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Volví al interior y cerré. Decidí salir entonces a comprar cuatro cosas básicas para la nevera casi vacía, en un colmado cercano en el que asimismo se vendían revistas y diarios, pero ya no quise llevarme The Sunni ningún otro de su jaez; y cuando regresé a casa tampoco quise poner la televisión, seguro que en algún programa, si es que no en la mayoría, se estaría hablando del horrible crimen del Doctor Dearlove, antiguo odontólogo, convertido en un nuevo Hyde que ya no podría volver a ser Jekyll: sería un asesino lascivo a partir de ahora y hasta el Juicio Final, en el cual, en otros tiempos —en los tiempos de la fe firme—, se habría creído que un muchacho búlgaro o ruso apellidado Danev o Deyanov, Dimitrov o Dondukov, se encararía con él y lo acusaría con amargas palabras de muerto joven. O tal vez se dirigiera a Tupra, o incluso tal vez a mí. En realidad prefería no saber mucho, ni de él ni de Dearlove, más que nada porque no me hacía falta y aumentaría mi pesar. Sabía ya lo bastante, y lo que dijera la prensa serían sólo especulaciones morbosas y descaminadas. Lo que nadie sabría es que había alguien detrás, un experto en la repugnancia u horror narrativo y en el complejo Kennedy-Mansfield y en su maldición tan eficaz, y que aquel crimen no se debía en modo alguno al azar ni a una mala noche ni a una mera enajenación. Danev o Dondukov ya no podía contar quién y cómo lo había contratado y para hacer qué, y yo no estaba en disposición de demostrar nada. Tampoco pensaba hacerlo, eso además.

Llamé a la joven Pérez Nuix, la encontré en casa, la saludé, le dije que acababa de volver, le pregunté si podríamos vernos aquella noche o al día siguiente ('Es urgente, es importante; pero será breve, un momentito', le dije, como una vez me había dicho ella a mí, y después todo había durado hasta la mañana; no se había vuelto a repetir). Me contestó que sí, no intentó averiguar de qué se trataba por adelantado y se mostró dispuesta a desplazarse a mi zona ('Me vendrá bien airearme un rato, hoy no he salido en casi todo el día, y en todo caso he de sacar al perro'), nos teníamos una especie de inconfesa lealtad. Quedamos en el bar del lujoso hotel que se divisaba desde mi ventana ('Dame hora y media, no más, lo que tardo en volver con el perro y en llegarme luego ahí'), y cuando la tuve enfrente con una copa ya servida le conté de Dick Dearlove y de las interpretaciones que Tupra me había pedido de él, tras su cena-cum-celebridades en Londres y más tarde en Edimburgo. La puse al tanto de mis jactanciosos dictámenes, de mis hipótesis, de mis teorías, de mis escenificaciones, de mis predicciones. Tal como habían ido las cosas, habían sido una presciencia.

—Es demasiada casualidad, ¿no te parece? —añadí, y en ningún momento pensé que fuera a decirme que no.

La noté un poco incómoda, como si por algún motivo mi tribulación la impacientara o le desagradara, y bebió lentamente como se bebe para pensar las palabras un poco más. Por fin contestó:

—Jaime, las casualidades se dan, tú lo sabes. Yo creo, de hecho, que forman parte de la normalidad. Pero supongo que con Bertie no. Con Tupra por medio —se corrigió— es improbable, en eso llevas razón. Con él casi nada es casual. —Guardó silencio unos segundos, mirándome con lo que me pareció una leve conmiseración, y prosiguió—: ¿Pero qué es lo que te atormenta? ¿Haberle brindado una idea para tender una trampa que no te gusta? ¿Que de esa trampa no haya salido perjudicado el que estaba previsto, sino otro más? ¿Que haya habido un muerto, una víctima instrumental? Sí, claro, cómo me quieres que diga, entiendo tu desazón. Pero ya hablamos de eso aquella noche —me recordó. Y ante mi expresión de desconcierto añadió—: Sí, yo te dije que lo que hiciera o decidiera Tupra no nos incumbía en realidad. Todo el mundo, trabaje en lo que trabaje, proporciona ideas a sus jefes. Estos se apropian de ellas si les parecen buenas, y a los dos minutos de oírlas ya las creen suyas. Es muy molesto, ni siquiera te dan una palmadita, pero también nos exime de responsabilidad. Te dije que preocuparse por lo que pasaba con nuestros informes era como si un novelista se preocupara por los compradores y lectores posibles de su libro, por lo que entendieran y sacaran de él.

Me acordé de aquello, y también de que yo le había contestado que quizá no era acertada la comparación. Ella había hecho alguna más, ninguna me había convencido. De nuevo la vi más experimentada, hasta cierto punto más vieja que yo. Me miraba como si estuviera asistiendo, con pereza, al cabo del tiempo, a algo por lo que ella había pasado y que había dejado atrás. Quizá venía de ahí su impaciencia o su desagrado, su incomodidad: incomoda explicarle a otro lo que a uno le costó sangre aprender sin ayuda de nadie. O acaso había tenido la de Tupra, que no era mal argumentador.

—No me pareció acertada la comparación —le contesté—. Y el novelista, en todo caso, podría preocuparse por lo que mete en su libro, ¿no?

—No creo que ninguno lo haga —dijo zanjando la cuestión—. Nadie escribiría nada, si fuera así. Mira, Jaime, no puede uno andarse con tanto miramiento, eso es paralizador. Son ganas, como decís en España, de cogérsela con papel de fumar. Y luego, bueno, no exageres, qué quieres, en nuestro medio hay gente que hace cosas mucho peores, ensuciándose además. O mejores, según como se mire, porque con ellas rinden servicio al país. —Ya que hablábamos en español, fue de agradecer que no dijera 'a la patria'. Aquella expresión se parecía demasiado a una de las primeras que le había oído a Tupra, en la cena fría de Wheeler. Quizá creaba escuela con los que permanecían mucho tiempo a su lado, entre ellos no estaría yo. Pero Pérez Nuix dijo su frase en un tono tan neutro que no fui capaz de saber si iba en serio o si estaba citando a nuestro jefe y era un sarcasmo.

—No me digas que con la detención de Dearlove, con enviarlo a chirona un montón de años o a que se lo carguen allí a los tres días, se ha rendido un servicio a este país. O con la muerte de ese chico ruso, lo mismo estaba recién llegado y era ilegal, así nadie investigará gran cosa ni reclamará. ¿Cómo lo has llamado, una víctima instrumental? Creía que el término ya consagrado era víctima colateral. Aunque en castellano se debería decir lateral. —No pude resistirme a la pedantería de hacer esa precisión.

—Son cosas distintas, Jaime —me puntualizó—. Las víctimas colaterales, o laterales, no suelen ser instrumentales, se dan más bien por azar o por error o por mera inestabilidad. Las instrumentales, en cambio, cumplen siempre una función. Son las que son necesarias para que algo salga bien. —Se quedó callada otra vez, bebió, siguió callada. Pensé que quizá había pasado más de una vez por lo que yo estaba pasando. Titubeó al volver a hablar—: Mira, yo no sé, no lo sé, a mí Tupra hace mucho que no me cuenta nada, y tampoco me contaba apenas cuando estábamos en mejores términos, no te creas, quiero decir cuando me tenía más confianza o más debilidad, él se lo calla casi todo. En principio parece difícil que el Estado, o la Corona, o ellos —y señaló con un dedo hacia arriba, supuse que se refería a los capitostes del SIS o Secret Intelligence Service, que al menos antiguamente abarcaba el MI5 y el MI6—, hayan ordenado una trampa así, una operación así, contra un cantante de rock, una celebridad. Pero nunca se sabe, en América se han desclasificado cosas ridiculas, informes y seguimientos de gente como Elvis Presley o John Lennon por parte de la CIA o del FBI, así que todo es posible. No sabemos qué hacía Dearlove, en qué podía estar involucrado, con quién estaba liado y a quién podía chantajear, a quién amenazaba con su credibilidad intacta (en la medida en que alguien como él pudiera tener eso, claro está) o a quiénes se dedicaba a favorecer. Uno se lleva sorpresas inmensas con la gente insignificante, y con la inofensiva, y con la aparentemente ornamental. Estos cantantes y actores a menudo se grillan, los hay que se hacen de sectas raras, o se convierten al islamismo y hoy en día no se gastan bromas con eso, ya lo sabes. Una de las primeras lecciones que uno aprende en este oficio (o más vale traerla aprendida de casa) es que no hay nadie insignificante ni inofensivo ni puramente ornamental. —Cuando hablé más con él, en Edimburgo —le dije—; o mejor dicho, cuando lo oí hablar con una vieja amiga suya, Genevieve Seabrook, lo que otorga más veracidad a sus palabras porque con ella no tenía que representar, no me pareció que estuviera liado con nadie, menos aún con nadie codiciable, ni que tuviera posibilidad de algo así. Se quejaba de que en Inglaterra no solía quedarle más remedio que pagar. No creo que pudiera ser una amenaza para nadie importante, a quien nada menos que el Servicio Secreto debiera proteger. Me dio la impresión de un hombre que disimulaba su decadencia, pero en decadencia. Él mismo, de hecho, se estaba ya viendo desaparecer. No tanto del mundo cuanto de la memoria de la gente. Eso lo preocupaba mucho, lo amargaba, lo angustiaba.

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