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Cuando salí a la calle y nos separamos (no fue antes, extrañamente), noté que aquel miedo de Rafita también me había halagado. Imponer respeto, infundir temor, verse a uno mismo como peligro, tenía su lado grato. Lo hacía a uno sentirse más confiado, más optimista, más fuerte. Lo hacía sentirse importante y —cómo decirlo— dueño. Pero antes de coger el taxi también me dio tiempo a que aquella inesperada vanidad me repugnara. No es que esto último ahuyentara el engreimiento, sino que convivió con él. Las dos cosas estaban mezcladas, hasta que se disiparon, y más tarde se me olvidaron.

Cuando uno lleva tiempo sin volver a un sitio bien conocido, aunque sea la ciudad en la que nació y a la que está más acostumbrado, en la que ha vivido más largamente y en la que aún están sus hijos y su padre y hermanos y hasta el amor que tuvo firme durante muchos años (aunque ese lugar sea para él como el aire), llega un momento en que se le difumina y el recuerdo se le enturbia, como si la memoria se le viera aquejada, de miopía y —cómo decirlo— de cinematografía: las diferentes épocas se le yuxtaponen y empieza a no saber del todo qué lugar dejó o de cuál salió la vez última, si del de su infancia o del de su juventud o del de su edad viril o ya madura, en la que el entorno pierde peso y a uno le cuesta admitir que en realidad le vale un rincón propio en casi cualquier parte del mundo.

Así había llegado a ver Madrid durante mi ya prolongada ausencia: difuminada y turbia, acumulativa, oscilante, un escenario que me atañía poco pese a tener en él tanto invertido —tanto pasado, también tanto presente a distancia, y que sobre todo podía pasarse sin mí con indiferencia (al fin y al cabo me había dado de baja, me había expulsado de su representación modesta). Cierto que cualquier sitio puede pasarse sin uno, en ninguno es imprescindible, ni siquiera para las pocas personas que afirman echarlo en falta o aun morirse sin su presencia, porque todo el mundo busca sustitutos y los encuentra más pronto o más tarde, o acaba por conformarse y en la conformidad se vive cómodo y ya no se quiere introducir ningún cambio, ni siquiera para que lo perdido vuelva, o lo muy llorado, ni para recuperarnos... Quién sabe quién nos sustituye, sólo sabemos que se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño, sin que importen el vacío o la huella que creyéramos haber dejado o dejáramos en efecto, hayamos desaparecido o muerto como hayamos desaparecido o muerto, malogrados o ya cumplidos, violenta o apaciblemente: en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en las maquinaciones y en el miedo, en la dominación y hasta en la propia añoranza, en el odio que también acaba por cansarse de nosotros y en el afán de venganza, que se nubla y cambia de objetivo porque se entretiene y espera o it delays and lingers, como me dijo Tupra que no hiciera; en las casas en que habitamos, en los cuartos en que crecimos y en las ciudades que nos consienten, en los pasillos por los que corrimos de niños alocadamente y en las ventanas a las qué nos asomamos de jóvenes soñadoramente, en los teléfonos que nos persuaden o nos escuchan pacientes con la risa al oído o con un murmullo de asentimiento, en el juego y en el negocio, en las tiendas y en los despachos, ante nuestros mostradores y ante nuestras mesas y en la partida de ajedrez y en la de cartas, en el paisaje infantil que creíamos sólo nuestro y en las agotadas calles de tanto ver marchitarse, una generación tras otra y todas tristes a su término; en los restaurantes y en los paseos y en los amenos parques y campos, en los balcones y en los miradores desde los que vimos pasar tantas lunas aburridas de nuestro espectáculo, y en nuestras butacas y sillones y en nuestras sábanas, hasta que no queda olor en ellas ni ningún vestigio y se rasgan para hacer tiras o paños, y en nuestros besos se nos sustituye y se cierran al besar los ojos para mejor olvidarnos (si la almohada es aún la misma, o para que no nos entrometamos en una traicionera ráfaga de la visión mental incontrolable); en los recuerdos y en los pensamientos y en las ensoñaciones y en todas partes, y así sólo somos todos como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para...

Hacía tiempo que yo había parado en Madrid, también me había evaporado o fundido, de mí no quedaba ni rastro o eso era lo más probable, o tal vez solamente el cerco, lo que más tarda en quitarse, y también el nombre, del que no me había desprendido, no había llegado aún a eso extraño. No en la casa de mi padre, claro está, allí no había cesado, pero yo no me refería a esa, sino a la que fue la mía. Y ahora quizá sabría quién me había sustituido en mi sitio, aunque fuera alguien provisional y que en modo alguno iba a quedarse, el definitivo se hace esperar o aguarda paciente su turno, el que nos sustituye de veras siempre tarda, deja que pasen otros y se quemen en la pira que encendió Luisa para nosotros un día y que luego sigue ardiendo y consumiendo a quienes se acercan, sin extinguirse automáticamente después de nuestro calcinamiento. Por aquel que estuviera hoy a su lado no debía aun preocuparme, o sólo lo justo, levemente, por el mero hecho de que estuviera a su lado, y al de mis hijos.

Había tomado la decisión de no avisarlos de antemano, desde Londres, sino sólo una vez que estuviera instalado, y que a mi llamada pudiera seguirla una inmediata visita semisorpresa. Pensaba asegurarme de que estaban en casa —conocía los horarios, pero siempre puede haber excepciones o emergencias— y entonces aparecer a los pocos minutos, con grandes risas y con mis regalos. Ver la algarabía de los niños, y de reojo la mirada divertida de Luisa, quizá nostálgica momentáneamente, eso ya me habría supuesto un simulacro de triunfo y una corta mecha de esperanza ilusa, acaso la suficiente para sostenerme durante aquella estancia artificial de dos semanas, nada más aterrizar ya la vi larga.

Me alojé en un hotel y no en casa de mi padre, sabía por mis hermanos —más que por él, que se callaba lo malo— que su salud había empeorado mucho en los últimos dos meses, tras descubrirle los médicos tres pasados 'infartitos’ —así los llamaron extraoficialmente— de los que él ni se había enterado, no sabía decir en absoluto en qué momentos los había sufrido; y aunque mis hermanos, mi hermana, algunas nietas y mis cuñadas pasaban con frecuencia a verlo, no había quedado más remedio que meterle allí a una cuidadora, una señora colombiana bastante dulce que dormía en el cuarto que yo podría haber ocupado, y que descargaba además de tareas a la criada de siempre, ya entrada en años; Así que no quise alterar con mi presencia la nueva organización establecida. Podía costearme sin problemas hasta el Palace, con mis actuales ganancias, y en él me reservé una habitación amplia. Me resultaba más fácil estar allí que en cualquier casa ajena, incluidas la de mi padre y las de mis mejores amigos o amigas, las mujeres más hospitalarias: en ellas no sólo me habría sentido intruso sino exiliado de la mía, mientras que en un hotel podía fingirme extranjero del todo y visitante, ya que no turista, y no tener tanta sensación ingrata de repudiado y recogido.

Hablé por teléfono con mi padre, como siempre una conversación breve, aunque ahora él no tuviera el pretexto de que lo llamaba desde Inglaterra y supusiera eso muy caro (pertenecía a una generación ahorrativa que utilizaba ese aparato sólo para dar o recibir recados, si bien Wheeler no era así, quizá fuera una generación de España), quedé en ir a verlo al día siguiente. Le noté la voz normal, no distinta de las ocasiones últimas desde Londres, lo telefoneaba cada semana o aun conmenos intervalo; algo cansada, no más de eso, y no le gustaba sostener el brazo en alto. Lo raro fue, sin embargo, que me hablara sin la menor alharaca ni tono celebratorio alguno, como si nos hubiéramos visto un par de días antes, si no la víspera. Era como si no tuviera de pronto mucho sentido del tiempo, o del transcurso, y lo que le era conocido o muy próximo lo tuviera presente siempre, tanto como para no echarlo de menos, quiero decir palpablemente, o no darse cuenta de que en realidad faltaba. Yo era yo, uno de sus hijos, y por lo tanto alguien invariable, estaba lo suficientemente asentado en su mente como para no reparar de veras en mi ausencia física ni en mi distancia ni en el espaciamiento anómalo de mis visitas o más bien en su inexistencia. Él no salía ya apenas. 'He venido de Londres, papá', le dije, 'estaré por aquí unos quince días.' ‘Ya. ¿Y qué te cuentas?', me preguntó sin énfasis. 'No demasiado. Pero ya hablaremos, iré a verte mañana. Hoy quiero ir a ver a los niños, casi no voy a reconocerlos.' 'Estuvieron aquí hace unos días, con su madre. Ella no viene mucho, pero sí cuando puede. Y llama.' Luisa no era tan fija y estable como yo, por eso se percataba de sus venidas o no venidas, hasta cierto punto aún le era nueva. 'Estará muy agobiada', contesté como si todavía fuera algo mío y debiera disculparla. Sabía que no hacía falta, ella le tenía mucho afecto a mi padre y además el suyo se le había muerto unos años antes, había sustituido en lo posible con él a esa figura perdida. Si no iba a verlo con más frecuencia sería porque en verdad no podía. '¿Estaba guapa?', le pregunté estúpidamente. 'Es guapa, Luisa. No sé por qué me preguntas, tú la verás más que yo.' Él sabía de nuestra separación, no se le había ocultado, como se hace a veces con los viejos con las noticias que les disgustan. 'Ahora vivo en Inglaterra, papá', le recordé, y hace tiempo que no la veo'. Se quedó callado un momento y contestó: 'Ya sé que vives en Inglaterra. Bueno, hijo, si eso quieres. Espero que esa estancia en Oxford te esté siendo fructífera'. No es que ignorara que ahora estaba en Londres, pero a ratos se le mezclaban los tiempos, lo cual no tiene en realidad nada de extraño, son un continuumy se está siempre en él, de todas formas, hasta que deja de estarse aparentemente.

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