– Su Compañía parece algo desorganizada -gruño-. ¡Menuda pandilla! Supongo que puedo confiar en usted, teniente. Si no tengo que hacerle observar que somos especialistas del Consejo de Guerra. Me presento: teniente coronel De Vergil, comandante de este puesto. Tome posición con su Compañía en el lindero del bosque, hacia la cota 738, donde mi batallón tiene su flanco izquierdo, y establezca bien el contacto, teniente.
El teniente Ohlsen saludó, llevándose dos dedos a la gorra.
– ¿Qué mosca le ha picado? -gritó el comandante, nuevamente indignado-. ¿No sabe saludar de manera reglamentaria?
El teniente Ohlsen se cuadró.
– Bueno, ahora, un saludo y descansen, según la HDV -exigió el comandante, lleno de arrogancia.
El teniente Ohlsen unió los tacones y se llevó con presteza una mano a la gorra.
El comandante asintió con la cabeza.
– Bueno, esto es. De modo que sabía hacerlo, teniente. Aquí no queremos saludos personales ni ninguna otra forma de negligencia. Se le ha confiado un Batallón de Infantería prusiana. Métase eso en la cabeza, teniente.
Se irguió. Era evidente que estaba muy satisfecho de sí mismo.
– ¿Quiénes son esos monos que lleva con la Compañía?
– A sus órdenes, mi comandante. La 5.ª Compañía del 27 Regimiento Blindado trae prisioneros a un teniente enemigo y a cinco soldados de Infantería del 43 Regimiento de Montaña ruso.
– Hágales ahorcar -decidió el comandante-. A los piojos hay que aplastarlos.
– ¿Ahorcarles? -tartamudeó el teniente Ohlsen, incrédulo.
– ¿Es sordo? -preguntó el comandante.
Dio media vuelta y desapareció en el interior del chalet.
El teniente Ohlsen le siguió con la mirada, moviendo la cabeza. Conocía el género. Los maniáticos de la Cruz de Hierro. Héroes de guarnición que avanzarían sobre cadáveres para tener un pedazo de chatarra en el pecho.
El teniente ruso protestó:
– No dejará que nos ahorquen, ¿no es verdad, mi teniente?
– De ningún modo. Si hay que ahorcar a alguien, es a ese bufón.
En el primer piso, una ventana se abrió violentamente. Asomó el comandante:
– No quiero dejar de ponerle en guardia contra cualquier negligencia en la posición. Para su información, me permito repetirle que somos especialistas del Consejo de Guerra.
Rió malévolo y cerró la ventana con un golpe seco.
– ¡Vaya carnaval! -se dijo Porta en voz baja-, San Pedro, protégenos. Lo necesitamos mucho.
– Cállate, Porta -pidió el teniente Ohlsen-. No es momento para bromas.
El adjunto del comandante, un joven teniente, apareció en e umbral.
– Mi teniente, nuestro comandante ordena que se dirijan a la posición en formación reglamentaria.
– Bien -contestó, sonriendo, el teniente Ohlsen-. Estamos dispuestos a marchar directamente hasta el infierno.
El otro se encogió de hombros y contestó, indiferente:
– Como le parezca.
Hicimos nuestros agujeros un poco más lejos de la colina. El terreno era pesado, pero no demasiado duro. No tardamos mucho en terminar nuestros agujeros de tiradores.
Hermanito y Porta cantaban mientras trabajaban. Cada vez cantaban con mayor fuerza.
– Están bebiendo «schnaps» a escondidas -dijo Heide.
Los tenientes Ohlsen y Spät estaban sentados en uno de los agujeros y cuchicheaban con el teniente ruso. Ante ellos tenían un mapa que consultaban sin cesar. Barcelona soltó una risita.
– Están dando el horario de los trenes al oficial de Iván.
– ¿Qué quieres decir? -interrogó Stege-. Nuestro teniente hace bien. No desea ahorcar al primero que llega, venga la orden de donde venga.
– ¿Crees que dejará marcharse a sus colegas? -dijo Heide, incrédulo.
– ¿Qué otra cosa, si no? -repuso Barcelona-. Sí aún están aquí cuando el comandante venga, los hará ahorcar por sus propios hombres y el teniente Ohlsen comparecerá ante un Consejo de Guerra… Desobediencia. Doce fusiles. ¡Pum!
– Creo que voy a hacer limpieza -observó Heide en voz alta -. No estoy de acuerdo con eso de dejar que se marchen esos tipos. De todos modos, nunca he comprendido por qué se hacen prisioneros. Un tiro en la nuca y te quedas tranquilo. Los cadáveres no crean problemas. Y además, ya lo podéis ver; nunca he hecho prisioneros.
– Y qué dirías si un día cayeses prisionero de los Iván y uno de ellos preparara su «Nagan», ¿eh?
Furioso, Heide lanzó una paletada de tierra a gran distancia.
– Ante todo, es inconcebible por lo que a mí concierne; pero aparte de esto, si ocurriera, esperaría el tiro en la nuca. Si no lo hicieran, les despreciaría. ¿Crees que temo estirar la pata? He sido el mejor suboficial de toda la guarnición. Hace nueve años que soy soldado. Nunca he sido capturado ni lo seré jamás. -Levantó un pie-. ¿Veis cómo la suela está impecablemente limpia? -Se volvió-. La raya de mi pantalón ¿está como es debido? Si tenéis un centímetro, venid a comprobar si mi corbata es reglamentaria. – Se quitó el casco ¿Llevo la raya derecha? ¿Está o no está mi cartuchera a dieciocho centímetros de la hebilla de mi cinturón? Y los pliegues del costado de mi capote, ¿no tienen tres centímetros? En mí todo está en regla. Siempre he sido igual desde el día en que decidí que el Ejército sería mi padre y mi madre. No me importan los motivos por los que un ejército lucha. Mataría a mi abuela si me lo ordenaran. Soy soldado porque me gusta serlo.
Había que reconocerlo. Heide era siempre perfectamente reglamentario. Incluso después de los cuerpo a cuerpo más feroces, siempre parecía a punto de presentarse a una revista.
– Pero, ¿qué relación tiene esto con dar el tiro de gracia a los prisioneros? -preguntó Stege.
– ¡Qué cabeza más dura tienes! -se burló Heide-. ¿Y tú has estudiado? ¡Vamos, anda! Yo sólo he ido a la escuela primaria, pero conozco la vida mucho mejor que tú y todos los demás asnos. ¿Has aprendido, por lo menos, a utilizar la bayoneta? ¿A detener los golpes y todo eso? ¿Te imaginas que es para coger prisioneros? ¿Disparar completamente oculto o a medias, apuntar bien, con la boca del arma en el borde, el colimador? Lo has aprendido todo, Hugo. Eres miembro de la sociedad desde hace cuatro años y no has entendido nada en absoluto. ¿Por qué tan pocos estudiantes llegan a comandante? No tienes más que mirarte… Gefreiter después de cuatro años. Yo necesité seis semanas. Al cabo de cinco meses, era suboficial, y en cuanto esta guerra termine me convertiré en oficial en un tiempo récord. El secreto consiste en entender lo que hay que entender. Coleccionad cadáveres. Divertios, y buena caza.
– Sin duda tienes razón -capituló Stege.
– Claro que la tengo. Y me cargaré a nuestros seis amigos en cuanto se las piren.
– Te denunciaré al teniente Ohlsen -dijo Stege.
– Hazlo -replicó Heide, riendo-. ¿Y qué crees que me hará? ¿Crees que me ocurrirá algo?
Se inclinó sobre su pala; lo oímos murmurar desde el fondo de su agujero
– ¡Vete al cuerno, pobre estudiante cretino!
Habíamos terminado de cavar los agujeros. Un obús cayó silbando. Un recluta lanzó un grito estridente y saltó fuera de su agujero.
– ¡Socorro! ¡Estoy herido!
Dos de sus camaradas fueron en su ayuda. Empezaron a correr hacia retaguardia, lejos de la posición. Barcelona hizo una mueca.
– Camarada, querido camarada, estás herido. Te llevaremos lejos de aquí. Te acompañaremos hasta la enfermería más remota.
– Sí, vaya suerte -se burlo Heide-. Precisamente antes de que esto empiece a animarse de veras. Esos héroes de pacotilla no saben luchar, pero no pierden el tiempo en aprender los trucos buenos.
Habíamos colocado nuestra olla en el fondo de un gran agujero. La habíamos cubierto con cuidado para que nada le ocurriera al jugo.
La luna desapareció detrás de una alfombra de nubes. La noche parecía un muro de terciopelo.
– ¡Qué silencio! -murmuró el Viejo-. Casi se diría que se le puede palpar.