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—Mire, Peter —le dije abriendo el primer volumen—, el libro reproduce también algunos carteles extranjeros, y he puesto papelitos amarillos donde los hay relacionados con la conversación imprudente, parece que la recomendación fue una constante en bastantes lugares. La campaña británica fue imitada por los americanos cuando entraron por fin en la Guerra, con un poco de cursilería o efectismo a veces, por cierto. —Y le mostré una viñeta con un perrito que lloraba a su amo marino, muerto '¡... porque alguien habló!', o, como diríamos en español más propiamente, '¡... porque alguien se fue de la lengua!'; otra en la que aparecía una gran mano peluda con condecoración y anillo nazis y la leyenda: 'Premio a las conversaciones imprudentes. No

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habléis de movimientos de tropas, rutas de barcos ni equipamiento bélico'; y una tercera, más sobria, en la que unos ojos rasgados e intensos asomaban bajo un casco alemán: 'El te está vigilando'—, Y hay dos carteles ingleses que no me suena que me enseñara, pero usted los recordará seguramente. —Y le señalé uno muy escueto, que decía tan sólo 'Hablar mata' o 'La charla mata', y en la parte inferior se veía a un marino ahogándose por culpa indirecta de ella, o quizá era por directa; y otro, firmado por Bruce Bairnsfather, que reproducía a su célebre soldado de la Primera Guerra Mundial, 'Oíd Bill', junto a su hijo movilizado para la Segunda: 'Hasta las paredes...', se leía en la parte superior, junto a una cruz gamada y sobre una enorme oreja; y debajo las palabras del joven: '¡Hasta la vista, papá! Nos trasladan a... ¡Mecachis, casi se me escapa!'. Y le llamé la atención sobre uno francés, firmado por Paul Colin: 'Silencio. El enemigo acecha vuestras confidencias', y sobre uno finlandés, pero en sueco, que mostraba unos labios de mujer, carnosos y rojos, cerrados por un tremendo candado, y el texto por lo visto rezaba: 'Apoya a los combatientes desde la retaguardia. ¡No propagues los bulos!'; y sobre uno ruso en el que la mitad de la cara del individuo a la escucha se ensombrecía, y además le salían, en esa mitad izquierda, un monóculo y un bigote y una hombrera de militar (un siniestro aspecto, en suma)—. Y aquí están los españoles —añadí, buscándolos ya más bien en el segundo volumen, aunque estaban repartidos—. Vea usted, estos sí son por fuerza anteriores a los británicos, y a los otros.

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Wheeler los fue mirando con detenimiento y con indudable interés, casi con fascinación, y al cabo de un rato en silencio, dijo:

—Son distintos. Hay más odio en ellos.

—¿En los españoles?

—Sí, fíjate en que los nuestros, y aun los de los demás países, advertían sobre todo del peligro e instaban a callar, a extremar la discreción y las precauciones, pero no demonizaban al enemigo oculto ni hacían hincapié en su rastreo, su persecución y su destrucción, es curioso. Casi ni lo vituperaban. Tal vez porque teníamos conciencia de estar haciendo nosotros lo mismo que él cuando podíamos, en Alemania y en la Europa ocupada. Y de que en una guerra es de esperar (y por tanto no se puede reprochar mucho, propagandas aparte) que cada bando recurra a cuanto esté en su mano para ganarla, sin límites, o sólo con los que la opinión pública exige. Lo cual, claro está, no significa que se respeten de hecho los que se asegura no traspasar oficialmente, sino que se cruzan con sigilo, en secreto, no reconociéndolo o incluso negándolo si se tercia. Pero mira este: 'Descubridlo y denunciadlo', y al espía se lo presenta como a un monstruo de vista y oído elefantiásicos y también de olfato, se lo relaciona con el fascismo italiano y no si además lleva un bonete de cura en la calva, ¿túlo ves, tú qué ves? Y no hablemos de este otro: 'Descubrid y aplastad sin piedad a la quinta columna', cuyos miembros aparecen como un puñado de ratas rapiñadoras y sanguinarias bajo la linterna, con la suela de un gran zapato a punto de aniquilarlas y una porra con picos para machacarlas. Claro que este cartel es del Partido Comunista, dominado por los stalinistas soviéticos, y éstos incitaban a la caza sin cuartel del enemigo y del tibio y a cargárselos sin contemplaciones, lo mismo que los franquistas en el otro lado. Y observa el siguiente: al escucha se lo llama 'La bestia': 'La bestia acecha. ¡Cuidado al hablar!', y lleva una corona en la cabeza y una cruz en el pecho que le cuelga de un collar, ¿no?, tiene algo de femenino por eso. Se está caracterizando al emboscado, se está diciendo quién y cómo es, se lo está señalando. Esos otros carteles, en cambio, los del famoso Renau con el ojo y la oreja y el de la Dirección General de Bellas Artes dirigido a los milicianos, esos sí se parecen más a los nuestros, son menos agresivos, más defensivos, más preventivos, más neutros, ¿no crees? Alertan sin más contra el espionaje. El texto del último podría figurar perfectamente en uno de los británicos posteriores: 'No deis detalles sobre la situación de los frentes. Ni a los camaradas. Ni a los hermanos. Ni a las novias'. Las malditas novias. Se las incorporaba demasiado a la vida propia, y ellas nos incorporaban demasiado a la suya, cuando nadie debía estar seguro de nadie. Muy interesante este libro, Jacobo, un millón de gracias por pensar en mí y traérmelo desde España, con lo mucho que pesa. —Se quedó pensativo unos segundos, luego añadió—: Sí, es muy llamativo ese odio. Es algo distinto. Yo no sé si aquí lo conocimos de la misma manera.

—Quizá en nuestra Guerra había que describir y caracterizar más al espía —apunté—, porque eran más indistinguibles y les era más fácil fingir y esconderse. Tenga en cuenta que todos hablábamos la misma lengua, por ejemplo, lo cual no sucedía aquí, contra los nazis.

Wheeler me lanzó una de aquellas miradas suyas de fugaz enfado o de ascua —los ojos minerales, como canicas casi violetas o amatistas o calcedonias, o eran granos de granada cuando se le achicaban— que le hacían sentir a uno que había dicho una tontería. Era entonces cuando se le veía mayor parecido con Toby Rylands.

—Te aseguro que la mayoría de quienes espiaban aquí sabían inglés como tú y como yo. O bueno, mejor que tú probablemente. Eran alemanes que habían vivido en el país en la infancia, o que tenían un padre o una madre ingleses. También había ingleses de pura cepa, renegados, y bastantes irlandeses fanáticos. Pasaba lo mismo con quienes espiaban para nosotros en Alemania o en Austria. Hablaban un alemán excelente. El de Valerie, mi mujer, era impecable, sin rastro de acento. No, no era eso, Jacobo. Cuando yo pasé por allí, por vuestra Guerra, lo noté ya sobre el terreno. Había un odio abarcador que saltaba a la menor chispa y que no estaba dispuesto a tener en consideración ningún otro factor, ningún matiz, ningún otro elemento. Un enemigo podía ser buena persona y haber sido generoso con sus adversarios políticos, o mostrar piedad, o podía verse que era un pobre diablo inofensivo, como tantos maestros de escuela que fueron fusilados por los bestias de un bando y no pocas monjas rasas por los del otro. Nada de eso importaba. Un enemigo nominal era sobre todo eso, un enemigo; no se le podía perdonar la vida ni aplicarle atenuante alguna, como si no se viera diferencia entre haber matado o delatado a alguien y limitarse a tener ciertas creencias o ideas o meramente preferencias, no sé si me explico. Bueno, lo sabrás por tu padre. A los extranjeros intentaban contagiarnos ese odio, pero claro, no era compartible, no en ese grado. Fue una cosa extraña, vuestra Guerra, no creo que haya habido una igual nunca. Ni siquiera otras Civiles en otros lugares. Había una proximidad excesiva en la vida española de entonces, no será igual ahora. —'Sí lo es', pensé, 'hasta cierto punto'—. Las ciudades no eran grandes y todo el mundo estaba en la calle siempre, en los cafés y en los bares. Era imposible, no sé cómo decir, soslayar esa cercanía epidérmica, que es la que engendra el afecto pero también el encono y el odio. Para nuestra población, en cambio, los alemanes eran distantes, casi abstractos.

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