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—Ya te he dicho que en principio es poco verosímil que el Estado haya ido contra él de esa manera. Así que me inclino más por una venganza personal de Tupra, alguna cuenta pendiente, se han tratado lo bastante, o de otra persona a la que Tupra le haya hecho el favor. Y tampoco es descartable un encargo, sin ningún favor.

—¿Un encargo retribuido, quieres decir?

—Sí, por qué no, ya te expliqué. Ese Dearlove puede que esté en decadencia a todos los efectos, pero, por lo que se sabe, a lo largo de su vida de estrella ha ido con muchos menores de ambos sexos, sin duda con algunos que en su día serían muy codiciables, según tu expresión, por su físico o por su alcurnia o por su origen social. Muchos de ellos serán ahora mayores, y algunos poseerán fortuna, bien puede ser, para permitirse un encargo así. También hay padres, ó hermanos. Yo qué sé, a lo mejor Dick Dearlove le arruinó la existencia a una hermana o a un hermano menor de Tupra. A lo mejor fue al propio Tupra —y se rió ante la idea— al que una vez pervirtió.

—¿Crees eso posible? No debe de ser mucho más joven que él. ¿Y tiene hermanos, Tupra?

La joven Pérez Nuix volvió a reír, esta vez ante mi ingenuidad, o ante mi literalidad.

—No, hombre, no, a Bertie seguro que no ha habido quien lo pervirtiera desde que nació, quien lo hiciera hacer algo que él no estuviera dispuesto a hacer. Me cuesta pensar que alguna vez fuera inocente y maleable, la verdad. Y además ese verbo lo he utilizado entre comillas, como imaginarás. No tengo ni idea de si tiene hermanos o no, jamás le he oído una sola palabra sobre su familia ni sobre sus orígenes, ni siquiera sé de dónde viene su apellido. —'También Peter lo ignoraba; aunque se burlase', pensé—. Nadie sabe gran cosa de él. Es como si hubiera brotado por generación espontánea. —Patricia había vuelto a llamarlo Bertie y había adoptado cierto tono evocativo, sin darse cuenta, sin querer, cuánto habría habido entre ellos. Pero en seguida regresó a la cuestión—. Lo que te quiero decir es que las posibilidades son ilimitadas y secundarias, no tiene sentido ponerse a hurgar. —De nuevo noté sobre mí su mirada de leve conmiseración. Era como si le diera pena verme atravesar un proceso que ella había recorrido ya, volví a tener esa sensación. También podía ser que eso la aburriera, incluso la enojara—. Qué más da el porqué, Jaime. No es asunto tuyo. Ni siquiera el hecho lo es, aunque ahora mismo tú creas que sí. Pero no lo es. A esto te tienes que acostumbrar. No se dará muchas veces, es la primera desde que te incorporaste, ya ves. También puede no ocurrir más. Pero te tienes que acostumbrar por si acaso, por las excepciones. Si no no podrás seguir.

—No creo que vaya a seguir —le contesté.

La joven Pérez Nuix manifestó sorpresa, pero me dio la impresión de que la fingía, como si considerara que no mostrarla era de mala educación o un desdén hacia mí. Ella era la mejor según Tupra, me conocería bien, tal vez más que yo, sobre todo porque yo no estaba interesado y había renunciado a entenderme, para qué. ('Porque nadie es conocido por otro mejor que por sí mismo, y sin embargo nadie se conoce tan bien que pueda estar seguro de su conducta de mañana', eso había dicho San Agustín, pensé, me acordé.) Sí, un poco al menos la fingió:

—¿Ah no? ¿Cuándo lo has decidido, estos días en Madrid o ahora al llegar? ¿Estás seguro?

—Estoy casi seguro —le concedí—. Antes quiero hablar con Tupra. Hoy no está en la ciudad.

—¿Y sería por esto, por lo de Dearlove? Y a Tupra, ¿qué le vas a decir? ¿Qué le vas a preguntar, el porqué? Eso son cosas suyas o ni siquiera suyas, él nunca te lo dirá. A veces tampoco él sabe el porqué, le llega una orden, no la cuestiona, la cumple y ya está.—Miró su vaso. Yo me llevé un cigarrillo a los labios a la espera de que volviera a hablar, me haría el despistado hasta que protestara alguien—. Tú sabrás, Jaime, pero a mí me parece una exageración. Es el estilo del mundo, como dice él, sólo es eso. Espera a encajarlo. Espera a darte cuenta de que no tienes nada que ver con lo que les ha pasado a Dearlove y al muchacho búlgaro. Las ideas flotan, y nada se transmite tan rápidamente. Nada más darla, ya no era tuya, solamente estaba ahí. Y todas pueden infectar. Espera un poco, y habrá un día en que me lo reconocerás.

—No sería sólo por esto —le respondí—. Pero esto contribuye. Creo que no lo he decidido aquí ni en Madrid, sino en pleno vuelo, en el avión.

—Vaya, principios firmes, ¿eh? —Y su tono se hizo levemente sarcástico; pero inmediatamente pasó a uno de seriedad—: No los tienes tan firmes en realidad, Jaime. Nadie que lleve tiempo trabajando en esto los puede tener. Te los estás poniendo encima, con denuedo, pero eso es otro cantar. —A veces decía palabras cultas, por la vertiente obligadamente libresca y no vivida de su español—. Está bien, no es que lo critique; ayuda, tiene su mérito, todos deberíamos hacerlo más. Pero lo que uno se pone se lo puede quitar.

Me acordé de lo que me había preguntado Tupra el día de mi primera interpretación de personas (el día que me había azuzado por primera vez: 'Diga lo que sea, lo que se le ocurra, hable'), tras retenerme en su despacho un rato para que le diera mi opinión sobre el General o el Coronel o el Cabo Bonanza, lo que fuera, de Venezuela: 'Déjeme preguntarle, ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar los principios de lado? Quiero decir, ¿hasta qué punto suele usted? Prescindir de eso, de la teoría, ¿verdad?', me había dicho. Y había añadido: 'Todos lo hacemos de vez en cuando, o no podríamos vivir: por conveniencia, por temor, por necesidad. Por sacrificio, por generosidad. Por amor, por odio. ¿En qué medida suele usted? Entiéndame'. Y yo le había respondido: 'Según para qué. Puedo dejarlos bastante de lado, para opinar en una conversación. Algo menos, para juzgar. Para juzgar a amigos, mucho más, soy parcial. Para obrar, mucho menos, creo yo'. Había contestado sin apenas pensar. En todo caso, qué sabía yo y qué sé yo. Quizá Pérez Nuix tenía algo de razón, y ahora me los estaba poniendo encima, o decidiendo no dejarlos de lado. En lo que no la llevaba era en lo último que había dicho: no todo lo que uno se pone se lo puede quitar.

—No todo —le dije—. Un tatuaje no se puede quitar. Y no siempre. Hay obligaciones que tampoco se pueden quitar. Por eso hay algunas que es muy difícil ponérselas. Y otras que más vale hacerlo, para que ya no haya marcha atrás.

No había ya mucho más que hablar. Debía haber supuesto que ella no sabría nada. Posiblemente sólo la había llamado para combatir mi impaciencia y compartir mi estupor, para desahogarme, tal vez para convencerme, al menos para argumentar, o para un ensayo. Apagué el cigarrillo apenas fumado antes de que nadie me diera un toque de atención. Pagué y salimos. Me ofrecí a llevarla en taxi hasta su casa, pero estábamos demasiado cerca de la mía, declinó la invitación. Así que la acompañé hasta la boca de metro de Baker Street y allí nos despedimos. Le di las gracias y ella me contestó: 'Por favor'.

—¿Cómo está tu padre? —le pregunté. No habíamos vuelto a mencionarlo desde la noche en mi apartamento. Ella no me había contado nada ni yo le había preguntado. Supongo que si entonces lo hice fue porque tuve con ella cierta sensación de adiós. Aunque el lunes nos viéramos en el edificio sin nombre, y quizá algún día más.

—No está mal. Ya no juega —me contestó.

Nos dimos un beso y la vi desaparecer, hacia dentro, hacia abajo, el metro de Londres está tan hondo. Quizá le daba envidia que yo pudiera no seguir en el grupo, como le había anunciado. Que para mí fuera aún posible desgajarme de él, había permanecido mucho menos tiempo. A ella tampoco había nada que se lo impidiera, en principio. Pero era seguro que Tupra la querría conservar a toda costa, como a los demás, a mí también. Él iba dando sus necesarios pasos y debía de confiar en no ahuyentarnos con ellos, quién sabía si los dosificaba y medía teniendo también eso en cuenta, calculando cuándo estábamos curtidos para soportar ciertas convulsiones. Había muy pocas personas con nuestra maldición o don, cada vez menos, según Wheeler, y él había vivido en suficientes épocas como para notarlo sin equivocarse. 'Ya no queda apenas gente así, Jacobo', me había dicho. 'Nunca hubo mucha, más bien poquísima, de ahí lo reducido que siempre fue el grupo, y lo disperso. Pero en estos tiempos la escasez es absoluta. Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digámosla prejuzgar, que es ofensa capital. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral.' Y en otra ocasión, en otro contexto, me había advertido: 'Has de tener presente que la mayoría de la gente es tonta. Tonta y frivola y crédula, no sabes hasta qué punto, una permanente hoja en blanco sin la menor huella ni resistencia*.

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