—Qué quieres, joder —me dijo—, dejármela inservible.
Y entonces yo le dije lo que quería:
—En la derecha no te he hecho nada, pero puedo dejártela como la izquierda o peor. Hoy u otro día, a ti te encuentro cuando me dé la gana. Puedo dejártela, en efecto, inservible, y que no vuelvas a coger un pincel en tu vida. —Y aquí me fue imposible no recordarme una vez más a Reresby, cuando me dio instrucciones para De la Garza y yo se las fui traduciendo a mi compatriota tirado en el suelo, Tupra había soltado una fluida retahíla de órdenes como si lo tuviera todo muy pensado, yo debía dar la misma impresión de determinación y sapiencia o era presciencia, darle los planes hechos y masticados, decirle lo que iba a ocurrir y lo que él haría.
Custardoy había entreabierto los ojos para calibrar su daño y yo no le había vuelto a poner la pistola en la sien tras el segundo y el tercer golpe en la mano. Su mirada estaba turbia y como desviada, aturdida, pero también tenía algo de vengativo. Sin embargo me pareció que el afán de venganza que la animaba sin fuerzas era sólo hipotético, como si comprendiera que debía renunciar a ella por mucho que la deseara, o nada más pudiera verla como esperanza remota o compensación aplazada o dilatada justicia, de manera no muy distinta de como prefigurarían y acariciarían el Juicio los humanos de la fe firme durante muchos siglos, esto es, como algo que les sería dado en la larga muerte y que nunca podrían tomarse en vida. Yo había apartado la Llama de su frente al atizarle, ahora pensé que ya ni siquiera me hacía falta blandirla, la amenaza de destrozarle la mano derecha lo había hundido del todo, lo había vencido, sobre todo porque él ignoraba si aquello iba a suceder allí mismo inmediatamente, y tenía ante síla visión de la izquierda, y la sentía, su dolor debía de ser enorme. La coleta se le veía aún más ridicula en aquel estado, la corbata también, el bigote más ralo, su aspiración de elegancia, en aquellos momentos era un hombre iracundo pero temeroso, casi implorante, frenado en su ira indefinidamente. Aun así no guardé el arma. Y me imploró en efecto, aunque enmascarando el tono. Sus frases sonaron más como un reproche que como un ruego, pero decían lo que decían:
—No me hagas eso, joder. Con la mano derecha me gano la vida. No me jodas, ¿qué coño quieres? —Los tacos enmascaran mucho, ya lo creo, por eso los usa casi todo el mundo en España, el país más pueril y bravucón que conozco: para parecer más arrojado. Pero Custardoy ya me había pedido algo ('No me hagas eso'), y en esta ocasión no me vería envuelto por ello ni enredado ni anudado; al contrario, tiraría de navaja o filo para cortar aquel desagradable vínculo que nos apretaba: a Luisa y a mí, aunque lo hubiera establecido ella por su cuenta y riesgo. Sólo tenía que limitarme a decirle a aquel tipo: 'Esto otro querré a cambio'. —Yo me voy a ir ahora tranquilamente y tú te vas a estar quieto durante treinta minutos desde que yo salga, sin moverte de aquí ni llamar a nadie aunque te duela: te aguantas. Luego llama a un médico, ve a un hospital, haz lo que te dé la gana. Te llevará un tiempo curarte esa mano, si es que la recuperas del todo algún día. Piensa siempre que podía haber sido peor, y que siempre estaremos a tiempo de darle a la otra, o de cortártela con una espada, tengo un amigo muy ducho al que le encanta la espada, allí en Londres. Mientras se te cura, te largas de la ciudad, sé que no te falta el dinero para pasarte una temporada en un hotel, un sitio que te guste, un lugar con museos, un buen descanso. Y si no, te las compones. No quiero que te vea Luisa en este estado, ni por asomo debe asociar lo que te ha pasado con mi estancia en Madrid. La llamas y le dices que te has tenido que marchar inesperadamente. Un encargo importante y urgente, la copia o la reparación de algún cuadro, o de varios, en Berlín, en Burdeos, en Viena o en San Petersburgo, me da lo mismo. O mejor más lejos: en Boston, en Baltimore, en Malibú, un océano por medio, allí hay famosos museos podridos de pasta que podrían hacerte encargos, ya tú te lo inventas. La llamas desde el móvil o desde algún teléfono con número oculto, para que no pueda comprobar dónde estás realmente. Por mí, como si prefieres convalecer en Pamplona, me da igual dónde te vayas. Pero a ella le cuentas que estás muy lejos y muy ocupado y que ya la irás llamando cuando puedas, no se le vaya a ocurrir dejar a los niños unos días con alguien e ir a verte, si te cree cerca.
—No me dejará marchar sin despedirse, sobre todo si me voy a ausentar una temporada —me interrumpió Custardoy. Pero no me importó, porque aquello significaba que entraba en el plan y que lo estaba acatando, y que yo no tendría que machacarle la otra mano o plantearme si en efecto lo hacía, porque y luego qué, si lo hacía: no me quedaría ya nada para convencerlo y le habría de pegar un tiro, y eso ahora ya me parecía imposible. Había perdido todo calor, el que tuviera. Había adquirido la frialdad de Tupra momentáneamente, pero no tanta. Quizá ni siquiera Tupra tuviese tanta: no había cortado la cabeza, al fin y al cabo.
—¿No me entiendes? No podrá despedirse por mucho que quiera, porque cuando la llames ya te habrás largado, la llamarás desde fuera, ¿está claro?
—Le parecerá muy raro.
—Haz que no se lo parezca. Las emergencias existen, y los imprevistos. Y tampoco os veis a diario, ¿no? Tampoco os habláis a diario. —No esperé a que me contestara, prefería que no me contestara—. Durante tu ausencia la llamas poco, y cada vez menos, con menor frecuencia, hasta que cesas del todo de aquí a quince días. De aquí a quince días ya no das señales, ninguna, y si ella te localiza te muestras evasivo e irritado. Y cuando ya estés curado y regreses (si es que se te llega a curar esa mierda de mano que te he dejado), tampoco la llamas en absoluto. Antes o después se enterará de que estás de vuelta por alguien, y si para entonces aún le interesas, será ella quien te busque o te llame a pedirte explicaciones. Se las das entonces. Se las das con crudeza y con chulería, no creo que te cueste nada, lo habrás hecho cien veces. Ella ya es pasado para ti, ni te acuerdas. En las playas de Malibú has conocido a la nueva Bo Derek, a una vigilante, a la hija de Getty, a quien te dé la gana. O a una heredera de Boston con la que te casas, lo que sea. Le dejas claro que se acabó, que se largue, no quieres ni verla. Y no la ves más. Desde hoy mismo, ¿entiendes?, tú ya te has despedido. Y si le dices una sola palabra de lo que ha ocurrido aquí, de esta visita, si haces que se lo sospeche o que remotamente se lo imagine, ahora o más adelante, aunque sea dentro de diez años, te quedas sin mano derecha, ya lo sabes. — 'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear. ' Me vinieron a la cabeza aquellos dos versos de la canción de Laredo: 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'. Custardoy abrió un poco más los ojos broncos, tenía un aspecto súbitamente envejecido, como si el cansancio inmediato que procura el alivio le hubiera echado de golpe diez años encima. Se acariciaba la mano tullida con mucho cuidado, debía de estar impaciente por terminar, por perderme de una vez de vista y acudir a un médico o a un hospital, por que le quitaran el dolor de alguna forma.
—Yo no soy de los que se casan, yo no soy como tú —me contestó con un exiguo resto de desprecio, apenas perceptible. Pero lo percibí. No importaba, era su mínimo resarcimiento. No sabía que yo era también como él, aunque me hubiera casado, contra el pronóstico de mi padre—. ¿Algo más?
—Media hora aquí quieto, ya te lo he dicho, sin moverte ni llamar a nadie. No le vuelvas a poner una mano encima. No la vuelvas a ver. Yo me enteraré si no cumples, y Londres está a dos horas de aquí, no me cuesta nada acercarme y cortarte la mano, tú verás.