—No, por nada, por curiosidad. ¿Puedo verla? Nunca te la he visto. ¿Dónde está?
—No lo sé —me contestó sin vacilación, y no me sonó a excusa para no mostrármela—. La ultima vez que la tuve en mis manos, hace ya años, decidí esconderla mejor en algún sitio, para que no la pudieran encontrar los nietos, cuando vienen y lo revuelven todo. A vosotros os controlaba vuestra madre, pero ella ya no está. Y debí de guardarla tan bien que no tengo ni idea de dónde diablos la dejé. Se me ha olvidado. Estaba con su munición y todo, bien conservada, con aceite. ¿Para qué la quieres? —Era extraño, era como si notara que la quería para mí. No era el caso exactamente, yo ya había cumplido mi parte con otra prestada, ya no me hacía falta. Pero llevarla en el bolsillo daba seguridad.
—No, si yo no la quiero para nada —dije—. Era sólo curiosidad. ¿Cómo es que te arriesgaste a guardarla, después de la Guerra? Si te la hubieran pillado durante el franquismo, en un registro, se te habría caído el pelo, supongo, más aún con tus antecedentes. ¿Por qué la conservaste? ¿Por qué la conservas, aunque ya no sepas dónde la tienes?
Mi padre se quedó pensando un momento. Quizá como si le costara responder, quizá como si quisiera ponderar sus palabras, no lo sé. Luego dijo escuetamente:
—Nunca se sabe.
—¿Nunca se sabe qué?
—Lo que uno va a necesitar.
Él siempre había contado que, durante la Guerra, tuvo la suerte —en un aspecto— de permanecer en Madrid, destinado a servicios auxiliares a causa de su miopía. Y aunque vistió el uniforme del Ejército de la República, no había tenido que ir al frente, ni que disparar una sola vez. Y decía cuán contento estaba de eso, esto es, de tener la absoluta seguridad de no haber matado nunca a nadie, de no haber podidomatar nunca a nadie. Se lo recordé:
—Siempre has dicho lo que te alegraba saber con certeza que en la Guerra no habías matado a nadie, que no hubiera habido ocasión. Eso no casa mucho con guardar una pistola luego, cuando las cosas no estaban tan mal. Quiero decir cuando la vida era menos expuesta y menos caótica, aunque durante una dictadura tampoco esté nadie a salvo, claro está. ¿Cómo es que no la entregaste, o te desprendiste de ella?
—Porque después de haber vivido una guerra, ya nunca se sabe —repitió. Y se quedó callado, pero con las dos manos apoyadas en los brazos de su sillón, como si fuera a tomar impulso en ellos para añadir algo más, así que esperé. Y en efecto añadió algo más—: Sí, me alegro mucho de no haber matado a nadie. Pero eso no significa que no lo hubiera hecho, si no me hubiera quedado otro remedio. Si vosotros o vuestra madre hubierais estado amenazados de muerte y yo la hubiera podido impedir así, lo habría hecho, estoy seguro. Cuando erais pequeños, quiero decir, porque ahora ya os podéis defender, es muy distinto. Ahora ya no mataría por vosotros, supongo. Aparte de no estar capacitado, mírame cómo estoy, vosotros mismos lo podéis hacer. No me necesitáis para eso. Y además no sabría si os lo merecíais, cada uno lleváis vuestra vida y yo no sé cómo la empleáis. Antes era distinto, antes lo sabía todo de vosotros, cuando erais pequeños y estabais aquí. Tenía todos los datos, ahora ya no. Es raro que los hijos se conviertan en unos semidesconocidos, hay muchos padres que no lo aceptan y que les son incondicionales en todo caso, incluso contra toda evidencia. Yo conozco al que fuiste, y creo reconocerlo en ti. Pero a ti no te conozco, en realidad, como lo conocía a él, en modo alguno; y lo mismo con tus hermanos. A vuestra madre, en cambio, la conocí hasta el final, por ella sí habría matado hasta el final. —Ahora la cabeza y el tiempo le funcionaban perfectamente, y tras una mínima pausa para cerrar el paréntesis, regresó a lo anterior—: Uno nunca sabe, nunca sabe, y puede que un día deba utilizar una pistola. Mira lo que pasó en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Durante mucho tiempo no sabíamos si se extendería hasta aquí, pese a las promesas de Franco, como para fiarse de ellas, y a sus largas y evasivas con Hitler. No sé si te das cuenta de que en esa Guerra hubo que recurrir a todo, nadie se pudo guardar ni un cartucho, limpio o sucio. Fue mucho peor que la nuestra, en un sentido. En otro, claro, fue menos mala. En uno cualitativo, la de aquí fue la peor. —De nuevo se detuvo y me miró más fijamente, aunque tuve la sensación de que en aquel momento no me veía en absoluto, de que miraba como los ciegos, sin calcular la distancia. Noté que lo excitaba lo que se aprestaba a decir—: Pero de lo que estoy más contento, Jacobo, es de que nadie haya muerto nunca por lo que yo haya dicho o contado. Si uno le pega un tiro a alguien, en el frente o para defenderse, malo es, pero con ello se puede seguir viviendo, y no por eso se pierden la decencia ni la humanidad, no por fuerza. Pero si alguien muere por lo que uno cuenta, o aún peor, por lo que inventa; si alguien muere por su causa sin necesidad; si uno podía haber guardado silencio y esa persona seguiría viva; si uno habló cuando debía o podía callar y con ello trajo una muerte, o varias..., yo creo que con eso no se puede vivir, aunque muchos vivan o parezca que viven. —'Eso tal vez era antes', me dio tiempo a pensar, o lo pensé más tarde en el avión de regreso a Londres, al recordar la conversación; 'mi padre aún piensa en un mundo en el que los hechos dejaban huella y la conciencia solía hablar. No siempre, desde luego, pero sí a la mayoría. Ahora, en cambio, es al revés: resulta fácil acallarla o amordazarla, o ni siquiera hace falta: aún es más fácil convencerla de que no tiene razón para hablar. La tendencia actual es a sentirse inocente, a encontrar una inmediata justificación para todo, a no rendir cuentas y a lo que en español se llama cargarse de razón, no sé cómo se diría eso en inglés, no importa, aún no vuelvo a hablar esa lengua sin cesar, mañana ya sí me tocará. Claro que puede vivirse hoy con eso, y con cosas mucho peores también. Los que se atormentan son hoy la excepción, gente anticuada que piensa: "La lanza, la fiebre, mi dolor, la palabra, el sueño", y otras cosas igual de inútiles.' Y mi padre continuó—: Y en esa Guerra nuestra hubo tanto de eso, hubo tanta delación y tanto envenenamiento, tanto insultador, tanto difamador y enardecedor profesional, dedicados todos sin descanso a sembrar y fomentar el odio y la saña, la envidia, el anhelo de exterminación, en los dos bandos pero sobre todo en el de los vencedores pero en los dos..., que no fue fácil quedarse del todo limpio en ese aspecto: quizá en el que menos. Y aún le resultó más difícil al que escribía en un periódico o hablaba en la radio, como hice yo durante la Guerra. No sabes qué cosas se leyeron y oyeron, no sólo durante aquellos tres años, sino en los muchos más que vinieron luego. Se pronunciaba una sola frase y se mandaba al paredón a alguien con ella, o a una cuneta. Y sin embargo estoy seguro de no haber dicho ni escrito una palabra que pudiera perjudicar gravemente a nadie. Ni tampoco la dije después, en el ámbito estrictamente personal de mi vida posterior. Jamás traicioné un secreto ni una confidencia, por pequeños que fueran, ni conté lo que sabía por haberlo visto u oído, si podía hacer daño con ello y no necesitaba contarlo para salvar ni exonerar a nadie. Y es de eso, Jacobo, fíjate, de lo que estoy más contento. —Mi padre estaba echando cuentas antes de morir, eso pensé. Y durante un instante me pregunté si sería como él decía o si se estaría engañando como un hombre de mi tiempo más que del suyo, y alguna vez algo se le habría escapado que hubiera tenido consecuencias atroces. Imposible saberlo. Hasta para él era imposible, uno no puede recordarlo todo, como si fuera el Juez de la antigua fe firme. Y a veces, simplemente, no nos enteramos de las consecuencias, pensé en las viñetas de la careless talkque me había enseñado Wheeler: cómo podía imaginar el marino que le había contado algo a su novia, que eso acabaría en el hundimiento de un barco lleno de compatriotas suyos. En realidad nunca hay manera de saber eso, si uno dice adiós sin ninguna carga encima. Pero entonces me acordé, y pensé que aquel recuerdo lo ayudaría a convencerse.