Lamenté momentáneamente que en el avión no tuvieran algún periódico sensacionalista y de baja estofa como The Sun, del mismo imperio austral que The Timesy más dado por tanto al escándalo, la moralina y el rumor: esa clase de prensa estaría frotándose las manos y arriesgándose a quebrantar toda ley con tal de vender más ejemplares. Eché un vistazo a El País, por si acaso, pero su tratamiento era sobrio y somero y no contaba nada distinto de lo que sus colegas de Londres se atrevían a saber. Pero mi lamento no duró nada, ya digo, fue un instante de ingenuidad, porque no me hacía falta conocer los detalles ni las circunstancias ni los antecedentes ni los motivos, ni siquiera la explicación psicológica sobre la que se preguntaban los periodistas y algún que otro opinador. Para mí estaba claro que Tupra había arrojado el máximo horror biográfico sobre aquel ídolo, que lo había sumergido en la repugnancia narrativa como en una tinaja de nauseabundo vino, que le había prendido una tea y lo había inscrito con letras de fuego en la lista de los aquejados por la maldición K-M o Killing-Murderingo Kennedy-Mansfield, en lo que así se llamaba en nuestro reducido grupo sin nombre y quién sabía si, por mimetismo, en algún otro y más altivo lugar; que Reresby o Ure o Dundas lo había condenado no ya a unos cuantos años de cárcel, que para alguien tan famoso como Dearlove supondrían un lento e incesante infierno —quiero decir más incesante y más lento que para los demás—, o en el mejor de los casos se verían interrumpidos por una muerte veloz a manos de otros presidiarios, con un delito a sus espaldas de semejante turbiedad, sino a que la historia entera de su vida y sus logros quedara empalidecida de un solo brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, a que cayeran en el inmediato olvido su trayectoria y su construcción, y a que ya nunca nadie pudiera mencionar, leer u oír su nombre sin asociarlo al instante con aquel crimen final. Hasta las madres lo sacarían a colación para prevenir a sus hijos desprevenidos, y además lo harían, al cabo del tiempo, con distorsión y exageración: 'Lleva cuidado de con quién te mezclas y de con quién vas, no se puede fiar uno de nadie. Acuérdate de lo que le hizo Dick Dearlove a aquel chico ruso, se lo llevó a su casa y lo abrió en canal'. Y tan seguro estaba de que aquello era así como de que en poder de Tupra obraría ya una grabación, una filmación con los hechos sobre los que la prensa aventuraba hipótesis y que aún no conocía casi nadie más; en ella se vería seguramente la secuencia entera, desde que el joven búlgaro R D se presentara en casa de Dearlove hasta el momento furioso o empavorecido en que éste lo alanceara causándole la muerte rápida, aunque debió de requerir dos golpes —primero en el cuello y luego en el pecho, o podía haber sido al revés— para callarlo del todo y acabar con él; y para entonces, tal vez, todavía ofuscado ypuerilmente triunfal (poco le duraría esa sensación, y durante el resto de sus días le tocaría deplorarla sin más), quitarle a su cadáver el móvil o la pequeña cámara con los que habría hecho sus fotos comprometedoras y que Dearlove no le habría encontrado al cachearlo juguetónamente al llegar, porque acaso Tupra se habría encargado de que no tuviera que llevarlos encima sino de que estuvieran escondidos en algún lugar de la casa con anterioridad a la cita galante o comercial de los dos, como la famosa pistola que aguardaba a Al Pacino en el lavabo de un restaurante en la primera parte de aquella gran obra maestra que constó de tres, a cual mejor.
Tupra no iba a necesitar hacer uso de aquella cinta o DVD, lo importante en aquella ocasión no había sido conseguirla y guardarla para el futuro, para sacarle algo a Dearlove o impedírselo más adelante, lo importante había sido que éste se diera cuenta de uno solo de los engaños a que se lo sometía y su consiguiente e irreparable reacción. Tan irreparable y tan inocultable que el castigo iba a llegarle sin hacerse esperar. Tupra sólo tendría aquel vídeo por tenerlo, para contemplarlo a solas o regodearse con la ejecución de su plan, como pieza de orgullo para su colección. No le serviría para nada más, puesto que el hecho principal había quedado al descubierto nada más cometerse: Dearlove had done the deedy el mundo entero ya estaba al corriente. Había matado a un joven con una lanza.
Pero quien lo había instigado en última instancia era yo. O quizá no exactamente: más bien lo había inventado, lo había concebido, lo había expuesto o lo había dictado, había imaginado su escenificación. Había dado la idea —nadie tiene nunca en cuenta ese peligro, el de dar ideas y se dan sin pausa, a todas horas y en todas partes—, y no pude evitar preguntarme cuántas más de mis interpretaciones o traducciones habrían tenido consecuencias sin yo enterarme. Cuántas y cuáles. Me había pasado mucho tiempo dictaminando a diario con cada vez mayor soltura y despreocupación, oyendo voces y mirando caras, frente a frente u oculto desde la estación-estudio o en vídeo, diciendo quién era de fiar y quién no, quién mataría y quién se dejaría matar y porqué, quién traicionaría y quién sería leal, quién mentía y a quién le iba a ir mal o regular en la vida, quién me reventaba o me daba lástima, quién fingía o me caía en gracia, y qué probabilidades llevaba cada individuo en el interior de sus venas, igual que un novelista que sabe que lo que diga o cuente de sus personajes, o les atribuya o les haga hacer, no saldrá de su novela y no hará daño a nadie, porque por mucho que se los sienta vivos seguirán siendo ficción y nunca interferirán con ningún ser real (con ninguno en sus cabales, esto es). Pero no era este mi caso, no escribía yo nada con tinta y papel sobre quienes jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, sino que describía y descifraba a personas de carne y hueso y sobre ellas pontificaba y vaticinaba, y tanto mi acierto como mi desacierto, veía ahora, podían tener consecuencias nefastas y condicionar su suerte en manos de alguien como Tupra, que en esta ocasión no se había limitado a ser Sir Punishmenty Sir Thrashing, sino SirDeathy Sir Cruelty, y Sir Vengeancetal vez. Y yo no había sido su instrumento, sino algo más infrecuente y quizá peor, su inspiración y su involuntario susurro al oído, su imprudente e inconsciente Iago. No me importaba ni me interesaba mucho qué tuviera en contra de Dearlove, si le había tendido una trampa por iniciativa propia —mi trampa— o en extravagante misión de Estado o por el encargo bien pagado de algún particular particular. Eso era lo de menos. Lo que me atormentaba era pensar que había puesto en práctica mi plan que no era plan, y que para coronarlo con éxito no había tenido reparo en sacrificar la vida de un joven: 'Extraño tener que desprenderse aun del propio nombre', esta vez sí, y aquella víctima hasta carecía de él, se llamaba tan sólo R D. Preocupante e inverosímilmente, no había caído hasta entonces en el hecho más grave de todos y el que —comprendí al instante, con los tres periódicos desplegados sobre mis rodillas en aquel avión— más me iba a mortificar durante el resto de mi vida. Y por lejana que más adelante quisiera ver y lograra ver y fuera a ver la vinculación —así sería, me parecería remota e indeliberada, por mi parte al menos, y mi sentimiento de responsabilidad se atenuaría, y todo se asemejaría a un sueño, y con suerte me engañaría a mí mismo y lo haría desaparecer, sobre todo cuando se borrara el cerco y algún día me pudiera decir: 'Pero eso fue en otro país'—, a aquel chico ruso que ni siquiera sabía de mi existencia, como yo había desconocido la suya mientras le duró, lo habían matado por mi predicción o mi hipótesis o fabulación, por lo que había dicho y contado yo, y ahora habría de repetirme: 'For I am myself my own fever and pain. Y así yo soy mi propio dolor y mi fiebre'.