Había interpretado o deducido a Custardoy y además tenía datos, me habían bastado ambas cosas para condenarlo. Pero qué mala o qué buena suerte —cómo lo lamento, cómo lo celebro—, aquel hombre me recordaba a mi bailarín satisfecho al que estaba agradecido a distancia, sin duda de ahí me venía la inexplicable simpatía mezclada con la profunda aversión que me inspiraba. Quién sabía si se parecerían en más aspectos, si tendrían más afinidades aparte de la sonrisa grata y de las físicas y superficiales: cuando Custardoy hacía esbozos y tomaba notas ante el cuadro del Parmigianino tal vez estaba tan concentrado en ello como mi vecino en sus danzas, tan feliz y contento, y acaso cuando pintara en casa, cuando copiara o falsificara, se abstrajera todavía más y se desentendiera del todo de cuanto nos gasta y consume. Y el bailarín se hacía acompañar a menudo de dos mujeres, como él se llevaba a veces a dos a la cama en su necesidad de desdoblamiento o de vivir más de una vida. Fue eso, sobre todo eso, lo que me hizo renunciar a matarlo, una tontería, una ridiculez, un relámpago del pensamiento azaroso y superfluo, de la duda o el capricho o un estúpido arranque, una asociación inoportuna de los volubles recuerdos, o fue más bien del tuerto olvido.
Sin decir nada me acerqué a la chimenea que le había envidiado y a continuación fui muy rápido, como si estuviera distraído o más bien ocupado, mi actitud fue de trabajo como lo fue la de Reresby desde que llegó al pulcro lavabo. 'Ahora tengo su frialdad', volví a pensar; 'ahora sé cómo espantarlo, ahora ya me veo y es cuestión de verse y entonces sí se quita uno los problemas de en medio; ahora puedo calcular el golpe, bajar la espada y no segar, subirla y luego abatirla para no cortar nada y aun así darle un susto de muerte que lo hará no acercarse nunca más a nosotros, a mí ni sobre todo a Luisa.' Cogí un atizador, y sin darle tiempo a prepararse ni tan siquiera a preverlo, lo golpeé con todas mis fuerzas en la mano izquierda que apoyaba sobre la mesa, lo mismo que la derecha. Oí cómo se le rompían huesos, lo pude oír nítidamente a pesar del aullido que soltó al mismo tiempo, se le retorció de dolor la cara bronca y obscena y fría que en aquel instante ya no fue nada de esto, e instintivamente se agarró con la otra la mano rota.
—¡Me has roto la mano, cabrón, joder! —Fue una reacción normal, en realidad no sabía lo que decía, el dolor lo había hecho olvidar momentáneamente que aún le apuntaba con una pistola y que lo último que le había dicho era '... porque tú no le vas a contar nada de esto'.
Levanté el atizador de nuevo y ahora, con menos fuerza —sí, ya podía calcular los golpes—, le rajé una mejilla, le hice uno sfregioo un chirlo bastante mayor y más hondo que el que cosechó Flavia Manoia, aunque sin tocarle apenas hueso. Se llevó la mano sana a la mandíbula, a aquella mejilla —era la derecha—, y me miró con pánico, con miedo no ya cerval sino atávico, el de quien no sabe si le van a caer más tajos ni cuántos porque así son las espadas y así son las armas que no se sueltan y que no se lanzan, las que matan de cerca y viéndosele la cara al muerto, sin que el asesino o el justiciero o el justo se desprendan ni se separen de ellas mientras hacen su estrago y las clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmembran. Yo no hice nada de eso, ni siquiera era el arma adecuada para todo eso, ni siquiera era un arma sino un utensilio.
—Las manos encima de la mesa, te he dicho. —Y monté de nuevo la pistola, aunque sin pasar el índice al gatillo.
Me miró con estupefacción y renovada alarma, o era de otra índole, se le habían vuelto a separar los ojos después de juntársele momentáneamente. Sé lo que se le pasó por la cabeza en aquel instante, debió pensar: 'No, por favor. Este chalado me va a romper también la otra mano, con la que pinto'.
—No. ¿Para qué? No. Ni hablar —dijo.
Así que no me quedó más remedio que ponerle el cañón en la sien, para que se lo tomara en serio, junto a su amplia frente, junto a sus entradas, aunque ahora yo estuviera seguro de no ir a pegarle un tiro. Él no podía estarlo, no tenía ni idea y esa era mi gran ventaja, que no pudiera interpretarme, en realidad nadie puede en semejantes circunstancias, ni los mejores. No habrían sido capaces ni Wheeler ni Pérez Nuix ni Tupra, su informe sobre mí decía, el del viejo fichero: 'A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con el que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo'. No sabía Custardoy entonces que yo no encierro peligro, pero sí que hay que temerme.
—Que las pongas. —Y se lo dije con calma, no me pareció necesario alzar la voz ni añadir un taco—. ¿O qué prefieres, que te meta una bala y ya no haya nada? No me cuesta hacerlo, es un instante. —Sí, qué raro es que alguien lo obedezca a uno en todo, que esté a su merced para lo que uno quiera.
Cerró y apretó los ojos al sentir el metal viejo en la piel, esta piel nuestra que no resiste nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza, una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire y la destroza una bala. (A Custardoy le asomaba sangre por el corte de la mejilla, pero no le caía, sólo se le iba espesando donde tenía la herida.) Le vi la expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto; pero al estar aún vivo la imagen fue de infinito miedo y de forcejeo, esto último sólo mental, quizá un deseo; la palidez le cubrió aún más el rostro como si le hubieran dado un brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, o le hubieran arrojado harina o acaso talco, fue algo parecido a las nubes veloces cuando ensombrecen los campos y recorre a los rebaños un escalofrío, o como la mano que extiende la plaga o la que cierra los párpados de los difuntos, porque el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente y se aguarda el instante. Al igual que De la Garza, prefirió aguardar sin ver nada, los párpados le temblaban o palpitaban —quizá le corrían enloquecidas las pupilas debajo—. Y las puso, ya lo creo que las puso, las manos sobre la mesa, la dañada y la sana, aquélla con dificultad, no la pudo extender del todo, o dejarla plana. Y yo volví a ser rápido, no esperé más ni me entretuve, me hartaba su compañía y quería salir de allí pronto; también su cara me hartaba pese al parecido benigno, le di un segundo golpe y un tercero seguido con el atizador en la misma mano que antes y con la misma fuerza, creo que esta vez le rompí los dedos por debajo de los nudillos, o algunos de ellos, ese me pareció el sonido. Soltó otros dos aullidos y se la agarró con la derecha aún intacta, eso no podía evitarlo, que la una consolara a la otra, la izquierda la tenía hecha un asco pero se la vi muy poco, no quería mirarla ni contemplar mi obra como sí había visto las manos quebradas del padre de Pérez Nuix con las que trataba de protegerse en vano sobre una mesa de billar, en un vídeo, no quería enterarme del todo del estropicio que le había hecho, si no lo veía bien se me haría más fácil creer que todo había sido un sueño como de país extranjero, creerlo más tarde, en los años venideros y también de regreso al hotel dentro de un rato (tenía billete de vuelta y mi extranjero era España, para mí lo era ahora en parte y me iba). Con todo su dolor, a Custardoy le debió de parecer poca cosa, una suerte, había temido por su mano buena, y un disparo en la sien a bocajarro. Pero aún tuvo valor para quejarse. Dentro de su pánico era duro, nada que ver con el capullo.