—Pero si tu padre está muerto —volví a enmendarle—, desde hace muchísimo, y tu tío Víctor también.
De nuevo no se empeñó, sino que ahora dijo;
—Ya lo sé que están muertos. Vaya novedad me traes, Jacobo. —Y se rió con indulgencia, como si el que estuviera disparatando fuera yo.
Quizá ahora mi padre iba y volvía a lo largo del tiempo con enormes facilidad y rapidez. Quizá iba siendo dueño del tiempo y en la mano tenía el reloj, el de sí mismo o de su existencia, y mientras lo miraba avanzar con calma, él viajaba a voluntad. Acaso eso sea lo único que en verdad les queda a los muy ancianos —sobre todo si no son ancianos astutos, como Wheeler—: cuando ya no se esfuerzan por cubrir las vacantes, por buscar relevos o sucesores de las muchas figuras perdidas a lo largo de sus vidas; y al no participar ya más de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo —que al ser de todos es el nuestro—, dejan de añadirse remedos y de rodearse de ellos, para recuperar en cambio los originales en toda su plenitud. Ya no necesitan la vida, que es floja y pálida y huidiza, sino sólo el pensamiento, que se les hace cada vez más potente y nítido y abarcador, al no tener que convivir más que a ratos con la realidad.
—Tú tienes una pistola, ¿verdad? —se me ocurrió preguntarle entonces. Cuando muriera aparecería, y era de temer que eso ya no tardaría mucho más en pasar; y alguno de nosotros, mis hermanos, mi hermana o yo, la heredaríamos como Miquelín había heredado de su padre la Llama que acababa de estar en mis manos. Quizá me convenía saber dónde encontrar en el futuro una limpia, sin necesidad de recurrir a nadie.
Me miró algo sorprendido con sus ojos claros que veían mal.
—Sí. ¿Por qué me lo preguntas? —Y aquello pareció despertarlo, o volverlo al hoy.
—De dónde sale. Por qué la tienes. —No le contesté.
Se llevó una mano a las cejas, esta vez no para alisárselas con expresión absorta, sino como para pensar o recordar.
—Bueno, a mi padre le gustaban mucho las armas. No era apenas cazador, pero sí tirador. Le encantaba y era muy hábil. Era socio del Tiro Nacional, y tenía muchas. Una carabina Mauser, un rifle Baker, una deportiva Le Page, muy decorada; y hasta una 'Rabo de Mono', no recuerdo por qué se la llamaba así; pistolas y revólveres, algunos muy antiguos, como del Oeste, había un Le Mat americano, y un Beaumont-Adams inglés y un par de Derringers, uno de ellos de doble cañón, y pistolas del siglo XVII o XVIII, recuerdo una Blunderbuss, muy dorada, y una Miquelet de duelo, y una 'Reina Ana' muy plateada, una buena colección. Y también armas blancas de países exóticos: gumías, yataganes, bolos de Filipinas, un kriss malayo... Y espadas de cazoleta, claro. —Hizo una pausa y se acordó de dos más—: Un kukri nepalés, y hasta un bhuj de la India, que era muy raro, mitad cuchillo y mitad hacha, se lo conocía también como 'Cabeza de Elefante' porque tenía una labrada en latón entre la hoja y el mango, que era estrecho y largo... —Lo estaba viendo, comprendí que estaba viendo aquel bhuj de su infancia y también las demás armas, se le puso esa mirada que a menudo se les pone a los viejos aunque estén acompañados y hablando animadamente, son ojos mates de dilatado iris que alcanzan muy lejos en dirección al pasado, como si en verdad vieran sus dueños físicamente con ellos, quiero decir ver los recuerdos. No es una mirada ausente sino concentrada, sólo que en algo a muy larga distancia. Y tras su breve ensoñación siguió contando—: A mi hermano y a mí nos contagió esa afición, sobre todo a mí. Nos las enseñaba, nos explicaba todo, nos acostumbraba a manejarlas con escrupulosa precaución.
—Pero las armas blancas, ¿para qué las quería? Porque con ellas no tiraría, ¿no? En el Tiro Nacional no le permitirían arrojar un kriss malayo.
Ahora sí estaba interesado del todo en la conversación, o al menos en su rememoración remota, así que reaccionó con presteza a mi broma, divertido pero fingiendo que no:
—Mira que sois majaderos, nunca perdéis ocasión de decir alguna tontería. —Aquel plural que nos englobaba siempre a los cuatro hijos, aunque sólo uno estuviera presente—. Claro que no tiraba con ellas. Pero le gustaban. No sé. Había nacido en 1870, y la gente de aquella época tenía gusto por las armas en general. Era algo bastante normal. Entonces no era tan frecuente darles un uso criminal como ahora.
—Ya —dije yo—. Lo que no parece muy prudente es que se las dejara manejar a niños, ¿no? Os podíais haber volado la cabeza o cortado el cuello, tu hermano y tú. ¿Espadas de cazoleta, has dicho que tenía? Yo sé lo que corta una espada. Hoy las autoridades, qué digo, los vecinos, pondrían el grito en el cielo ante una cosa así. Hoy a tu padre lo enchironarían por eso.
La palabra 'enchironar' aplicada a su padre debió de irritarlo, aunque hubiera salido de mí, con guasa.
—Hoy se hacen muchas ridiculeces —me contestó con reproche, como si yo fuera una autoridad o un vecino—. Hoy todo da pavor y la gente es muy poco libre en lo personal, y cada vez lo es menos en la educación de sus hijos. A los niños, antes, se les enseñaban muchas cosas en cuanto tenían uso de razón, por algo se llamaba así. Cosas que les podían ser útiles cuando fueran mayores, porque nunca se perdía de vista que un niño acabaría por ser mayor. No como ahora, en que lo que más bien se pretende es que los adultos continúen siendo niños hasta la ancianidad, y además niños bobos y pusilánimes. Por eso hay tanta tontuna en todas partes. —Se llevó los dedos a los labios y musitó—: Es triste asistir a una época de decadencia, habiendo conocido otras mucho más inteligentes, dónde va a parar. Será una de las razones por las que no lamentaré demasiado mi marcha. Eso está cerca, ya te das cuenta, me parece a mí.
—O no tanto, quién sabe —le respondí yo—. A lo mejor nos sobrevives a todos. El orden de la muerte no lo sabe nadie, ¿verdad? —Y al no contestarme él nada, le insistí—: ¿Verdad?
—Verdad —me concedió—. Pero hay una cosa que se llama cálculo de probabilidades, que funciona con bastante acierto. Sería una crueldad gratuita que a estas alturas de mi vida murierais alguno antes que yo. Lo sería para vosotros y sobre todo para mí. Dios lo impida. —Yo habría tocado madera, en su lugar. No porque crea en la madera, sino por expresividad.
Aquella derivación era melancólica, y justamente se trataba de evitárselas con cualquier asunto o conversación que lo distrajera: de su espera de la noche y su espera del día, y de las siguientes esperas de la noche y el día, hasta que ya no hubiera más. Era mi última visita antes de regresar a Londres, tardaría en venir de nuevo a Madrid. 'Tal vez ya no lo vuelva a ver', pensé con desmayo. (No, el inglés se me estaba infiltrando, no fue con desmayo sino con dismay, es decir, consternación.) Así que le puse la mano en el hombro, eso le gustaba y lo calmaba, pero esta vez lo hice para calmarme a mí, para notar sus huesos y que me acompañara su respiración.
—Pero entonces, ¿qué ibas a decirme? —Volví atrás, a lo que lo había despejado y entretenido un poco—. ¿Que tu pistola es una de las de la colección de tu padre?
—No, qué va. Toda esa colección fue desapareciendo luego, hace siglos, cuando llegaron las vacas flacas. Mi padre hacía grandes negocios y entonces se ponía eufórico y dilapidaba los beneficios, los invertía en disparates, ya lo sabéis. Después se recuperaba más o menos, cuando le volvía la sensatez, hasta que un día ya no hubo recuperación posible. Las pocas armas que aún quedaban se vendieron al empezar la Guerra Civil, y la misma suerte corrió la colección de relojes. Y no sé si alguna la confiscaron.
—¿Y entonces la pistola?
—Ah, la tengo desde la Guerra, una Astra De Luxe, de calibre 7,65. Es bastante bonita para ser de fabricación española, un poco historiada quizá: el cañón adornado con grabados plateados en relieve y el mango con cachas de nácar. ¿Por qué lo quieres saber?