Echamos a andar en aquella dirección, ella delante de mí. Nos disponíamos a charlar en casa, y mientras aquello durara nos parecería de lo más natural, sin la artificialidad de haber establecido una cita previa en un restaurante ni en ningún otro lugar. Pero entonces sonó su móvil, el que utilizaban otras personas y yo no, y ella se apresuró hasta el salón, casi corrió, lo tenía allí, dentro del bolso, también yo había dejado mi gabardina y mis guantes en el respaldo de un sillón, al entrar. La dejé ir, claro está, no apreté el paso, pero, puesto que íbamos juntos, tampoco me detuve ni me frené, mi discreción consistió en no pasar, en quedarme en el umbral mirando los libros de una estantería, mis libros que tal vez algún día cercano tendría que llevarme de allí, todavía no sabía adonde.
—¿Sí? —le oí decir con el ánimo súbitamente ligero, como si la voz al otro lado le hubiera despejado la melancolía (o era pesar) con tan sólo una palabra o dos. Estaba seguro de que era Custardoy, llamándola por penúltima o antepenúltima vez—. Sí. ¿Tú estás bien? —Hizo una pausa—. Sí, ya entiendo. Aunque bueno, no te creas, la estampida me tiene descolocada... ¿Y no sabes cuánto vas a tardar? Eso es un poco raro, ¿no?, que no te hayan dado plazos. —Instintivamente se alejó de mí y bajó la voz, para que yo oyera lo menos posible. Pero como tampoco quería ser grosera cerrándome la puerta o yéndose a otra habitación, su murmullo me siguió alcanzando. Perdí algunas palabras, su tono no. No hablaba mucho, era Custardoy quien llevaba la voz cantante, y la conversación fue más bien breve, como si él tuviera prisa (obedecía mis órdenes de distanciamiento y sequedad y concisión)—. Pero con esto me dejas a ciegas. Y atada, si yo no te puedo llamar —dijo Luisa un poco implorante, elevando por consiguiente la voz, para bajarla en seguida otra vez y añadir a modo de explicación—: Está Jaime aquí, ha venido a despedirse, se vuelve mañana, estaba a punto de irse ya, ¿por qué no me llamas dentro de cinco minutos? —Ahora hubo otra pausa más larga—. Pues no, no te entiendo, ¿tienes que salir ya, ahora mismísimo?... —En algunos momentos se me escapaba lo que decía, oía vocablos intermitentes y frases sueltas—. No, la verdad es que no entiendo esta situación, primero todo tan precipitado y ahora tanta dificultad. No, ya, si no, no es que nos conozcamos desde hace tanto, ni que te me sepa de arriba abajo, no pretendo tal cosa, pero esto en todo caso me es nuevo, nunca se había dado... Sí. Y suenas raro, suenas distinto. —Volvió a callar, después casi a cuchichear, luego elevó el tono para decir—: Bueno, mira, no entiendo lo que te pasa, es como si me hablara otra persona. Es como si de pronto me tuvieras miedo, y yo no te voy a agobiar. —'No es a ti a quien tiene miedo, mi amor', pensé. 'Es a mí'—. Bueno, como quieras. Tú verás, tú sabrás, yo no estoy para descifrar... —Y las últimas siete palabras, las que vinieron a continuación, las soltó con frialdad—: Bien, vale. Como tú digas. Pues adiós.
En otras circunstancias no me habría gustado nada oír aquella conversación, cómo Luisa le protestaba a otro hombre, cómo estaba en un tris de rogarle, cómo reaccionaba con dignidad ofendida a su evasividad o desinterés. Pero aquella escena en realidad la había preparado yo, casi la había configurado y dictado, como si fuera Wheeler, que sin duda dedicaba tiempo a la confección o composición de escogidos momentos, o, como si dijéramos, conducía sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes. Sólo que yo no intervenía en aquella conversación, o bien era Custardoy quien había hablado por mí, al fin y al cabo no eran sus verdaderas palabras, sino las que yo lo había inducido a decir como un Yago, o lo había obligado a pronunciar. Saber que yo estaba allí al lado, presente, debía de haberle hecho aumentar su temor, también su odio hacia mí. Eso había sido una coincidencia, pero él no la habría sentido como tal, habría creído que yo vigilaba el proceso y que estaba ojo avizor. Tanto mejor para mí.
Luisa se acercó a donde yo estaba, con el móvil aún en la mano y una expresión que era mezcla de desconcierto, renuncia y contrariedad. 'Aún te queda mucho', pensé, 'aún te vas a desesperar. Y entonces me buscarás, porque soy lo más conocido y el que quizá siempre va a estar.'
—Bueno, ya me voy —dije, y cogí mi gabardina y mis guantes. Ella le había pedido a su interlocutor que la llamara al cabo de cinco minutos, en seguida había estado dispuesta a sacrificar nuestra charla, la que íbamos a haber tenido, imprevistamente. Para ella era secundario que la perdiéramos, que se diera o no. A aquellas alturas, para mí también. En aquel viaje no estaba mi oportunidad, habría que esperar bastante más.
—Lo siento —murmuró ella—. Cosas del trabajo. La gente tiene comportamientos muy extraños. Anuncia una cosa y luego ni me acuerdo. Se larga. —No hacía falta que me diera explicaciones falsas. La índole de la conversación había sido a todas luces personal, en modo alguno laboral. Yo sabía lo que estaba pasando, ella todavía no. No me importaba llevarle tanta delantera, no me importaba engañarla. 'No es este el Jaime que yo conozco', me diría Cristina más tarde. Pero yo ya lo había pensado antes: 'No, no lo soy. I am more myself'.
Luisa me acompañó hasta la puerta. Nos dimos dos besos, pero esta vez ella también me abrazó. Noté que lo hacía más por desprotección, o por la repentina anticipación del abandono y la pérdida, que por afectuosidad. Aun así yo se lo devolví con fuerza y con ganas, ese abrazo. No me costaba en absoluto abrazarla, eso nunca me costó.
'Ven, vuelve a mí, tendré paciencia, esperaré; pero no tardes ya mucho más', pensé en el avión, mientras recordaba aquel adiós. Y a continuación cité para mis adentros, de un poema reciente en inglés que había leído en uno de mis viajes con Tupra, lo había leído en un tren: ' Why do I tell you these, things? You are not even here'. O lo que es lo mismo: '¿Por qué te digo estas cosas? Ni siquiera estás aquí'.
Eso fue lo último antes de que todo cambiara. Pedí a la azafata algún periódico inglés, debía acostumbrarme de nuevo al otro país. Tampoco aquel día había mirado todavía ninguno español, estaba demasiado pensativo para que me contara el mundo exterior, de hecho llevaba El Paísdoblado sobre las rodillas, aún sin abrir. La azafata me ofreció The Guardian, The Independenty The Times, cogí los dos primeros, del tercero ya no aguanto la decadencia espantosa bajo su actual imperio austral. Miré la portada de The Guardiany mi vista se fue al instante —los nombres que conocemos nos llaman, captan a gran velocidad nuestra atención— hacia una noticia que debió de sacarme los ojos de las órbitas y me los llevó corriendo a la de The Independent, para ayudarme a darle crédito y confirmar que no era una broma pesada y absurda ni tampoco una figuración. Ambos diarios la traían, no podía no ser verdad, y aunque no ocupaba demasiado espacio o no el principal, era de primera plana en los dos: 'Dick Dearlove, acusado de homicidio', rezaba un titular, y el otro era muy parecido: 'Dick Dearlove detenido por la muerte violenta de un menor'. Claro que ninguno decía 'Dick Dearlove', sino su verdadero nombre, Dearlove es sólo como he dado en llamarlo yo.
Busqué las páginas correspondientes y las leí con aprensión y avidez, luego con horror y con una creciente repugnancia hacia Tupra y hacia mí mismo, o en realidad esto último me vino como una exhalación. La información era muy incompleta y los hechos confusos, y no contribuían a aclararlos las sucintas y más bien herméticas declaraciones del portavoz y de los abogados de Dearlove, que eran quienes habían avisado a New Scotland Yard a la mañana siguiente a la noche del homicidio, lo cual hacía suponer que habrían dispuesto de unas horas para calibrar la situación y preparar y acordar la mejor línea de defensa, sobre la cual, por otra parte, no se aportaban apenas datos. En Inglaterra, según tengo entendido, y a diferencia de lo que ocurre en España, donde todo es griterío irresponsable desde el primer instante cuando no linchamiento verbal, se lleva muy a rajatabla la prohibición de violar el secreto de un sumario y de adelantar públicamente indicios y testimonios que vayan a formar parte de uno, y nadie con posibilidades de testificar acerca de un crimen está autorizado a relatar su versión a la prensa con anterioridad al juicio. Tanto los abogados como los periodistas se limitaban así a especular, con prudencia, insinuaciones vagas y considerable discreción. Se aludía a un posible intento de secuestro, a un posible intento de robo (' burglary'), también a un posible ajuste de cuentas pasional. La víctima tenía diecisiete años, al parecer era de origen búlgaro o ruso (no se sabía con seguridad, ni si poseía la nacionalidad británica o no; se imaginaba que no) y sólo aparecían sus iniciales, que curiosamente coincidían con las de su matador, esto es, pongamos que eran R D. Fuera como fuese, y yo supe en seguida cómo había sido en lo fundamental, de lo que no parecía caber duda era de que el cantante le había clavado una lanza en el pecho y en el cuello, de las varias que tenía en su casa colgadas en un salón contiguo al comedor, a aquel joven muy joven, dos noches atrás. Lo cual significaba probablemente que las televisiones de buena parte del mundo, sobre todo las británicas pero también las de mi país, llevarían ya una jornada entera desmenuzando el asunto, y no digamos los millones de voces anónimas o pseudónimas de Internet. Pero yo no había visto la televisión ni internet.