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El Profesor no se movió, no se levantó, sin duda era capaz de controlar el cuerpo, le bastaba con desatar la lengua, brevemente. Tan sólo arrojó su colilla a un cubículo con lapiceros que le pillaba a mano y se tocó el puente de las gafas, primero con el dedo índice y luego con el corazón, dos veces, como si quisiera asegurarse de que no le habían salido disparadas junto con su irritación. De la Garza se quedó paralizado, con las piernas momentáneamente flexionadas, una postura poco airosa, cercana a la de quedarse en cuclillas. Pero se irguió en seguida. Y como no habría bebido, se pudo sentir alarmado.

—Ay, perdóneme, Profesor, yo no , no entiendo, había leído en algún sitio que le interesaba el hip-hop, que lo veía relacionado con algunas formas poéticas arcaicas, con las coplas de ciegos, los pliegos esos de cordel, los cancioneros, los romanceros, todo eso...

—Me confundes con Villena —intercaló Rico, refiriéndose a un muy conocido y muy atento poeta español (atento a todos los fenómenos). No lo dijo ofendido, sólo profesoral y aclaratorio.

—... Que lo veía muy medieval, en suma...

Y entonces ocurrió. Se interrumpió porque ocurrió entonces. Al mover la cabeza de un lado a otro mientras no entendía y se disculpaba, asustado por la reacción franca de Rico, o ruda de Rico (pero él se la había buscado), me vio y me reconoció en seguida, como si llevara tiempo temiendo encontrarme o a menudo soñara conmigo y yo le aplastara el pecho en sus pesadillas. Al mirar hacia la derecha me vio allí, en línea recta, de pie al otro lado del pasillo como un convidado de piedra, y al instante supo quién era. Y yo vi el efecto inmediato de aquella sorpresa y de aquel reconocimiento. De la Garza se encogió instintivamente, todo él, como si fuera un insecto que al advertir un peligro se estrecha, se contrae, se disminuye, intenta desaparecer y borrarse para que la muerte no lo alcance, para no ser individualizado ni visto y no existir y así negarse ('No, yo no soy lo que ves, yo no estoy, no te equivoques'), porque la única forma segura de evitar la muerte es no ser ya, o quizá aún mejor, nunca haber sido. Pegó los brazos a los costados, pero no como el boxeador que va a defenderse o cubrirse, sino como si repentinamente lo hubiera acometido un gran frío y tiritara. Y encogió también el cuello, de manera parecida a como lo había hecho en el lavabo de los tullidos, cuando ladeó la cara y por primera vez avistó la ráfaga turbia de metal en alto y vio el doble filo de refilón, de reojo, a punto de abatírsele encima: hundió la cabeza entre los hombros como con un espasmo, con el mismo gesto que debieron de hacer sin querer o queriendo todos los guillotinados de doscientos años y los que padecieron el hacha a lo largo de los cien siglos, y hasta las gallinas y pavos desde que al primer hombre aburrido o hambriento se le ocurrió decapitar a uno de ellos. También como entonces, el labio superior se le levantó, casi se lé dobló, fue un rictus, le dejó al descubierto la encía seca yen ella se le enganchó la parte interior del labio al faltar toda saliva. Y en sus ojos vi un pavor irracional, predominante, excluyente, como si mi sola presencia lo hubiera sacado de la realidad y en un segundo hubiera olvidado dónde estaba, en la Embajada española en la Corte de San Jacobo o San Jaime, allí donde trabajaba o pasaba el rato a diario rodeado de vigilancia y de compañeros que lo protegerían, se encontraban a poca distancia; había olvidado que tenía enfrente al prestigioso Profesor enojado, y que allí yo no podría hacerle nada. Lo más desazonante para mí, lo que me dejó desconcertado y quieto, era que yo no quería hacerle nada, sino más bien al contrario, interesarme por su recuperación, por su salud, comprobar que nada había sido irreparable, e incluso, si se terciaba, y pese a lo mal que me caía, decirle que lo lamentaba. Lamentaba no haber hecho más, no haberlo impedido, no haberlo ayudado a huir ni defendido, no haber sido capaz de hacer entrar en razón a Tupra (aunque éste calculaba bien y con él nada era cuestión de precipitación ni de razón perdida). Y hasta me habría gustado convencer al capullo de que dentro de todo había tenido suerte y había salido bien librado, y de que mi colega Reresby, pese a su brutalidad y por increíble que fuera, le había hecho un favor inmenso al adelantarse y evitar así que el sanguinario Manoia (yo lo había visto y no visto actuar en un vídeo, él sí era Sir Cruelty, cerré los ojos, no quise tapármelos, aquello era para vendárselos) tomara a su cargo el castigo. Pero no podía ni debía explicarle nada de eso, menos aún delante de Rico, quien al ver la transformación de Rafita miró con no más que displicente curiosidad hacia mi lado (debía de despreciar todo lo suyo, lo tendría por total memo y desquiciado). Fue una sensación muy desagradable, pero sobre todo inasumible, descubrir que yo provocaba espanto. Era por asociación, por asimilación sin duda, al fin y al cabo yo no lo había tocado, quizá De la Garza temió ver aparecer también a continuación a Tupra, a mi espalda, como si para él hubiéramos de ir ya siempre juntos. Pero yo venía solo y sin que lo supiera mi jefe, mi visita no le habría hecho gracia. 'Que no te llame a ti a pedirte cuentas, que te deje en paz, que te olvide', me había instado a decirle de parte suya, a traducirle al caído, antes de abandonarlo y rozarle al salir la cara con el faldón de su abrigo armado. 'Que se haga a la idea de que no hay de qué pedirlas, no existen razones para denuncias ni para protestas. Que no lo cuente, que se calle. Ni como aventura. Y que lo recuerde.' Y Raflta había cumplido las instrucciones al pie de la letra, se había inventado una patraña para justificar su maltrecho estado ante los suyos. Y claro que lo habría recordado, es más, no habría hecho otra cosa desde entonces, convertido en un manojo de nervios día y noche, en la vigilia y en el sueño, noche y día, por mucho que se atreviera luego a cantarle un rapa Rico y a otras inimaginables marnelucadas. Al verme allí en el pasillo, tan cerca, quizá acechante desde su perspectiva, hubo de pensar con pánico que era yo quien no lo dejaba en paz ni lo olvidaba. 'Podía haberse quedado sin cabeza, ha estado a punto', había añadido Reresby. 'Y como no la ha perdido, dile que está aún a tiempo, otro día, cualquiera de estos, sabemos dónde encontrarlo. Que no olvide eso, dile que la espada estará ahí siempre,' Esta última frase yo la había omitido, no la había traducido, me había negado a endosármela, pero sí el resto. A De la Garza se le habría quedado grabado todo, pese a su menguada conciencia tras el susto del acero agudo y la paliza contra las romas barras: 'Sabemos dónde encontrarte'. Nada era más cierto, y ahora yo ya lo había encontrado y era su terror, su amenaza.

'Me tiene un miedo invencible', pensé fugazmente. 'Cómo puede ser, no creo habérselo dado a casi nadie antes, y ahora este hombre se ha quedado inmóvil y disminuido del pavor que siente al verme, pese a estar aquí en su despacho inviolable, en la Embajada, junto a un miembro de la Real Academia, objetivamente a salvo, no tendría más que gritar para que acudieran raudos otros diplomáticos y algún vigilante o guardia. Y sin embargo él intuye que llegarían tarde si yo tuviera una pistola o una espada o una navaja y las usara contra él al instante, sin importarme mi suerte ni mediar una palabra, eso es lo que él sabe intuitivamente, o quizá tiene demasiado vivo el recuerdo de que cuando vislumbró el doble filo nada había ya que hacer para salvarse: la muerte llega en un segundo, uno está vivo y sin darse cuenta está muerto, así sucede a veces y desde luego todo el tiempo en las guerras y en sus bombardeos desde el altísimo aire, esa práctica extendida e ilegítima siempre, consuetudinaria y aceptada pero deshonrosa siempre, mucho más que la ballesta en tiempos de aquel Ricardo Yea and Nayo Sí y No, de aquel Coeur de Lionvoluble con el que acabó una saeta de deshonrosa ballesta al final del siglo XII: uno oye el estampido y ya no oye más ni ve nada, y no será uno, sino tal vez otro que después aún siga vivo, el que oirá el silbido de la bala que se incrustó en nuestra frente. Sí, este hombre está dispuesto ahora mismo a hacer lo que yole mande, sutemor a mí —o es a Tupra, pero yo soy ya su representante o su secuaz o símbolo— no solamente lo ha vivido en la realidad durante unos minutos que se le harían eternos, como a mí mismo, sino que además lo ha anticipado muchas veces, dormido y despierto: quizá nos haya visto aproximarnos como dos sicarios con paso firme para despedazarlo, y hayamos protagonizado sus pesadillas de persecución y alcance y más persecución y alcance, y hayamos sido repetitivo plomo sobre su alma desde entonces.' Porque 'hasta los sueños saben eso, que a uno suele alcanzárselo, y lo saben desde la Iliadacomo me había dicho Tupra aquella noche, algo más tarde, los dos quietos en su coche frente a la puerta de mi casa, en la que él creía que me esperaba alguien y nadie había, sólo las luces encendidas y tal vez el bailarín enfrente.

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