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Entonces di tres zancadas rápidas y hablé. Me asomé al despacho y dije con desenfado, casi con jovialidad:

—¿Qué, cómo andas, Rafita? Se te ve ya muy recuperado. —Y añadí en seguida, para que viera que iba a guardar las formas y que mi intención no era violenta ni pendenciera—: Siento interrumpir. ¿No me presentas? —Y me fui derecho al Profesor Rico, quien no hizo el menor ademán de levantarse, se limitó a estirar mucho el brazo hacia arriba como las antiguas damas y acercarme así la mano lo más posible sin moverse, era distinguida su mano y su puño de la camisa muy fino, por lo menos de Cupri o de Sensatini, grandes marcas, se la estreché con afabilidad (la mano). Y como De la Garza no reaccionara ni pronunciara aún palabra (tan sólo me miraba aterrado: me tenía tanto miedo que no pondría trabas a mi aproximación a Rico, de hecho no me impediría nada, comprendí que podía hacer lo que quisiera), avancé mi nombre—: Jacques Deza, Jacobo Deza. Usted es Don Francisco Rico, ¿verdad? El famoso erudito Rico.

Lo complació saberse reconocido y se dignó contestarme, seguramente sólo por eso, pues su actitud general no denotó interés real ninguno (fuera yo quien fuese, al fin y al cabo, estaba estigmatizado por venir del agregado rapero).

—Deza, Deza... ¿No es usted amigo, o conocido, o discípulo... ea, bué, lo que sea... de Sir Peter Wheeler? Me suena. —Los dos eran grandes figuras y estudiosos, sabía que se conocían y apreciaban.

—Sí, soy buen amigo suyo, Profesor.

—Me sonaba. Asociaba el nombre. Alguna vez me lo habrá mencionado. Por qué, ni idea. Me sonaba —dijo satisfecho de su buena memoria.

De la Garza no atendía a este intercambio hueco. Se había alejado de donde yo estaba, se había colocado detrás de su mesa, de pie, como para protegerse con ella y poder correr si hacía falta.

—¿Qué coño quieres? —me dijo de pronto. Pero a pesar del taco, su tono no fue hostil ni destemplado, más bien implorante, como si lo único que le importara fuera perderme de vista como por ensalmo (que le desapareciera la mala visión, el mal sueño) y deseara con todas sus fuerzas que yo le contestara: 'Ya me voy. Nada. No he venido'.

—Nada, Rafita, sólo quería cerciorarme de que ya estabas bien de tu percance, de que no te había dejado secuelas. Pasaba por aquí cerca y se me ha ocurrido entrar a preguntarte, me tenías preocupado. Es una visita amistosa, en seguida me iré, no te impacientes. ¿Estás bien? ¿Ya del todo? Sentí mucho lo que te pasó, te lo aseguro.

—¿Qué fue eso? ¿Qué percance? —intervino Rico con escepticismo—. Cualquier cosa que te pasara fue poca, visto lo visto y oído lo oído —añadió como para sus adentros, pero se le oyó perfectamente.

Rafita, sin embargo, no hizo caso al comentario crudo, había puesto en un segundo plano al Profesor y su enfado, estaba demasiado ocupado conmigo, alerta, tenso, como si temiera que en cualquier instante le saltara como un tigre al cuello. Para mí fue una sensación rara, al principio divertida en parte, me sabía incapaz de hacerle daño y no tenía voluntad de hacérselo. Yo lo sabía pero él no, y el saber no es transmisible, en contra de lo que los docentes creen; sólo puede persuadirse. Me hacía un poco de gracia el abismo entre su percepción y mi conocimiento, y a la vez me angustiaba verme sentido así, como un peligro, como alguien amenazante y violento. De la Garza estaba casi fuera de sí, estaba en ascuas.

—De verdad que sólo quiero saber cómo estás, créeme —intenté calmarlo, convencerlo—. Te pusiste muy pesado, metiste la pata hasta el fondo, mucho más de lo que te imaginas, pero esa reacción de mi jefe no me la esperaba, lo siento. Me pilló por sorpresa y me pareció desproporcionada. Desconocía sus planes, no pude hacer por evitarla.

—¿Qué jefe, Sir Peter? No me entero de nada, de qué estáis hablando, élgar. Si tuvo una mala reacción con él no me extraña, no tiene edad para imbecilidades. —Rico volvió a la carga, no tanto porque le interesara el asunto cuanto porque se aburría. Parecía de esos hombres que no soportan tener la cabeza inactiva, y si uno no entiende lo inmediato ajeno, se encuentra con ella nada más que esperando, algo inaguantable para los que sin cesar conciben. 'Élgar' denotaba exigencia.

—Vete, vete de aquí, vete ya —me dijo el mameluco con infantilismo. No me escuchaba, no atendía a razones, probablemente ni me oía. Había perdido los nervios del todo y lo había hecho en un muy breve lapso, lo cual me reafirmó en mi idea de que habríamos paseado por sus pesadillas largamente, Tupra y yo, a buen seguro allí inseparables—. Por favor, márchate, te lo ruego, déjame, qué más queréis, joder, no he dicho nada, no le he contado la verdad a nadie, ya basta.

Rico encendió otro cigarrillo, se había dado cuenta de que el oscuro conflicto era entre De la Garza y yo exclusiva y quizá patológicamente, y de que no iba a sacar nada en limpio. Hizo un gesto de desentenderse, de abandonar sus tentativas sin pena, y murmuró otra de sus onomatopeyas variadas:

—Esh —dijo. Me sonó exactamente como 'Allá este par de idiotas, voy a meditar mis cosas, no puedo perder más el tiempo'.

Vi a Rafita desencajado, con los puños apretados aún pegados al cuerpo (no como arma sino como escudo), la mirada turbia, la respiración muy agitada, le había entrado una tos intermitente pero incontenible en cada acceso, presa de un pánico que revivía y que quizá llevaba también meses temiendo. Aún le duraría esa nebulosa de perpetuo miedo, se lo fiaba largo. Muy mal lo habría pasado aquella noche, el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente, aunque al final se quede sólo en susto de muerte. Era inútil insistirle. Me pregunté qué le habría ocurrido si hubiera sido Reresby, y no yo, quien se le hubiera aparecido imprevistamente a la puerta de su despacho. Habría perdido el conocimiento, le habría dado un ictus, un doble infarto. Yo había ido allí en favor suyo (en la medida en que eso era posible), no tenía sentido que él siguiera padeciendo por mi presencia. Podía irme tranquilo, por otra parte. Lo veía bien físicamente. Quién sabía si le quedaba algún dolor, o desperfectos, pero estaba recuperado en conjunto. Otra cosa era su inseguridad presente y también futura, lo acompañaría durante mucho tiempo. Ahora estaría mal instalado en el mundo, con un suplemento de miedo y una permanente sensación de zozobra. Aunque eso no le impidiera seguir diciendo sandeces, habría acabado con su ufanía de fondo, con la más profunda.

—Ya me voy, no te alteres. Veo que estás bien, aunque no lo parezcas en este momento. Supongo que soy yo. Mientras canturreabas tus pareados se te veía en forma. Ya nos veremos. —Advertí que con esta última frase inocente lo había aterrorizado aún más. Sin duda desde su punto de vista equivalía a una amenaza. Pero no me importó, no lo saqué de su error, no lo habría conseguido, y a la postre me daba lo mismo. Había tenido un poco de debilidad y con mi visita ya había pagado el tributo—. Adiós, Profesor. Un honor conocerlo. Lamento que haya sido un encuentro tan breve y anómalo.

—Todo es anómalo con el joven De la Garza —dijo con desdén, restando trascendencia al episodio, habría asistido a otros peores; yse puso en pie, no para estrecharme la mano sino para marcharse. Se le había pasado el enfado, nada de aquello iba con él, sumente vagaba por mejores terrenos—. Espere, yo también me largo. Te veré esta tarde, Rafita. No tendré la fortuna de que faltes a mi conferencia.

Allí lo dejamos, a De la Garza, protegiéndose todavía detrás de su mesa, sin atreverse a sentarse. No se despidió, no debía de ser aún capaz de articular palabras civilizadas. Y mientras los dos recorríamos el laberinto llevadero, el Profesor y yo, camino de la salida, no pude por menos de esbozar una disculpa:

—Ya ve, tuvimos un incidente y no se le ha pasado.

—No —contestó—. Ya puede usted sentirse satisfecho: lo tenía cagado, menudo canguelo. Suerte la suya, de mantenérselo así alejado. Es pegajoso. Yo tengo algo de amistad con su padre, por eso he de tolerarlo. De tarde en tarde, menos mal, sólo cuando vengo a Londres a una de estas latas oficiales.

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