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—Pero yo no soy inglés, yo no cuento —le dije—. A todos los efectos soy español, y estoy aquí sólo temporalmente. Bueno, eso creo, así me siento, aunque vete a saber si no acabaré por quedarme. Y tú no lo eres más que a medias, ¿no?, quiero decir británica. Tu padre es español, Nuix es catalán, supongo. —Lo pronuncié como sería debido, no a la castellana, sino como si se escribiera 'Nush'. Los ingleses, en cambio, había observado que la llamaban 'Niux', esto es, como si para ellos se escribiera 'Nukes.'

—Él sí fue español, dejó de serlo —contestó la joven Nukes—. Pero yo ya no soy medio nada, sino sólo inglesa. Tanto como lo pueda ser Michael Portillo, el político, ya sabes, estuvo a punto de ser candidato torya Primer Ministro, su padre era un exiliado de la Guerra Civil. Y luego fue candidato ese Howard, que se cambió el apellido pero es rumano de procedencia. Y en Irlanda ya hubo hace muchos años aquel Presidente de nombre inequívocamente español, De Valera, tan nacionalista como cualquier O'Reilly, imagínate que surgió del Sinn Féin. Tienes a los Korda, que dominaron durante décadas la industria cinematográfica del país, y al pintor Freud, y a aquel músico, Finzi, y al director de orquesta Sir John Barbirolli, y a ese cineasta que hizo la película Full Monty, no recuerdo si es Cattaneo o Cataldi. Tienes a Cyril Tourneur, el contemporáneo de Shakespeare, y a los poetas Dante y Christina Rossetti, y a aquel amigo lúgubre de Byron, el Doctor John Polidori, y a Joseph Conrad con su prosa, se llamaba Korzeniowski. Gielgud era apellido lituano o polaco, y nadie recitó mejor inglés en un escenario; Bogarde era holandés, y también estaba el viejo actor Robert Donat, que interpretó a Mr Chips, el suyo era abreviatura de Donatello, creo. Estaban editores de prestigio como Chatto y Victor Gollancz, y el librero Rota. Tienes a Lord Mountbatten, que era Battenberg al principio, y hasta a los Rothschild. Por no hablar de los Hanover, que reinaron aquí durante siglos y aún siguen, por mucho que disimulen ahora llamando a su dinastía Windsor, hicieron el cambio hace nada, con Jorge V. No sé, hay montones desde hace mucho, y la mayoría son o fueron tan británicos como Churchill, o como Blair o Thatcher, O como Disraeli, for that matter, Primer Ministro bajo la Reina Victoria y ya me dirás cuánto de inglés tiene ese nombre. —Se detuvo un momento. Era más enterada y culta de lo que yo había creído, seguramente habría estudiado también en Oxford, como tantos funcionarios; o bien, por ser su apellido extranjero, se tenía los precedentes bien aprendidos y se identificaba con ellos. Se sentía inglesa del todo, era interesante saberlo, nunca padecería conflictos de lealtades; me pareció que su reacción denotaba incluso cierto patriotismo, eso resultaba ya preocupante, como el de cualquiera. Se bebió su tercera copa hasta el fondo; encendió otro de mis cigarrillos del Peloponeso y le dio dos caladas seguidas, como si estuviera por fin decidida a abordar su asunto y estos fueran los preparativos últimos, el equivalente de la carrerilla mental que a menudo tomaba en el trabajo cuando me iba a dirigir la palabra más allá del saludo o de la pregunta o respuesta aisladas: beber, fumar, marcar oralmente un punto y aparte. Con la leve agitación, supongo (había gesticulado mientras se proclamaba británica y me aclaraba que no era medio compatriota mía, en contra de mi creencia, o más bien de mis sensaciones), la carrera de la media le avanzó más hacia abajo, se le iba acercando a la bota; por arriba le había alcanzado el borde de la falda, luego ya no se la vería crecer a menos que se le subiera ésta un poco o se la subiera ella, y por qué habría de hacer eso, no era descartable que distraídamente lo hiciera, o acaso era mi deseo. Pero fue punto y seguido—: Lo que te quiero pedir —dijo en otro tono, más dubitativo y modoso— tiene que ver justamente con ingleses de apellido extranjero, y también con una hija y un padre, la hija soy yo y el padre es el mío, por eso es un favor grande. No somos tan ricos como lo serán los Broccoli, desde luego, y parte del problema es ese. —Se paró, como si no estuviera segura de si le convenía deslizar o no pequeñas bromas, dudaba entre la solemnidad y la ligereza, casi todos los que piden algo acaban incurriendo en lo primero, o temen que su solicitud no tenga fuerza, Y la exageración es obligada, ha de rebajar la gravedad el que les presta oído. Y si la mentira o la fabulación no lo son tanto, más vale contar con su probabilidad, la credulidad absoluta ante el relato de un drama o peligro dejará vendido a quien los atienda. Así, no me preparé para suspenderla, pero sí para combatirla y minarla, porque yo soy crédulo por naturaleza, hasta que oigo la nota falsa.

—Dime de qué se trata, Dime y veré qué puedo hacer, o si puedo hacer algo. Qué le pasa a Mr Pérez Nuix, los dos apellidos son suyos, ¿no? —Tampoco yo logré evitar que me saliera la condescendencia del que está en disposición de escuchar, sopesar, pensárselo, ser un momentáneo enigma, tener en vilo y conceder o negar o mostrarse ambiguo. Uno se siente siempre un poquito importante, sabe que encontrará placer en el 'Sí' y en el 'No' y en el 'Puede' ('Qué bien me porto', se dirá; o 'Qué duro soy, qué inconmovible, yo no me chupo el dedo ni me toma el pelo nadie'; o 'Si todavía no me pronuncio, seré dueño de la incertidumbre'), e invita a hablar con magnanimidad y paciencia: 'Tú dirás', o 'Dime', o 'Explícate'; o con intimidación y apremio: 'Desembucha', o 'Tienes dos minutos, aprovéchalos y ve al grano' (o 'Make the story shorts' si se está hablando en inglés, 'Abrevia'), yo le estaba dando a la joven todo el tiempo del mundo de aquella noche, la lluvia fuera nos quitaba prisa.

—Sí, mi madre se llamaba Waller de soltera. Él les pone guión, Pérez-Nuix —contestó, y dibujó ese guión en el aire—, yo no. Yo, como Conan Doyle. —Sonrió, pensé que sería la última vez en un buen rato, el que le llevara exponer su caso—. Mi padre es un hombre mayor, a mí me tuvo tardíamente, de su segundo matrimonio, tengo por ahí una medio hermana y un medio hermano que me llevan un montón de años, nunca he tenido mucho trato con ellos. Aunque era considerablemente más joven que él, mi madre murió hace seis años, un cáncer galopante. El ya estaba jubilado por entonces; bueno, hasta donde puede jubilarse quien ha hecho demasiadas cosas, la mayoría improductivas y vagas y sin abandonarlas del todo nunca. Siempre fue un mujeriego, aún lo es en la medida de sus posibilidades, pero se quedó desamparado entonces, o quizá desconcertado: incluso perdió el interés por las demás mujeres. Claro que eso fue pasajero, unos cuantos meses de repentino viudo envejecido, rejuveneció en seguida. Lo había pasado muy mal de niño en España, durante la Guerra y después, hasta que su padre consiguió sacarlo y traerlo a Inglaterra, mi abuelo había salido en el 39 y no pudo mandar por él hasta el 45, cuando acabó la guerra aquí contra Alemania; mi padre vino ya con quince años y siempre estuvo a caballo de los dos países, había dejado hermanos mayores que él en Barcelona, que ya no quisieron cambiar de país cuando les fue posible. Tampoco lo tuvo fácil al principio en Londres, hasta que se abrió paso. Se casó bien, las dos veces; no le costó en exceso, era un hombre encantador y guapo. Un enorme error y una injusticia, según sus palabras, que le tocara pasar dificultades al comienzo de su vida, pero desde luego las olvidó y se resarció muy pronto. Eso lo decía riéndose, de todas formas. El siempre sostenía, ha sostenido, que al mundo se viene para correrse una juerga, y el que no lo entienda así se ha equivocado de sitio, eso dice. Tenía muy buen humor, lo tiene, es de esas personas que huyen de la gente triste y que se aburren en el sufrimiento; aunque tengan motivos para él acaban por sacudírselo, les parece un sinsentido y una pérdida de tiempo, como un periodo de tedio involuntario, impuesto, que interrumpe la permanente fiesta e incluso puede arruinarla. El sintió muchísimo la muerte de mi madre, yo lo vi, su dolor fue muy sincero, rozó la desesperación algunos días, andaba como trastornado, encerrado en casa, lo cual era en él insólito, se ha pasado la vida yendo a sitios sociales y procurándose diversiones. Pero era incapaz de quedarse anclado en la pena más allá de unos meses. El lamento lo tolera sólo como coquetería breve, el ajeno y el propio, como un juego en busca de ánimos o de cumplidos, y demorarse en él le habría parecido desaprovechar la existencia, un desperdicio.

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