Tenía que llamar a Luisa antes de presentarme en su casa, no sólo para cerciorarme de que los niños iban a estar, sino por respeto a ella. Aún guardaba las llaves del piso y quizá no se habían cambiado las cerraduras; a lo mejor podía entrar sin más y sin avisar a nadie, primero susto y sorpresa luego; pero la posibilidad me parecía abusiva, a ella eso no le habría hecho gracia, y además me arriesgaba a tropezarme con mi sustituto provisional, fuera quien fuese, si se le había concedido ya acceso habitual a la casa. No era probable, pero en la falta de certeza hay que abstenerse: habría resultado violento y a mí me habría hecho aún menos gracia. La sola idea de encontrarme a un tipo desconocido en el sofá, en mi sitio, o preparando algo de cena rápida en la cocina, o viendo la televisión con los niños para hacerse el paternal y el simpático, o corte Guillermo el camarada, me revolvía el estómago. Estaba preparado para el dato, no para la visión directa, que se me representaría más tarde en Londres y no olvidaría en la vida.
Marqué el número, era media tarde, los niños ya habrían vuelto del colegio. Me contestó ella misma, cuando le dije que estaba en Madrid se quedó muy cortada, tardó en reaccionar, como si se estuviera haciendo su rauda composición de lugar ante el imprevisto, y luego: cómo no me has avisado, a quién se le ocurre, esto no se hace; quería daros una sorpresa, bueno, sobre todo a los críos, aún quisiera dársela a ellos, no les digas que estoy aquí, déjame aparecer por la puerta sin que sepan nada, ya no saldrán hoy, supongo, ¿puedo ir ahora?
'Ellos no, pero yo sí', me contestó con precipitación y algo turbada, hasta el punto de que me pregunté —fue involuntario— si era cierto o si acababa de decidirlo, quiero decir salir de casa, largarse, quitarse de en medio cuando se produjera el encuentro, para ahorrarse verme yno coincidir conmigo.
'¿Tienes que salir ahora?' Había contado con su presencia, con su mirada benevolente ante la reunión de los cuatro, no tenía el mismo valor si ella no era testigo.
'Sí, dentro de un rato, estoy esperando a la canguro', dijo. 'Casi déjame que la llame en seguida, antes de que se ponga en camino, para advertirle de tu venida. Ella no te conoce, podría no querer dejarte entrar si no está enterada, le tengo ordenado no abrir a desconocidos bajo ningún concepto, y para ella lo serías, lo siento. Cuelga para que la avise y te llamo luego. ¿Dónde estás?'
Le di los números del hotel y de la habitación. Era como si tuviera una prisa excesiva, y hoy todas las canguros podrán ser localizadas en cualquier momento aunque no estén en casa, ninguna carecerá de móvil. Se me pasó por la cabeza que quizá iba a llamarla por vez primera, para que viniera volando ante la situación creada, de ahí la urgencia, y así le diera tiempo a llegar —y a ella a irse— antes de que yo me presentara. Si su salida era improvisada, no iba a dejar a los niños solos ni siquiera un rato, esperándome sin saberlo y si mi llave valía. Tuve la desoladora sensación de que quería evitarme. Pero no podía fiarme, tal vez me había acostumbrado demasiado a interpretar a la gente, a toda, a la del trabajo y a la de fuera, a analizar cada inflexión de voz y cada gesto y a percibir algo oculto tras cada aceleración o demora. Esa no era manera de andar por el mundo, sino la más indicada para las figuraciones.
Tardó de más en devolver la llamada, me dio tiempo a impacientarme, a recuperar mis sospechas, a desear que me comunicara la cancelación de su cita y así disiparlas. También a pensar que estaba ganando tiempo, quiero decir haciéndolo, dándoselo a la canguro para desplazarse y retrasando así de paso mi puesta en marcha en la misma dirección, hacia nuestra casa que ya no era mía. Aguardé sin moverme, sentado en la cama, así se hace cuando algo es cuestión de un momento a otro, maldita esa expresión que eterniza cada segundo y nos suspende. Había pasado más de un cuarto de hora cuando por fin sonó el teléfono.
'Hola, soy yo’ dijo Luisa como había dicho la joven Pérez Nuix al llamar a mi puerta en la noche de la lluvia sostenida y fuerte, en Luisa estaba más justificado, al fin y al cabo para mí había sido un 'yo' inequívoco durante muchos años —eso suele darse por descontado, que no hay más 'yo' en los matrimonios— y llevaba un buen rato ahora esperándola. También estaba en su derecho de no dudar que iba a reconocerla sin necesidad de más —quién si no, quién sino yo, sino ella—, desde la primera palabra y el primer instante, y podía estar casi segura de ocupar mucho o bastante mis pensamientos, aunque eso no debió de planteárselo en aquel momento, su cabeza se encontraba en otro sitio, o intentaba combinar ese sitio con mi indeseada presencia, no lograba sacudirme la impresión de que para ella era eso, un contratiempo. 'Perdona, la canguro ha estado comunicando hasta ahora mismo. Ya está avisada de que vendrás y de que no debe chafarte la sorpresa, no les dirá nada a los niños. ¿Cuánto tardarás?'
'No sé, desde aquí unos veinte minutos, calculo, cogeré un taxi.'
'Entonces haz el favor de no salir hasta dentro de otros quince o veinte, para darle tiempo a ella a instalarse y a poner a los niños en orden. Procura no alterarles demasiado el horario, por favor, o si no mañana estarán muertos de sueño y tienen colegio. A ver si puede ser que estén acostados no más tarde de las once, y eso ya es mucho para sus costumbres. Ya tendrás más ocasiones de verlos, ¿cuántos días te quedas?'
'Dos semanas', contesté, y volvió a parecerme que eso suponía para ella otro problema imprevisto, si es que no una contrariedad, algo con lo que habría de lidiar, un fastidio.
'¿Tanto?' No fue capaz de reprimirse, sonó más alarmada que alegre. '¿Y eso?'
'Ya te dije que tenía que acompañar a mi jefe en un viaje. Al final resultaron ser cuatro, uno tras otro. Así que me ha premiado, supongo, con uno largo para mí solo.' Y añadí: '¿No voy a verte hoy entonces?'.
'No, no lo creo, volveré cuando los niños ya estén dormidos. La canguro se quedará lo que haga falta, por eso no te preocupes; en cuanto los meta en la cama te puedes ir tranquilamente, no se te ocurra esperarme. Si me hubieras advertido que venías, lo habría arreglado de otra forma. Ya hablaremos, ya quedaremos con calma.'
La ciudad que un día antes estaba difuminada y turbia se hace nítida al instante en cuanto uno vuelve a pisarla; el tiempo se comprime, desaparece el ayer —o es intermedio—, y es como si no hubiera salido uno nunca. De pronto sabe otra vez qué calles hay que tomar, y en qué orden, para ir de un lugar a otro, los que sean, y también cuánto se tarda. Veinte minutos, había calculado en taxi, desde el Palace hasta mi casa con el tráfico abominable, y esos fueron casi exactos. Y en vez de pensar con ilusión en mis niños, a los que por fin iba a ver tras larga ausencia, no pude evitar cavilar sobre Luisa durante el desencantado trayecto. No es que esperara un gran recibimiento suyo, pero al menos curiosidad, simpatía, las que me había manifestado por teléfono cada vez que había hablado con ella desde Londres, qué había cambiado, qué le había entrado conmigo, por respirar el mismo aire. Tal vez me tuviera esa simpatía ysintiera esa vaga curiosidad por mí sólo a distancia, si me sabía lejano, si yo era una voz al oído sin rostro ni cuerpo ni visión ni alcance; entonces podía permitírselas, pero no aquí, no donde habíamos vivido contentos y juntos y luego nos habíamos hecho algo de daño. Aquí había prescindido, se había desacostumbrado a mí y no sabía bien dónde meterme: yo ya no rondaba hacía tiempo. No había soltado prenda sobre su cita, aquella salida que le había surgido al enterarse de que yo andaba cerca en carne y hueso, estaba medio convencido de ello. No tenía obligación de soltarla, desde luego, ni yo le había preguntado, ni le había insistido en que anulara su compromiso, eso es fácil y gratis y cualquiera lo hace con menores motivos o por simple antojo ('Por favor, por favor, hoy es un día especial, me gustaría tanto veros a todos juntos, seguro que puedes cambiarlo, anda, qué te cuesta intentarlo'); pero lo normal es que todo el mundo dé explicaciones aunque no se le pidan, y se excuse sin necesidad, y cuente su vida inane y se explaye y raje, por el mero placer de usar la lengua, por suministrar información superflua o por evitar vacíos, por provocar celos o envidia o por no levantar sospechas al resultar enigmático. 'El hablar funesto', había dicho Wheeler. 'La maldición de hablar. Hablar y hablar sin parar, para eso a nadie se le acaban las municiones nunca. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida, el que nunca se agota ni se para jamás, ese es su verdadero aliento.' Luisa lo había retenido, ese aliento, se había limitado a decirme: 'Ellos no saldrán ya hoy, pero yo sí, dentro de un rato', y ni siquiera había añadido lo mínimo en estos casos, 'Es una cita que no puedo deshacer, de hace semanas', o 'Ya no me da tiempo a avisar', o 'No me es posible aplazarla, porque es con gente de fuera que no estará en Madrid ya mañana'. Tampoco había expresado el educado pesar que le causaba la coincidencia, aunque el pesar fuera falso (pero al dejarlo de lado eso algo le consuela, o le conforma): 'Qué rabia, qué mala pata, qué lástima, me habría encantado ver a los niños al verte. Si lo hubiera sabido antes. No querrás esperar hasta mañana, ¿verdad? Tanto tiempo'. Había puesto punto en boca, en realidad como si no supiera qué cita tenía ni dónde iba, como si acabara de inventársela más que como si quisiera ocultarla. Esa fue mi sospecha, por deformación profesional acaso, mi deformación inglesa. Tendría donde ir de todas formas, dónde refugiarse unas horas, las que yo pasaría en su casa. No le faltaría ya un novio, un amante, aunque fuese pasajero. Sería cuestión de localizarlo, o a lo mejor ni de eso, si él le había dado ya unas llaves. 'Parece que no quiere verme', pensé en el taxi. 'Pero me va a ver, seguramente. No he venido hasta aquí para aguantar un día más sin mirarla, sin volver a contemplar su rostro.'