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No, Tupra no estaría dispuesto a perdernos así como así, a quienes le servíamos. Yo creía no haber contraído aún graves deudas ni fidelidades con él, ni establecido nexos demasiado fuertes; nome había envuelto, ni enredado, ni anudado, yo no habría de tirar de navaja para cortar ningún vínculo de los que acaban por apretar. Había intentado engañarlo respecto a Incompara, pero ahora, con lo de Dearlove, aunque no fuera lo mismo, estábamos más o menos en paz. A la joven Pérez Nuix, en cambio, era probable que la tuviera pillada por varios lados, que para ella no hubiera fácil separación, o posibilidad de desertar. Me acordé del comentario de Reresby cuando congeló en el vídeo la imagen del apaleado padre, el pobre hombre inmóvil sobre la mesa de billar, sangrando por la nariz y las cejas, quizá por los pómulos y por otras brechas, quebradas las manos con las que había tratado de protegerse en vano, un amasijo con cortes e hinchado, yo también había quebrado una mano y rajado un pómulo con aparente frialdad, o acaso con frialdad verdadera, cómo había sido capaz. Tupra había dicho: 'Aquí nada se tira, no se entrega ni se destruye nada, y esta paliza está aquí a buen recaudo, no es para que la vea nadie. Tal vez un día convenga enseñársela a Pat, eso sí, quién sabe, para convencerla de algo, de que se quede, de que no se nos vaya, nunca se sabe'. Tal vez se la enseñaría diciéndole: 'No querrás que a tu padre le vuelva a pasar'. 'Qué suerte', pensé, 'que mi familia esté lejos, que yo esté tan solo aquí en Londres'. Pero quizá no le haría falta llegar a tanto para convencer a Pat: al fin y al cabo, aunque medio española, ella rendía servicio a su país. Yo no.

Aquella noche dormí mal porque había resuelto levantarme muy temprano. No iba a pasarme todo un domingo cruzado de brazos en Londres, rumiando, sin apenas tarea (había cerrado cuanto tenía pendiente antes de mi marcha), con la televisión acechándome y esperando a que se hiciera lunes para ver a Tupra. Hacía mucho que no visitaba a Wheeler y además había cargado con aquel pesado regalo para él desde Madrid, todo el trayecto: el gran libro, en dos volúmenes y con caja, de carteles propagandísticos de nuestra Guerra Civil que le había comprado a un librero de viejo, había unos cuantos —y no sólo españoles, y viñetas— con el mismo o parecido motivo de la 'careless talk'o la 'conversación imprudente'. Y cuando a uno le ha costado acarrear algo, siente impaciencia por entregarlo, más aún si está convencido de que le hará ilusión a su destinatario. La noche del sábado, cuando regresé de la estación de metro de Baker Street, era ya un poco tarde para llamarlo, así que decidí presentarme en Oxford por la mañana y avisarlo desde allí, no supondría ningún problema, él no salía apenas y estaría encantado de que me acercara a su casa junto al río Cherwell y me quedara a almorzar, o pasara el día entero en su compañía.

Así que me fui a la estación de Paddington de la que tantas veces había partido durante mi ya lejano tiempo oxoniense, y cogí un tren antes de las ocho de la mañana sin darme cuenta de que era de los más lentos, con transbordo y espera incluidos en Didcot. En aquella estación semiderelicta yo había aguardado muchos minutos sumados, durante lo que aún era mi juventud más o menos, y en una ocasión había tenido el convencimiento de perder algo importante por no haberme atrevido a hablarle —o casi— a una mujer que esperaba asimismo el tren retrasado que nos debía llevar a Oxford, y de la cual, mientras hacíamos tiempo fumando, el haz de luz temerosa que teníamos cerca iluminaba tan sólo las colillas de sus cigarrillos arrojadas al suelo junto a las mías (qué época tan tolerante), sus zapatos ingleses de adolescente o de bailarina ingenua, con hebilla y tacón muy bajo y la punta redondeada, y sus tobillos perfeccionados por la penumbra. Luego, cuando ya a bordo del tren demorado pude ver bien su rostro, supe y sé ahora que es la mujer que al primer golpe de vista más me conmovió a lo largo de mi juventud, aunque no se me escapa que este comentario sólo puede acompañar, según la tradición de la literatura y de la realidad, a aquellas mujeres que los hombres jóvenes no llegan a conocer. En aquel tiempo Luisa no se había cruzado aún conmigo y mi amante era Clare Bayes, y yo ni siquiera conocía mi rostro de entonces, y aun así interpretaba a aquella joven de la estación de Didcot.

El tren paró en las habituales Slough y Reading, y también en Maidenhead y en Twyford y en Tilehurst y en Pangbourne, y al cabo de más de una hora me bajé allí, en Didcot, donde tenía que aguardar varios minutos —aquellos andenes tan familiares— la aparición de otro tren cansino y remiso. Y fue en aquel lugar, mientras rememoraba difusamente a la joven nocturna cuyo rostro olvidé muy pronto pero no sus colores (amarillo, azul, rosado, blanco, rojo; y en el cuello llevaba un collar de perlas), donde descubrí que no eran sólo las ganas de volver a verlo y la impaciencia por observar sus ojos cuando los posara con sorpresa en aquellos carteles de la careless talken España lo que me había hecho levantarme tan pronto para subirme a aquel tren y visitar sin dilación a Wheeler, sino la necesidad de contarle lo que me había pasado y de pedirle cuentas, secundariamente. No lo que me había pasado en Madrid, de eso él no tenía ni la más remota culpa (y hablando con propiedad ni siquiera me había pasado nada, sino que yo había hecho algo). Pero sí lo que me había ocurrido con Dearlove, al fin y al cabo era Peter quien me había metido en aquel grupo al que él había pertenecido en otros tiempos y quien me había recomendado; había propiciado mi encuentro con Tupra y me había sometido a una pequeña prueba que ahora me parecía inocente e idiota —perfecta para que yo no midiera el riesgo—, y había informado del resultado. Quizá él mismo había escrito el informe sobre mí del viejo fichero: 'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco)...'. Era él, en todo caso, quien me había revelado mis habilidades supuestas y me había captado para aquel trabajo, por utilizar el verbo clásico.

Una vez en Oxford caminé desde la estación hasta el Hotel Randolph y desde allí lo llamé por teléfono (ahora que sabía que Luisa usaba móvil, tal vez debía yo hacerme con uno, son instrumentos de acecho pero ofrecen comodidades). Me contestó la señora Berry y ni siquiera juzgó necesario pasarme con Peter. Le consultaría, pero estaba segura de que a él mi visita le alegraría el día. 'Dice que venga usted en seguida, Jack. Cuando quiera', me confirmó a los pocos segundos. '¿Se quedará a almorzar con nosotros? Bueno, el Profesor no lo dejará marchar antes'.

Al entrar en el salón tuve un instante de alarma —no llegó a pánico—, porque vi a Peter con el rostro algo afilado, como suele ponérseles a quienes la muerte ya va rondando sin todavía demasiada prisa, con el reloj aún no en la mano sino tan sólo a la vista. Esa impresión me disminuyó al poco rato y la di por falsa, pero también pudo deberse a un acostumbramiento rápido, como el que se produce cuando se ve a un amigo muy engordado o enflaquecido o envejecido desde la vez anterior, y hay que llevar a cabo una especie de corrección de la perspectiva, hasta que se nos asientan el nuevo volumen o la nueva edad en la retina y volvemos a reconocer plenamente al amigo. Estaba sentado en su sillón como mi padre en el suyo, con los pies sobre un poufy la prensa dominical esparcida sobre una mesita baja, a su lado. El bastón lo tenía colgado del respaldo. Hizo una tentativa de levantarse para recibirme, pero yo se lo impedí. Por su apoltronamiento me pareció improbable que ahora pudiera sentarse tan fácilmente en la escalera, como había hecho la noche de su cena fría, ya tarde. Le puse una mano en el hombro y se lo apreté con suave o contenido afecto, fue a lo más que me atreví, en Inglaterra la gente apenas se toca. Estaba perfectamente vestido, con corbata y zapatos de cordones y una chaqueta de punto o jersey abierto, era una costumbre de su generación, yo creo, o al menos la había visto también en mi padre, que siempre estaba en casa como si fuera a salir en cualquier momento. No podía esperar. Tomé asiento en un taburete cercano y lo primero que hice, tras las cuatro frases de bienvenida y saludos, fue sacar de mi bolsa el paquete con La Guerra Civil en dos mil carteles, la próxima vez que fuera a Madrid tendría que buscar otro ejemplar para mí, era un libro fantástico, estaba convencido de que Wheeler lo apreciaría y disfrutaría mucho, como la señora Berry, a la que insté a quedarse con nosotros y mirarlo también. Sin embargo prefirió no hacerlo ('Ya lo estudiaré con calma en otro rato. Gracias, Jack'). Pretextó quehaceres y nos dejó, aunque a lo largo de la mañana cruzó por allí varias veces, entró y salió, siempre estaba cerca, siempre a mano.

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