios proyectiles luminosos extendieron silenciosamente sus rastros lejos, hacia el Norte.

Un agente de enlace que llegaba corriendo gritó como un loco:

– ¡Mensaje para el jefe de la 5.ª Compañía! ¡Mensaje para el jefe de la 5.ª Compañía!

– ¡Cállese de una vez! -exclamó el teniente Ohlsen-. Estás loco de atar. Agitarás todo el frente, si vociferas de esta manera.

– ¡Mi teniente! -gritó el agente de enlace-. Tiene que presentarse inmediatamente ante el comandante, para recibir órdenes importantes.

– ¡Lárguese en seguida! -gruñó el teniente Ohlsen, furioso.

– ¿De dónde habéis salido, soldados de pacotilla? -preguntó Porta, mirando al mensajero, muy pulcro, muy aseado.

– Mi Stabsgefreiter, hemos salido de Breslau, 49.° Regimiento de Infantería, Compañía de Estado Mayor.

– Lo sospechaba -se burló Porta-. Rompe filas, héroe, y ve a buscar tu Cruz de Hierro. Está en aquel estercolero.

El agente de enlace se retiró bruscamente.

Las montañas temblaron de nuevo, como si padecieran un dolor lancinante. Un fuego azul y rojizo atravesó el cielo. Todo el terreno estaba bañado por aquel océano de fuego. Entornábamos los ojos ante aquel infierno fulgurante. Nos acurrucábamos en nuestros agujeros. La angustia se apoderaba de nosotros. Era el límite de lo que un hombre puede resistir.

La selva de cohetes cayó a lo lejos, entre los rusos, enviando por el aire, tierra, piedras y cuerpos mutilados.

– En nombre del cielo -gimió Heide, secándose la frente-, estas baterías de «Do» [15] atemorizan al más pintado.

– Atención -aconsejó Steiner-. A los agujeros. Acurrucaos bien. Ahí llegan los Ivanes con sus órganos.

– ¡Qué malos ratos me hacen pasar con sus «Do» de mierda! Siempre tienen que estarlos utilizando -dijo Heide.

Antes de que hubiera terminado la frase, al otro lado, se produjo un temblor de tierra.

Saltábamos a los agujeros como perros llenos de frío y escondíamos la cabeza entre las manos.

Como un huracán, los cohetes de doce centímetros cruzaron el cielo y levantaron un muro de llamas inmediatamente detrás de nosotros.

Después, reinó el silencio.

Algunos reclutas se incorporaron. Ignoraban las costumbres de los rusos. El teniente Spät gritó para avisarles:

– ¡A los agujeros, pandilla de cretinos!

Luego, resonaron las detonaciones. Esta vez, los cohetes habían estallado delante de los agujeros.

– La próxima ráfaga nos caerá encima -nos predijo Barcelona.

– Sus puestos de observación están en los abetos -dijo Steiner-. Porta -gritó, asomando la cabeza-. Cárgate a ese fisgón, para que nos dejen en paz.

Porta se echó a reír.

– Con mucho gusto. Pero antes, tengo que verlo.

Estaba tendido de bruces sobre su agujero, y registraba las cimas de los abetos con sus gafas infrarrojas. Una invención diabólica que convertían la noche en día.

– Podría ir a buscarlo -propuso Hermanito, haciendo chasquear su lazo-. Se ensuciará en los calzones, si le hago cosquillas en la nuca.

– Quédese aquí -ordenó el teniente Spät.

La salva siguiente cayó entre los agujeros. Se oían gritos espantosos.

– De esta manera, nos dejan tranquilos un momento -dijo Barcelona.

– Sí, hasta que esos cretinos de la «Do» vuelvan a las andadas -replicó el Viejo.

– Abre los ojos, Porta -cuchicheó el legionario-. Allí baja.

– Allí, a la derecha del abeto grande -exclamó jubiloso Hermanito.

Porta se echó al hombro el fusil con teleobjetivo y buscó desesperadamente el blanco que le indicaban.

– ¿Dónde, maldita sea?

Hermanito le indicó el individuo.

– Tres dedos a la izquierda del árbol torcido. ¿Lo tienes?

– Sí.

– Apresúrate. Casi ha Llegado al suelo. Allí, un poco más hacia atrás.

– ¡Válgame Dios, ahí está! -exclamó Porta-. Es un pez gordo. Tiene la orden de Stalin y lleva barba. Voy a darle le mayor sorpresa de su vida. Y la última también.

– Pégale el pildorazo cuando esté a punto de desaparecer y se crea a salvo.

– Entendido -dijo Porta, al tiempo que disparaba.

La metralleta resonó con un ruido seco y maligno.

Porta se echó a reír.

– ¡Qué voltereta! Le he volado la mitad de la cabeza; sin duda no valía gran cosa.

– Bien, muchacho, pásame tu libreta. Voy a anotar el golpe -dijo el legionario.

Porta le alargó la libretita amarilla que poseían todos los buenos tiradores.

– Tienes muchos -exclamó el legionario, pasando las hojas.

– Yo he hecho otros tantos con mi lazo -intervino Hermanito-. Y es mucho más valeroso. Con el fusil infrarrojo permaneces a distancia. Con un lazo, tienes que ir a respirar ante las narices del individuo. ¿Has observado si tenía dientes de oro?

Porta meneó la cabeza.

– Ese cerdo no ha sonreído ni una sola vez -se lamentó-. Pero démonos una vuelta por allí: nos repartiremos las coronas, si es que las tiene. Era un pez gordo, de modo que tal vez tenga chismes de oro.

– Spät, le entrego la Compañía -gritó el teniente Ohlsen-. Voy a ver al comandante del grupo de asalto.

Saludó, salió de un salto de su agujero y corrió a refugiarse entre un grupo de casas, en la ladera de la colina.

Una ametralladora empezó a escupir proyectiles luminosos en dirección al teniente. Pero no la manejaba un especialista. Las salvas eran demasiado largas y el tiro demasiado corto.

Conocíamos al teniente Ohlsen y sabíamos que, en su fuero interno, debía estar furioso contra el tirador.

Sin aliento, llegó al chalet donde el comandante recibió su informe con indiferencia. Los siete presentes se sentaban alrededor de una mesa lujosamente dispuesta.

El teniente Ohlsen no podía dar crédito a lo que sus ojos veían. Mantel blanco. Flores en jarrones de cristal. Candelabro de siete brazos. Porcelana azul, garrafas de vino y ordenanzas que prestaban servicio con chaquetas blancas y las insignias del regimiento en las hombreras.

«Me he vuelto loco -se dijo Ohlsen-. O bien estoy soñando.»

El comandante se aseguró el monóculo y miró a aquel teniente del frente que tenía delante. Las botas llenas de barro. El uniforme negro estaba desgarrado y griseaba a causa de la suciedad de varios meses. Faltaba la mitad de las hojas de roble. La calavera de los húsares se veía, manchada y gris. Hacía mucho tiempo que no se la había pulido reglamentariamente. El rostro marchito del teniente estaba cubierto de suciedad. La cinta roja de su Cruz de Hierro estaba deshilachada. En el lugar de la medalla había un agujero. La medalla se había fundido cuando su tanque se incendió. La manga izquierda de su capote se sostenía sólo de un hilo. Su mano derecha estaba negra de sangre coagulada. El cierre de su pistolera había desaparecido. Su cinturón de oficial había sido sustituido por el de un soldado raso.

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