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'Adelante, Jack', me contestó.

Así que abrí la puerta y me asomé. Estaba sentado detrás de su mesa, tomando notas o escribiendo algo en unos papeles. De hecho no levantó la vista cuando yo entré.

'Bertram', le dije, pero me interrumpió:

'Un momento, Jack, déjame terminar esto'. Esperé un minuto o fueron dos o quizá tres, lo suficiente, en todo caso, para prever que iba a pasar lo que sucedió. Me senté en la butaca frente a él y saqué un cigarrillo y lo encendí. Él echó mano automáticamente de sus Rameses II, el faraónico paquete rojo sobre la mesa. En teoría estaba prohibido fumar en cualquier dependencia oficial, pero no me imaginaba a nadie impidiéndole a Tupra inhalar y exhalar humo, ni tampoco elevando una protesta porque lo hiciera. Alguna ventaja tenía que haber en que el edificio careciera de nombre y nuestro grupo también, en que éste casi no existiera, más o menos como el de la propaganda negra del PWE y de Delmer y Jefferys durante la Guerra. Por fin terminó sus anotaciones y entonces sacó y encendió uno de sus cigarrillos preciosos. 'Dime, Jack, cómo te ha ido.' En su tono no hubo nada de particular, ni siquiera interrogación, como si se interesara rutinariamente por una encomienda sencilla que me hubiera hecho el día anterior. 'Me han dicho en casa que llamaste el sábado para algo urgente. ¿Problemas con tu problema de Madrid?'

Pero no contesté a su pregunta, sino que ya fui a lo mío sin más dilación:

'Qué ha pasado con Dearlove y ese chico ruso, qué es lo que has hecho', le dije. 'Me has pringado bien, yo te di la idea, joder.' Y 'joder' me salió en español, porque era lo que mi indignación pedía, así estuviera hablando en inglés.

Se quedó mirándome unos segundos con sus ojos azules o grises —eran grises a aquella luz—, a través de sus pestañas largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón, aquella mirada pálida que resultaba sin embargo burlona aun sin la intención de serlo, expresiva incluso en los momentos de inexpresividad como aquel, acogedora o apreciativa, ojos a los que nunca era indiferente lo que tenían delante. Y me respondió con el mismo tono, idéntico, con que me había dicho; 'Sí, lo he visto', cuando yo le había preguntado en aquel despacho, otra mañana de hacía siglos, si se había enterado del fallido golpe de Estado en Venezuela, y a mí se me había ocurrido que quizá se había ido al traste por no haber visto nosotros —por no haber percibido yo— suficiente determinación en el General o Cabo Bonanza, la primera persona que le traduje o sobre la que le improvisé un informe o le brindé mi interpretación.

'Está en todos los periódicos, lo que ha pasado.' Quizá aprovechó mi extemporáneo taco español, incomprensible para él, para fingir que se había enterado sólo de mi primera frase y hacer caso omiso de las demás. O no, no fingía, era una manera de decirme que el resto le parecía improcedente y que no me lo iba a consentir. 'Lo habrás leído. Hasta en la prensa española, supongo, ¿no dijiste que era tan famoso allí? Sobre todo... ¿dónde era, en el País Vasco?' Su memoria nunca le falló. 'Y ya me lo advertiste tú en Edimburgo, que Dearlove podía cometer cualquier barbaridad para que al menos se lo recordase por ella, siempre tan preocupado por su posteridad. Que podía echarle un borrón a su vida y así ingresar en la comunidad Kennedy-Mansfield, poca fe en que perdurase su música, ¿no es verdad? Así que ya ves. Tuviste ojo, estaba claro que podía acabar mal. Y deliberadamente, además.' Me había olvidado de aquel dictamen mío complementario, él en cambio no y ahora lo utilizaba como coartada. Comprendí que no iba a entrar en el asunto, que ni siquiera iba a prestarse a la conversación, yo seguía siendo un empleado que cumplía con mis tareas y por ello se me pagaba bien, no tenía derecho a preguntar por los objetivos ni los porqués, aún menos a pedir explicaciones o hacer reproches, así lo veía él. Tal vez por el aprecio que me tenía, por su pasajera debilidad por mí, me estaba poniendo en mi sitio sólo de manera indirecta, casi tácita, con disimulo. Y lo comprendí aún mejor cuando añadió: '¿Algo más, Jack?' Era lo mismo que había añadido en aquella lejana ocasión, tras contestarme escuetamente: 'Sí, lo he visto'. No, él no solía comunicarme mis aciertos ni mis desaciertos, ni sus motivos ni sus fines, ni sus pactos ni sus transacciones o encargos. Ya había hecho bastante con decirme ahora 'Tuviste ojo'. Creo que esa fue, de hecho, la única vez que me felicitó.

'Sí, algo más', le contesté. 'Tengo que marcharme, he de volver a Madrid. Allí se han puesto las cosas un poco complicadas, demasiado largo para explicártelo, te aburriría. Pero no puedo seguir en Londres. No me queda más remedio que dejar el trabajo. Por eso te llamé el sábado a casa, para comunicártelo lo antes posible, por si querías empezar a buscar un sustituto. En eso, obviamente, yo no te puedo ayudar.'

Jugué a lo mismo que él, recurrí a una coartada aceptable, prefería no hacerle frente, no insistir, al fin y al cabo él sería ya muy pronto sólo pasado para mí, materia muda, o quizá sueño, como yo para él. Pero estoy seguro de que también entendió la verdadera razón de mi abandono. Debió de parecerle ridicula. No lo manifestó.

'Como quieras', dijo con frialdad. 'Tú sabrás.'

'Si te conviene, puedo seguir viniendo estos días, hasta que me vaya', añadí.

'Bien', dijo él. 'Así algunas cosas no se quedarán a medias. Pero tampoco es necesario. Haz como prefieras. De verdad'. En su tono no había tanto como despecho, pero sí sequedad, o una indiferencia no sé si aparentada o recién adquirida. En todo caso era nueva. Le daba lo mismo que viniera o no.

'Lo iremos viendo, así pues. Si puedo vendré algún día. Aunque tendré muchos preparativos que hacer.'

'Ya. ¿Algo más, Jack?', repitió, y cogió la pluma como si se dispusiera a reanudar sus anotaciones en cuanto yo saliera del despacho.

Y esta vez sí le contesté lo mismo que aquella anterior:

'Nada más, Mr Tupra'. Así lo llamé.

Me levanté y me fui hacia la puerta, y cuando estaba a punto de abrirla me retuvo su voz:

'Una curiosidad, Mr Deza'. Al devolverme el tratamiento entendí que le había hecho gracia el que yo le había dado a destiempo, para decirle adiós. Me volví y me pareció ver el final de una sonrisa, una sombra, en sus mullidos y carnosos labios un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos o acaso sioux. '¿Arreglaste lo de Madrid? ¿Te encargaste de aquel tipo de tu mujer? ¿Lo sacaste fuera del cuadro?'

Me quedé parado un instante. Pensé.

'Creo que sí', le contesté.

Ahora sí sonrió abiertamente, blandiendo la pluma en la mano como si me reconviniese con ella:

'Cuidado, Jack. Si sólo lo crees, entonces es que no lo hiciste'.

No volví a aparecer por el edificio, así que esa fue la última vez que lo vi. Pero me acuerdo de él más de lo que me imaginaba, ahora en Madrid. Pese a aquel final algo abrupto, pese a la posible decepción que debí de causarle y a la segura que me causó él a mí, es alguien con quien siento que todavía podría contar. En un momento de dificultad, o de desconcierto, de apuro, incluso de peligro. Alguien a quien podría llamar cualquier día y pedir consejo u orientación, sobre todo en los asuntos en que yo no me sé manejar demasiado bien. Y ahora que ha muerto Wheeler, es como si Tupra, extrañamente —quién sabe si por su vinculación con Rylands, el hermano de quien fue discípulo—, fuera lo más próximo que me queda a él, aunque sea sólo en la memoria y en la imaginación: su inesperado relevo o sucesor, casi su herencia, en ese permanente proceso de renovación de las figuras perdidas de nuestra vida, en ese escandaloso y persistente esfuerzo por cubrir toda vacante, en esa falta de resignación a que se reduzca el elenco sin el cual nos soportamos mal y apenas nos sostenemos; o es ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo, que al ser de todos es el nuestro, y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos.

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