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Esa era la palabra que había utilizado Wheeler, y también mi padre, para referirse a otra cosa muy distinta, a los muertos de las guerras, sobre todo una vez que las contiendas han concluido y se ve que en realidad todo sigue en su sitio, más o menos, como seguramente habría seguido, más o menos, ahorrándonos la carnicería. Así se sienten las guerras, con excepciones, cuando las aleja el transcurrir de los años y la gente ignora hasta las batallas cruciales que permitieron su nacimiento. Según el padre de la joven Nuix, también era un desperdicio dedicarle tiempo al desconsuelo, al duelo. Y me pasó por la cabeza que quizá su idea no era tan diferente de la de mis dos ancianos, aunque sí más tajante: no sólo eran un desperdicio los muertos, bélicos o pacíficos, sino también que nos ensombrecieran y nos arrastraran con ellos, sin permitirnos recuperarnos ni volver a alegrarnos. Nos hincaran la rodilla en el pecho y pesaran sobre nuestra alma.

—¿Cómo se llamaba tu padre de nombre, cómo se llama? —le pregunté, me corregí en seguida. Me había contagiado de sus oscilaciones temporales, 'Sostenía, ha sostenido', 'Decía, eso dice', 'Tenía, lo tiene', supuse que se le escapaban los inadecuados tiempos verbales porque el padre ya era mayor, y le costaría más cada día ver en él al de su infancia; nos ocurre a los hijos, que tomamos a los padres y madres de cuando éramos niños por los más verdaderos, los esenciales y casi los únicos, y más adelante, aun reconociéndolos y respetándolos, aun sosteniéndolos, los vemos un poco como impostores. Quizá nos vean ellos a su vez así, a nosotros, de jóvenes y de adultos. (Yo me estaba ausentando de la niñez de mis hijos, quién sabía por cuánto más tiempo; la única ventaja sería, si se prolongaba mucho el extrañamiento, que luego no nos veríamos como impostores, ni ellos a mí ni yo a ellos. Más bien como tío y sobrinos, algo así, algo raro.)

—Alberto. Albert. Bueno, Albert. —La segunda forma la había dicho a la catalana, esto es, con el acento agudo, y la tercera a la inglesa, con el acento llano. Deduje que era de esta última manera como habría acabado llamándose el padre en su país de adopción: como lo llamarían sus conocidos yamigos, ysu segunda mujer en casa, y como la niña Pérez-Nuix lo oiría, antes de renunciar a su guión pretencioso—. ¿Por qué?

—Por nada. Si se me habla de alguien a quien no conozco, me hago mejor idea si sé su nombre de pila. Esos nombres condicionan bastante, a veces. Por ejemplo, no resulta indiferente que Tupra se llame Bertram. —Y me aproveché, con la siguiente frase, de mi pasajera posición de mando, fue una tentativa de crearle inseguridad a la joven, o de meterle una prisa que ya no existía, estaba acomodado a la situación y a su presencia agradable, definitivamente mi salón era más acogedor con ella dentro, y más entretenido—. Todavía no sé por qué me estás contando todo esto de tu padre. No es que no me interese, cuidado. Me gusta saber de ti, además eso.

—No te preocupes, no me he ido por las ramas; o no del todo, ya voy a ello —me contestó algo apurada. Había surtido efecto mi frase, a veces es muy sencillo poner a alguien nervioso, incluso a los que así no se ponen. Ella era de esos, como Tupra y Mulryan y Rendel. También yo debía de serlo, si me habían admitido en su grupo, aunque no creyera poseer esa virtud o no tuviera conciencia de ella, a menudo me noto por dentro los nervios como alfileres. Luego acaso fingíamos todos, o manteníamos la calma en el trabajo, y no fuera tan eficazmente—. Bueno, desde la muerte de mi madre... Mi padre lleva seis años más desatado que nunca, más necesitado de actividad y de compañía. Y a partir de cierta edad, por sociable y encantador que uno sea, hacerse con ambas cosas puede costar dinero; él lo ha gastado a manos llenas, ya sin el control de mi madre.

—¿Qué, se lo dejaba administrar por ella?

—No exactamente. Era sobre todo que venía de ella, ella era quien más tenía, de familia, y más o menos en orden y asegurado. No que fuera rica, no una fortuna, pero lo bastante para no padecer ahogos, digamos, durante una vida, o incluso vida y media de comodidades. Lo que él ganó siempre fue esporádico. Se metía con optimismo en negocios azarosos y varios, producción cinematográfica y televisiva, editoriales, bares de moda, incipientes casas de subastas que no despegaban. Alguno iba bien y le proporcionaba grandes beneficios un año o dos, pero nunca estables. Otros iban fatal, o se lo engañaba, y perdía lo invertido de golpe. En unas y en otras rachas, jamás cambió su estilo de vida, ni se privó de sus entretenimientos y festejos. Mi madre se encargaba de ponerle un poco de freno, de que no se le disparase el derroche hasta el punto de constituir un peligro para su economía. Eso se terminó hace seis años. Ahora, hará un mes, me he enterado de que ha contraído tremendas deudas de juego. Siempre fue un entusiasta de las carreras, y de las apuestas a sus queridos caballos; pero es que ahora apuesta a todo, a lo que sea, y además ha ampliado el campo a Internet, donde la variedad es ilimitada; frecuenta timbas y casinos, sitios en los que nunca le falla la presencia de gente excitada, lo que más lo ha atraído desde que yo tengo memoria, así que esos lugares se han convertido en su principal manera de continuar hoy con la juerga en que para él consiste el mundo; y para acceder a ellos no hace falta caer en gracia ni esperar a ser invitado, lo cual es una gran ventaja para un hombre ya entrado en años. Luego, desaparecía de casa durante temporadas, y yo no sabía nada de él hasta que se acordaba de avisarme una noche desde Bath o Brighton o París o Barcelona, o desde un hotel aquí en Londres, le daba por coger una habitación, date cuenta, en la propia ciudad en la que tenía su casa, y nada mala, para sentirse más partícipe de la animación y el trasiego, deambular por el vestíbulo y entablar conversación en los salones, normalmente con absurdos turistas americanos, los más deseosos de departir con nativos. También me he enterado de que, hasta hace sólo unos meses y desde hacía decenios, mantuvo en alquiler fijo una pequeña suiteen un hotel con solera, el Basil Street, que no es de lujo y se ve un poco anticuado, pero imagínate el dispendio, e imagínate para qué la habrá tenido, y el agasajo es lo que sale más caro. Esa deuda, al menos, ya está saldada, los del hotel fueron comprensivos y llegué a un compromiso con ellos. No así las de juego, claro, que se le han hecho demasiado elevadas, como suele pasarles a los aficionados ingenuos y a quienes se esfuerzan por caer bien a sus nuevos conocidos, y a mi padre le encanta renovar su círculo de amistades. —La joven Pérez Nuix tomó aliento (pero sin aspaviento), descruzó y cruzó las piernas, inviniéndoles la posición (la de abajo arriba y la de arriba abajo, creí hasta oír el avance de la rasgadura, ojo no le perdía), y me acercó su copa por la base, una pulgada. Prefería que no bebiera tanto, aunque parecía tener buen aguante. No me di por enterado, esperaría a que insistiera, o a que la empujara en mi dirección más pulgadas—. Por fortuna no las tiene muy dispersas, las deudas, algo es algo. Dentro de todo, no carece de sensatez absolutamente, así que le fue pidiendo créditos a un banco; bueno, más bien a un banquero amigo, a título semipersonal, era amigo de mi madre en principio, suyo sólo por proximidad o consorcio. Este señor, sin embargo, Mr Vickers, delegó en un testaferro, para no involucrar a su banca ni de lejos, entiendo: un hombre de muy variados negocios, relacionado con loterías y apuestas entre otras mil cosas, y prestamista ocasional por tanto. Las sumas procedían del banquero siempre, en este caso, pero el testaferro quedó encargado de efectuar las entregas y también de recuperarlas, con sus intereses digamos bancarios. Y como, si no logra cobrarlas, deberá responder él ante Vickers y satisfacerle esas cantidades de su bolsillo, no sé si te vas haciendo ya una idea del apuro en que se encuentra mi padre.

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