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—¿Y ahora cuándo vas a volver? —me había preguntado Guillermo en tono acusatorio, y Marina se había empeñado en que me la llevara de viaje conmigo, por los aires.

—Pronto —había mentido, sin todavía saber que no mentía—. Esta vez no dejaré pasar nada de tiempo, te lo aseguro. —Y a la niña le había prometido que en el siguiente viaje sí me la llevaría conmigo hasta la isla grande, a sabiendas de que los crios pequeños apenas si guardan memoria de un día a otro, uno de sus muchos privilegios.

Aquella fue la única vez en que Luisa pareció a punto de invitarme a sentarme en el salón un rato, como si de repente hubiera caído en la cuenta de que tardaríamos en vernos de nuevo y de que al final no habíamos tenido ni una sola conversación en regla; de que no se había interesado por mi vida en Londres ni por mi trabajo ni por mis hábitos ni por mis perspectivas ni por mi estado general de ánimo ni por mis amistades ni por mis posibles amores (sobre esto último podía no haberle contestado, como había hecho ella conmigo), ni siquiera por las mujeres descuidadas o sucias o borrachas o idas —en todo caso desbragadas— que acaso goteaban sangre en mi casa o en la de Wheeler y que le habían dado pie a burlarse a gusto. Su falta de curiosidad, su falta de atención hacia mí habían sido notables durante mi no corta estancia, y de no ser por lo que yo había hecho a escondidas, por mi intromisión brutal en su vida —hasta cierto punto se la había deshecho, o había tirado abajo la que intentaba reconstruirse—, por mi consiguiente sensación de estar más que en deuda con ella, semejante indiferencia habría sido suficiente motivo para darme por ofendido y quejarme entre dientes. Pero tan abstraída estaba, probablemente tan enfrascada en su historia, que ni siquiera reparó en la extrañeza de mi buen conformar aparente y mi discreción excesiva. Ella me conocía bien, seguramente era a quien mejor conocía. Sabía que era respetuoso y que no era un pelma, que aceptaba lo que se me daba de buena gana y que no luchaba por lo que se me negaba, mi orgullo me impedía darle mucho la lata a nadie y actuaba sibilinamente para conseguir mis propósitos, entreteniéndome y esperando, lingering and delayingcuanto hiciera falta. Pero era a todas luces anómalo que no hubiera hecho algo más por verla a solas, y con tiempo. Que le hubiera cedido toda la iniciativa y me hubiera hecho tan a un lado, que hubiera dejado transcurrir los días sin hacerme más presente o visible y sin reclamar nuestro encuentro. Eso debería haberla escamado, y no fue así, sin embargo. Tenía la cabeza demasiado ocupada en otras cosas, en Custardoy a buen seguro, primero en la incomprensible ilusión que le creaba, quizá en la tensión entre su querencia y su desconfianza —a un hombre como aquel tenía que percibírselo como desaconsejable en parte, siempre—, luego en la inquietud por su inesperada y brusca marcha con explicaciones escasas, en la desazón creciente por la dilación de sus llamadas, tal vez no había dado aún señales de vida desde su desaparición, como yo le había ordenado ('Durante tu ausencia la llamas poco, y cada vez menos'), y la baldía espera de algo acaba por hacerse acuciante y por dominar todo el tiempo y ocupar todo el espacio, se aguarda el timbrazo de un momento a otro y cada momento se torna muy oprimente y muy largo, la rodilla hincada en tu pecho y plomo sobre tu alma, hasta que el agotamiento nos vence y nos da cierto respiro.

Tal vez fue eso, una tregua por cansancio, lo que le permitió mirar a su alrededor un instante y verme, acordarse de quién era yo y darse cuenta de que al día siguiente me habría ido, y de que entonces me habría dejado pasar de largo sin —por así decir— aprovecharme; de que sin embargo aquella noche yo estaba todavía a tiempo de servirle para engañar un rato al tiempo, y sacarla durante unos minutos, con mis relatos londinenses, con los comentarios o anécdotas de mi mundo ajeno al suyo, de sus obsesiones que no amainaban. Seguramente me habría escuchado tan sólo con medio oído, ni siquiera con uno entero, como quien se fija distraídamente en el murmullo de una lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parece iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, al levantar uno la vista; o como quien al dormirse con un ojo abierto cree entender y se acopla al lánguido rumor del río, que habla con sosiego o desgana, o la desgana la pone uno con su propia fatiga y su propio sonambulismo y sus sueños que ya comienzan, aunque se crea muy despierto; o como quien sin querer se contagia y se deja arrastrar por un tarareo insignificante que le llega desde la distancia, a través de un patio o de una plaza, o bien al entrar en un lavabo y oír a un hombre contento que canturrea al peinarse, al hacerse la raya con agua y con extremado esmero ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', y entonces no puede uno sino continuar y ponerle significado y palabras a la pegadiza canción, si se la sabe: 'For I'm a poor cowboy and I know I' ve done wrong. Porque soy un pobre vaquero y sé que he hecho daño', dice el verso; o, si se quiere, 'que he hecho mal').

Así me habría escuchado Luisa, desatentamente, si hubiéramos llegado a tener aquel rato de charla que estuvo a punto de proponerme. Yo me había despedido ya de los niños, de cada uno en su cama, los había dejado durmiéndose, más que dormidos. Había entornado ambas puertas y le había dicho a Luisa, que me esperaba en el pasillo:

—Bueno, ya me voy. Me voy mañana. —A continuación le había tocado la barbilla suavemente, para mirarle el perfil, y había añadido—: Ese ojo está casi curado. A ver si llevas más cuidado en general. —El golpe no se le notaba ya apenas, sólo había una pequeña zona que aún le amarilleaba un poco, no se daría cuenta nadie que no hubiera visto lo anterior.

—Sí, ya te vas —contestó ella. Y en su pensativo tono me pareció que a lo mejor iba a echarme vagamente de menos, ahora que se iba a quedar más con los niños y no tendría tanta distracción—. No nos hemos visto mucho, no me has contado casi nada, me has pillado en malos días, con muchos compromisos previos y mucho quehacer, cosas que ya no podía anular ni cambiar, si me hubieras avisado de tu venida con antelación...

Era una especie de disculpa, era ella quien se sentía algo en deuda, no demasiado, uno suele amoldarse al que tiene los días contados en la ciudad y no lo había hecho. Se la veía triste y ajena y como con malos presentimientos o aún peor, con una mala presciencia. Serena en su abatimiento, como quien ya ha arrojado la toalla antes de recibir los golpes, como quien ya sabe. Debía de estar convencida de que algo raro sucedía con Custardoy, o a lo mejor ella lo llamaba Esteban; de que, aunque él viajara a veces y se pasara días o semanas observando y estudiando cuadros en cualquier lugar, no era normal una partida tan intempestiva, sin haberse podido despedir ni ver, ni tanto silencio posterior. Imaginé con satisfacción que él debía de estar siguiendo mis instrucciones al pie de la letra, o quizá extremándolas: sí, era bien posible que aún no la hubiera vuelto a llamar desde su primer aviso, desde su supuesta llegada a donde le hubiera dicho que se había ido. Hasta podía haberle contado que estaba en Baltimore y no haberse movido de Madrid. A mí me daba lo mismo, con tal de que cumpliera y no apareciera nunca más.

—¿Cómo estás tú? —le pregunté—. Te noto algo alicaída, ¿te ha pasado algo en los últimos días?

—No, nada —me respondió, sacudiéndose un poco el pelo al negar—. Un pequeño chasco, no tiene importancia. Se me pasará en seguida.

—¿Puedo hacer algo al respecto? ¿Con alguien que yo conozca?

—No. No, en absoluto. Es alguien que tú no conoces, alguien reciente. Y tampoco es culpa suya, no lo ha podido evitar—. Se quedó callada un segundo y añadió—: Es curioso, cada vez habrá más gente mía que tú no conozcas, ni siquiera de oídas, y no tendrá ningún sentido que yo te hable de ella ni te la mencione. Y lo mismo me pasará a mí con la tuya. Eso no había ocurrido a lo largo de muchos años, ¿verdad?, o rara vez. Es extraño cómo en la convivencia uno se tiene al día sin especial esfuerzo ni dificultad, y cómo de pronto, o más bien es poco a poco, se lo ignora todo sobre quienes vienen después. Sobre quienes llegan a la vida de cada uno, quiero decir. Yo no sé nada de tus amistades de Londres, por ejemplo, ni de tus compañeros de trabajo con los que te tratarás a diario. Me dijiste que erais un grupo reducido, ¿verdad? Y con una chica medio española, ¿no? ¿Qué tal te va con ellos? Ni siquiera tengo del todo claro a qué os dedicáis. —Y a la vez que decía esto me señaló con el brazo hacia el salón, no como si me indicara la puerta de la calle para que me fuera ya, sino como si me sugiriera que pasáramos allí un momento antes de irme para que le contara, o acaso era tan sólo para oírme hablar. Quizá se había dado cuenta de que podía ayudarla a sobrellevar unos minutos su espera, o a levantarle del alma su plomo que no cesaba. Pensé que le preguntaría por la joven madre gitana y sus niños, eran en cierto sentido gente suya de la que yo aún había llegado a saber, en nuestra convivencia, en nuestra cotidianidad, y de la que había llegado a acordarme en el otro país.

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