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Arrojé el atizador a la chimenea, tenía un poco de sangre, que la limpiara él. Extraje la tercera bala que no había llegado a usar, me guardé la Llama en el bolsillo de la gabardina y me dirigí hacia la puerta sin quitarle ojo, hasta que desapareciera de mi campo visual. Allí estaba sentado en su sofá, con su ropa arrugada y su mano hecha polvo y su chirlo en la cara. Me sostuvo la mirada entonces, pese a su repentina fatiga, a su sobrevenida añosidad. Nunca me han mirado con tanto odio como lo hizo él. Aun así no temí que intentara nada, que se abalanzara sobre el atizador y me diera por la espalda en la nuca. Había sentido suficiente peligro para arriesgarse, ya lo había pasado bastante mal. El suyo era un odio impotente y sin consecuencias, frustrado, estaba teñido de temor o de susto; o era como el de los niños, que se saben condenados a permanecer demasiado tiempo en sus incongruentes cuerpos de niño, obligados a una inútil espera que los desquicia, pero que ya no recordarán como suya cuando por fin hayan crecido. Me miraba a sabiendas de que yo no estaba a su alcance ni lo estaría durante largo tiempo, tal vez jamás: como un adolescente rabioso que contempla el rápido transcurrir del mundo al que aún no le está permitido subirse; o como el preso que sabe que nadie espera ni se abstiene de nada porque él esté ausente, y que con el mundo que corre se está yendo también sutiempo, contra el que nada podrá hacer; y esto también lo saben los que se mueren, sólo que más trágicamente.

Al salir yo del salón desapareció de mi vista. Me siguió con su enturbiada mirada de odio hasta entonces, y es posible que aún la mantuviera unos segundos fija en la puerta por la que mi enguantada figura le había dado su adiós. Tardaría un rato en acostumbrarse a la idea de lo que le tocaba hacer. Luego le costaría dar crédito a que le hubiera ocurrido lo que le había ocurrido, pero contaba con un buen recordatorio, o con dos, ahora sentiría en la mano y en la mejilla lo que habría sentido Luisa en su ojo de los mil colores y quizá asimismo en su cara con anterioridad, según su hermana. Tendría muchos días para observar la evolución de su cicatriz, y desear la buena soldadura de sus pequeños huesos bajo la escayola o lo que ahora pongan, si es que no lo habían de operar. También se miraría la mano sana y tal vez pensaría: 'Qué suerte, al menos esta la tengo intacta'. Y recordaría el cilindro metálico en la sien, y entonces también pensaría: 'Qué suerte. Pudo haberme disparado, creí que iba a hacerlo. Pero uno siempre prefiere que muera el que está a su lado, cada uno a lo suyo. Me salvé y aquí estoy'.

Yo descendí la escalera a buen paso ( "'Do I dare?" and, "Do I dare?" Time to turn back and descend the stair...'), con prisa por salir de allí y alejarme, por coger un taxi e ir a devolverle en seguida su vieja pistola a Miquelín tras restituir los tres proyectiles sacados al cargador, y decirle: 'Un millón de gracias, Maestro, esto yo no lo voy a olvidar. Aquí la tienes. No le falta ni una bala, queda tranquilo. Y ni siquiera tiene mis huellas. Como si no me la hubieras prestado, como si no hubiera salido de aquí.

No pasaban taxis libres, siempre el cielo nublado, rayos sin truenos, a punto de descargar sin descargar, así que eché a andar con rapidez, siempre por el mismo camino en línea recta, de la calle Mayor a mi hotel, siempre con mis guantes puestos, me quería apartar del lugar. Llevaba la ligereza de quien se ha salido con la suya, y algo del engreimiento que había sentido tras descubrir que le infundía miedo a Rafita, le provocaba espanto sin querer. Verse a uno mismo como peligro tenía su lado grato. Lo hacía a uno sentirse más confiado, más optimista, más fuerte. Lo hacía sentirse importante y —cómo decirlo— dueño. A diferencia de entonces, aquella vanidad no me repugnó acto seguido. Pero también llevaba conmigo una sensación de peso súbito, la traen varias combinaciones, la de sobresalto y prisa, la de hastío ante la represalia fría que nos es forzoso llevar a cabo, la de mansedumbre invencible en una situación de amenaza. Algo había en mí de hastío, también algo de prisa, mi represalia ya la había llevado a cabo. Fue a la altura de la Plaza de la Villa, al ver de nuevo la estatua del Marqués de Santa Cruz ('El fiero turco en Lepanto, en la Tercera el francés, en todo el mar el inglés, tuvieron de verme espanto...' 'And in short, they were afraid'), cuando empecé a pensar sin parar, una y otra y otra vez: 'No se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola. ¿Por qué no se puede? No se puede ir por ahí pegando a la gente... Díme según tú: ¿por qué no se puede?, ... no se puede ir matándola. ¿Por qué no se puede? Según tú'. Y recordé también las palabras de Tupra en su casa, al terminar la sesión de sus atesorados vídeos: 'Ya has visto cuánto se hace y con qué despreocupación a veces, en todas partes. Explícame entonces por qué no se puede'. Y me contesté lo que llegué a contestarle justo antes de que nos interrumpiera Beryl o quien fuese aquella mujer, la persona a su lado, su punto flaco como Luisa era el mío: 'Porque no podría vivir nadie'. Esta frase mía se había quedado sin responder. Pero en la Puerta del Sol mis pensamientos habían cambiado, y esto era ya lo único que se repetían: 'Mucho tuerto y mucho manco, pero está fuera del cuadro. Mucho cojo y mucho muerto en estas antiguas calles, pero está fuera del cuadro. Sí, ahora está fuera del cuadro, y que no se le ocurra volver a entrar'.

Pero en realidad no pensé mucho en nada hasta que estuve metido en el avión de regreso a Londres, quiero decir que aplacé todo pensamiento ordenado y me limité a los sentimientos, las sensaciones y las intuiciones durante los pocos más días que me quedaban ya en Madrid. Los dediqué a los niños y a sacarlos por ahí (niños insaciables, como todos los de ahora, supongo, han desaprendido la costumbre de estar en sus casas, que ven como condenación, y requieren distracciones continuas en el fatigoso exterior), y también a mi padre, que empeoraba muy lenta, pero perceptiblemente.

La última vez que fui a visitarlo, la víspera de mi partida, estaba como casi siempre sentado en su sillón, con las manos entrelazadas como quien espera sin impaciencia o sin saber a qué espera —a que se haga de noche y luego otra vez de día, quizá—, y de vez en cuando se llevaba los dedos a las cejas y se las alisaba inconscientemente, y luego se pasaba el pulgar y el índice por debajo del labio inferior, era un gesto muy suyo de siempre, se acariciaba, casi se frotaba esa zona, y era un gesto de meditación. Pero verlo así, sin que me hablara apenas, en aquella extraña espera, llevando yo la charla por él y arrancándole pocas palabras, devanándome los sesos en busca de preguntas y temas de conversación que lo pudieran hacer reaccionar y animarse, sin que el alcance de su meditación se manifestara o brotara como era habitual en él, me causó considerable angustia; de pronto me resultaba tan impenetrable como un bebé, que algo deben de pensar sobre lo que los rodea, puesto que para ello están facultados, pero nunca hay con ninguno la menor posibilidad de averiguar qué es.

—¿En qué piensas? —le pregunté por fin, tras varias tentativas fallidas de interesarlo por noticias y acontecimientos recientes.

—En los primos —me contestó.

—¿Qué primos?

—Cuáles van a ser. Los míos.

—Pero si tú no tienes primos, nunca has tenido primos —le dije con un poco de alarma.

Se quedó parado, como si se hiciera una corrección mental, y a continuación disimuló, no insistió, sino que volvió a contestar como si fuera la primera vez.

—En mi tío Víctor —dijo—. Decidle que haga el favor de avisar a mi padre de que ahora voy para casa.

Sí había tenido un tío Víctor, pero él y mi abuelo llevaban muertos muchísimos años, tantos que yo no había llegado a conocerlos, a ninguno de los dos. Era la primera vez que se le iba la cabeza, al menos en presencia mía. Quizá la expresión es incorrecta, y lo que se le había ido era el tiempo, que tal vez nunca pasa del todo en contra de lo que solemos creer, como tampoco nunca dejamos de ser enteramente los que hemos sido, y no es tan raro deslizarse en el pasado de un modo tan vivo que éste se yuxtaponga al presente, sobre todo si es el presente de un viejo, que le ofrece poco y no es variado, con sus días indistinguibles. Quien espera sin impaciencia o sin saber a qué espera tiene motivos para instalarse en la época que le sea más grata o que más le convenga, el hoy no le hace caso y él tiene derecho a no hacérselo a él, y no hay razón para la reclamación recíproca.

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