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Lo primero que hice nada más entrar por la puerta del apartamento que llegó a ser mi casa durante cierto tiempo, amueblado ingenuamente por alguna mujer inglesa a la que nunca vi, fue marcar el número directo de Tupra. Era fin de semana y en el edificio sin nombre no habría nadie, o esa era la teoría, no era yo el único que se pasaba por allí a deshoras, para terminar tareas o informes o para revolver o indagar. Como me había sucedido al llamarlo desde Madrid, una voz de mujer me respondió. Pregunté por el nombre que me repelía utilizar, Bertie, para mostrar mi familiaridad con él, aunque no hacía falta, si conocía su número directo de casa alguna había de haber.

'Está fuera de Londres', me contestó. '¿Quién lo llama, por favor?' Lo que no tenía era su móvil, Tupra era muy celoso de él, y también de la opinión de que todo podía esperar, 'como en los viejos tiempos de ayer', se encargaba de recordar.

'Jack Deza', dije, y me salió una zespañola sin querer, me había reacostumbrado a ella durante los días en mi país, debió de sonar como 'Daetha' o 'Deatha' para un oído inglés. 'Trabajo con él, y es importante. ¿No podría darme su número de móvil, si es tan amable? Acabo de regresar de Madrid y tendría que informarle de algo urgente y de su mayor interés.'

'No, lo siento, no creo que pueda dárselo. Sólo él lo puede dar', respondió la mujer. Y añadió con impertinencia leve, lo cual me hizo sospechar que fuera Beryl, en la cena de Wheeler no había hablado lo suficiente con ella para reconocerle ahora la voz, que no era demasiado joven, aunque tampoco de edad: 'Si no lo tiene, será porque él no ha considerado preciso que lo tenga usted'.

'¿Es usted Beryl?', le pregunté entonces, arriesgándome a crearle a mí jefe un conflicto doméstico o conyugal, si no lo era. Pero poco me importaba ya, en seguida iba a dejar de serlo, tenía tomada la decisión. O casi tomada, nada es seguro hasta que ya está hecho y aposentado.

'¿Por qué lo quiere saber?', fue su contestación. Y en tono que me pareció medio severo y medio de guasa afirmó: 'Usted no necesita saber quién soy yo'.

'Quizá Tupra le tenga prohibido a Beryl, si es que es Beryl y debe de serlo', pensé, 'que divulgue que han vuelto, más aún que viven juntos de nuevo, puede que prefieran sentirse amancebados más que casados, y hallen gusto en la clandestinidad.' Me acordé de sus largas piernas y de su olor infrecuente, agradable y muy sexuado, tal vez lo que arrastraba a Tupra hacia ella una y otra vez, en ocasiones nuestras debilidades son por las cosas más simples, a las que no podemos renunciar. Estuve a punto de decirle: 'Es que si es usted Beryl nos conocemos. Soy amigo de Sír Peter Wheeler, y fuimos presentados en su casa, hace ya tiempo'. Sin embargo me abstuve, se me ocurrió que si insistía sería peor.

'Mis disculpas, no pretendía ser impertinente', le dije. '¿Podría decirme entonces cuándo regresa Bertie, por favor?'

'No lo sé con exactitud, pero supongo que si trabaja con él, lo verá el lunes en su despacho. Me imagino que allí estará.'

Era una manera de indicarme que no volviera a llamarlo a la casa durante el fin de semana. Le di las gracias y colgué, tendría que esperar. Abrí la ventana de guillotina para airear tras tantos días de ausencia, deshice rápidamente mi maleta, limpié un poco el polvo, examiné el correo acumulado y después, cuando ya caía la tarde y sin saber qué más hacer —cuando uno está recién llegado carece de ritmo—, me asomé a mirar y vi a mi vecino bailando enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronaban el centro de aquella plaza: nada había cambiado —no tenía por qué, el tiempo nos engaña cuando nos vamos de viaje, siempre parece más largo de lo que fue—. Estaba con sus dos amigas habituales, la blanca y la negra o mulata, un trío bien avenido, ellas debían de ser 'guebrídgumas' entre sí, enlazadas por él, otro punto de coincidencia con Custardoy, que era dado a llevarse a la cama a las mujeres de dos en dos, no creía que se hubiera prestado a eso Luisa, dónde se habría ido Custardoy con su mano rota, dónde habría ido de verdad, no era asunto mío y me daba igual, con tal de que cumpliera mis condiciones y se mantuviera alejado de ella y sin hablarle de mi intervención, esto último era vital. Los tres bailarines ensayaban unos pasos veloces, una especie de taconeo aflamencado extraño o acaso era de claque —no lograba adivinar la música que sonaría alta en su salón, era sábado—, porque con el brazo derecho sujetaban algo sobre sus respectivos hombros, daba la impresión de ser algo móvil y vivo y de pequeño tamaño, no pude resistirme a coger mis prismáticos aquella vez, y cuando acerté a enfocarlos vi con estupefacción que cada uno portaba un perrillo diminuto efectivamente echado al hombro, desconocía las marcas o quiero decir las razas, pero el del hombre era chato y peludo y los de las mujeres más bien como ratas y con el hocico agudo, de esos escuálidos con un copete o moñito o flequillo o tupé, asquerosos como se los mire. No les pegaba nada que fueran suyos, me pregunté de dónde los habrían sacado, tal vez los habían alquilado exclusivamente para su danza excéntrica, en todo caso los animalillos debían de estar mareados si es que no trastornados y desesperados, el repiqueteo de los bailarines sería para ellos como un terremoto permanente o algo así. Era de esperar que a mis vecinos no los viera ningún miembro de las sociedades protectoras de animales, tan feroces y activas en Inglaterra, o seguramente los denunciaría por tortura, atropello y aturdimiento de bestezuelas indefensas. 'Qué locos', pensé, 'deben de creer que tiene gran mérito bailar con un ser vivo en el hombro sin que se les caiga, pero podría salirles disparado en un quiebro y estampárseles contra la pared o un ventanal.' Me quedé observándolos unos minutos hasta que de pronto se interrumpieron con aspavientos de desagrado y alarma: el perrillo de la mujer blanca se le había orinado encima, regándole la cara y el pelo, y precisamente por haberlo hecho en medio del zapateo frenético, había asperjado también a los otros dos. Sometido a semejante ajetreo, la incontinencia era sin duda lo mínimo en que el pobre bicho podía incurrir. Soltaron a los tres chuchos, que se tambalearon por el salón, y empezaron a quitarse la ropa manchada con prisa y con asco, y justo en el momento de sacarse el hombre su elegante polo, su mirada quedó frente a mi ventana y me divisó. Escondí los prismáticos en el acto y di dos pasos hacia atrás, avergonzado de mi espionaje. Pero no parecieron enfadados en modo alguno, pese a que las dos mujeres se habían quedado ya en sostén, con la agravante o el aliciente de que la mulata no llevaba sostén. Al igual que la otra vez que me habían visto, me hicieron señas divertidas, invitándome con los brazos a trasladarme allí. Entonces también me había dado vergüenza, pero había logrado verle una ventaja al recíproco contacto visual: había pensado que si una noche o un día se me hacían en verdad desolados, tenía abierta la posibilidad de intentar buscar compañía y baile al otro lado de la Square o plaza, en aquella casa desenfadada y alegre cuyo ocupante se resistía además a mis deducciones y conjeturas, inhibía mis facultades interpretativas o se sustraía a ellas, algo tan infrecuente que le confería leve misterio. Y esa perspectiva de una visita hipotética, ese asidero posible o futuro me había llevado a sentirme más seguro y ligero, como con una red. Desde luego aquel era un día en verdad desolado, y hasta que hablara con Tupra me aguardaba un fin de semana sin apenas nada que hacer, un domingo per sedesolado y 'desterrado del infinito' o 'banni de l'infini', como alguna vez había escrito creo que Baudelaire y como suelen serlo los de Inglaterra, los conocía bien desde hacía muchísimos años, desde que había vivido allí por primera vez, en Oxford, y sabía que no eran simples y mortecinos domingos que, como en todas partes, hay que atravesar de puntillas sin llamar su atención ni hacerles el menor caso, sino algo más, más gravoso y abismático y lento que en cualquier otro lugar que yo conozca. Así que quizá había llegado el momento de recurrir a la red de aquel trío jovial, y además a las dos mujeres no les importaba exhibirse delante de mí, sobre todo a la que más me había gustado siempre y exhibía más. Dudé un instante si ir, si bajar a la plaza y cruzarla y subir, y en seguida lo descarté. 'No, ahora tiene menos sentido que nunca', pensé, 'lo más probable es que dentro de poco —unas semanas o un mes, a lo sumo dos— yo ya no viva en este apartamento ni me asome más a esta Square, y ellos empiecen a convertirse tan sólo en un recuerdo grato que se difuminará. Y a mi bailarín, por desgracia, ahora sí lo interpreto más, porque ya no puedo evitar asociarlo y verle una afinidad con Custardoy.' De modo que, sonriendo, me acerqué de nuevo a la ventana y con el dedo índice les dije que no. Y a continuación abrí y levanté un poco la mano en un gesto amistoso, esa fue mi manera de decirles 'Gracias' y quizá también 'Adiós'.

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