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—Pero aún no vino aquí, ¿verdad, Peter? —le pregunté.

—No, me trasladé a mis aposentos del collegey me quedé en ellos tres años, prefería tener gente alrededor. Pero ya ves; una noche, una sola noche dejé de custodiar su sueño o no sueño, y Valerie se me mató. No pudo vivir con aquello. Y yo no lo previ. Nunca me lo imaginé, ni siquiera cuando me mandó al piso de arriba, a la chambre de bonne. El pretexto era bueno y yo estaba desprevenido: fue la primera vez que me engañó. Luego, no sabes cuántas veces he pensado si habría llegado a tiempo de haber tardado menos en darme cuenta de dónde estaba, al despertar — 'Don' t linger or delay' pensé—; o de no haber recogido el libro, o de no haber apagado la luz, o de no haberme puesto la bata, o de haber bajado los dos tramos más rápido, o de haberlos bajado con el mismo sigilo pero sin haber abierto la boca, sin haber pronunciado su nombre, sin haberle hecho saber que estaba allí. Tonterías. Pero uno las piensa una y otra vez. —'Manchado de sangre y culpable, culpablemente despierto', recordé—. Pasado un tiempo, escribí a Maria Mauthner, me presenté, ella no sabía nada de mí. Le dije que Val había muerto, pero no cuándo ni cómo ni por qué. La Guerra, dije, eso bastaba. Ayudé a que su sobrino viniera a Inglaterra, aunque no quise tratarlo, habría sido como mirar la escopeta de Val. Y también he ayudado a su hijo, al Rendel que tú conoces: al parecer no es malo en el grupo, pero no está tan capacitado como Tupra o tú, le falta visión. Al menos tiene un buen empleo. La mía, mi visión, mejoró mucho desde entonces, te lo aseguro. Me prometí que nunca volvería a pasarme nada semejante con nadie, por no saber o no atreverme a ver. Aunque nadie fuera a importarme ya tanto, claro está: la mayoría de la gente a la que después he observado e interpretado, sobre la que he dictaminado, de la que he dicho si podía servir o no y para qué, no me ha importado ni la mitad de la mitad. Pero por lo menos ahora puedo decirte, sin temor a equivocarme, que tú sí podrás vivir con lo tuyo, con lo que me has venido a contar, porque te cuesta creerte responsable, a diferencia de lo que le pasaba a ella. —'Sí', pensé, 'yo siempre podré decirme mañana: "Oh no, yo no quería, yo fui ajeno, ocurrió sin mi voluntad, como en las humaredas tortuosas de la fiebre y de la sombra y el sueño, eso fue cosa de mi vida teórica o entre paréntesis, de mi existencia paralela y brumosa que en realidad no cuenta, no pasó más que a medias y sin mi consentimiento pleno, al fin y al cabo yo no me sé ni me veo, no me ausculto ni me investigo, no me presto atención y he renunciado a entenderme, según el informe del viejo fichero con el encabezamiento « Deza, Jacques». Y además fue en otro país". Y entonces el juez diría: "Aquí no hay causa, no ha lugar'"—. Y además estás hecho de otra pasta y perteneces a otro tiempo, Jacobo, mucho más ligero. No, tú no eres como Valerie, descuida. De hecho nadie más lo ha sido, durante todos estos años en que no la he visto. O solamente en mis sueños, de vez en cuando. —'Dame tu mano y paseemos. Por estos campos de la tierra mía...' "Wheeler se quitó la mano de los ojos y me miró con sorpresa, o con sobresalto, como si saliera ahora de una larga ensoñación. O quizá es que abrió mucho los ojos como si viera por primera vez el mundo, con una mirada tan inescrutable como la de los niños de pocas semanas o días, que observan, supongo, ese sitio nuevo al que se los ha arrojado y tal vez intentan descifrar nuestras costumbres y descubrir las que serán las suyas. Lo vi muy cansado y muy pálido, de pronto temí por su salud. Me dieron ganas de ponerle la mano en el hombro, como a mi padre días atrás. Se fijó en las aceitunas machacadas y cogió y se comió dos de golpe. Luego bebió un poco más de jerez y el color le volvió a la cara, acaso había sufrido una bajada breve de tensión. Me tranquilicé del todo cuando al volver a hablar le oí otro tono de voz, y comprendí que la evocación, el relato, había tocado a su fin—: Anda, pregúntale a Mrs Berry si no es hora ya de almorzar —me pidió—. No sé por qué no nos llama, si hace rato que paró de tocar.

Ahora sigo viviendo solo pero ya no en otro país, sino de nuevo en Madrid. O quizá vivo semisolo, si es que eso se puede decir. Creo que llevo de vuelta casi tanto tiempo como permanecí en Londres, mi segunda estancia inglesa, más aturdidora que la primera pero menos transformadora, porque ya tenía una edad a la que se hace muy difícil cambiar, casi sólo cabe cerciorarse de lo que llevaba uno en el interior de sus venas y confirmar. Ahora tengo un poco más. Han muerto mi padre y Sir Peter Wheeler, el primero tan sólo una semana después de aquel último domingo en Oxford, no tan desterrado del infinito cuanto del pasado. Fue su muerte, de hecho, lo que precipitó mi regreso a la ciudad natal, para estar con sus nietos y mis hermanos y asistir al entierro. En la tumba en que está mi madre quedaba un hueco para él. Nadie más cabrá allí. Fue mi hermana quien me lo comunicó, me llamó a Londres y me dijo: 'Papá se ha muerto. Se le ha parado el corazón hace media hora. Ya sabes que lo tenía muy mal, pero aún no nos lo esperábamos. Ayer mismo estuve hablando con él. Como siempre, preguntó por ti, aunque convencido de que todavía seguías en Oxford, dando clases. Vendrás, ¿no?'. Y yo contesté que sí, que iría inmediatamente. Así que fui, consolé y fui consolado, vi a Luisa en el entierro tan sólo y allí me abrazó para consolarme también y volví a Londres, para cerrar el apartamento ingenuamente amueblado y dejar todas las cosas en orden antes de mi definitiva marcha, que en todo caso convenía ahora aligerar, había mucho de lo que ocuparse en Madrid: casa, muebles, libros, algunos cuadros —la copia de La Anunciación—, mis afectados hijos, una modesta herencia o no tanto; y empezar a recordar. Además de a solas, en compañía de los demás.

No estaba ya pendiente dejarlas en orden con Tupra, con él habían quedado claras y casi zanjadas al día siguiente de aquel domingo con Wheeler, en su despacho del edificio sin nombre (seguirá sin tenerlo, es de suponer). Como me había anunciado Beryl o quien se negó a decirme si era ella o no, Tupra se encontraba ya en él el lunes cuando yo llegué, había regresado de su viaje o ausencia de fin de semana. Nuestra conversación fue muy breve, entre otras razones porque resultó ser una repetición, quiero decir que la habíamos tenido ya idéntica, tanto tiempo atrás que yo lo llamaba todavía Mr Tupra entonces. Fui directo hasta su puerta nada más entrar, sólo les di los buenos días a Rendel y a la joven Pérez Nuix al cruzarme con ellos, a Mulryan no lo vi, quizá estaba encerrado con él. Y llamé.

'Sí, ¿quién es?', preguntó Tupra desde el interior.

Y yo contesté absurdamente:

'Soy yo', omitiendo avanzar mi nombre, como si fuera de los que jamás se acuerdan de que 'yo' no es nunca nadie, de los que están seguros de ocupar mucho o bastante los pensamientos de la persona que buscan, de los que no tienen duda de que van a ser reconocidos sin necesidad de más —quién si no—, desde la primera palabra y el primer instante. Supongo que confundí mi punto de vista con el suyo, a veces creemos que nuestra urgencia es universal: yo llevaba muchas horas con impaciencia por verlo y pedirle cuentas y hasta encararme con él. Pero Tupra no tendría impaciencia alguna, probablemente yo era tan sólo un asunto o elemento más, un subordinado que se reincorporaba tras dos semanas de permiso en su país de origen, creo que se olvidaba con frecuencia de que yo no era aún inglés. Al no obtener inmediata respuesta y darme cuenta de mi ingenuidad o presunción, añadí: 'Soy yo, Bertram. Soy Jack'. Acepté llamarme por un nombre que no era el mío hasta el final, fue lo menor que acepté mientras tuve como trabajo remunerado escuchar y fijarme e interpretar y contar. Pero al menos no lo llamé Bertie en aquella ocasión.

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