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—¿Y eso alegró a Valerie? Quiero decir, ¿la satisfizo? —le pregunté. Ahí vi ocasión de recordarle a la persona que a mí más me interesaba. Fue una ingenuidad por mi parte, también era la que más interesaba a Wheeler y ni por un momento la había olvidado. En realidad él nunca llegó a perder del todo el hilo, en mi presencia.

Se llevó un brazo a la frente —o fue la muñeca a la sien—, como si de repente le doliera mucho o estuviera comprobando si le había venido fiebre, o fue un gesto de pesadilla acaso. Fuera como fuese fue el mismo que cuando por fin abrió los ojos y se destapó los oídos tras las caprichosas pasadas del helicóptero que sonaba como una carraca gigante o como un viejo Sikorsky H-5, cuyo 'solo ruido provocaba el pánico', aquel otro domingo ya lejano en su jardín junto al río, sentados los dos en las butacas cubiertas por lonas o fundas de color gabardina clara, sobre aquellos muebles disfrazados de mamuts o de fantasmas encadenados, cuando yo aún no pertenecía al grupo y él me captó y me propuso que me integrara y formara parte. Tardó un poco en contestar y temí que se hubiera atascado de nuevo con alguna palabra. Pero no fue así, sino quizá —pensé un poco más tarde— que prefería no dejarme ver entero su rostro mientras contase lo que aún no había contado, o que procuraba tener el brazo o la muñeca ya bien cerca de los ojos, para tapárselos en un segundo como yo había estado tentado de hacer varias veces —y en alguna había cedido, si mal no recordaba— durante la proyección de los vídeos de Tupra en su casa. Como si quisiera estar listo para esconderse, o para meter la cabeza debajo del ala.

—La satisfizo —repitió—. Sí, eso puede decirse, supongo. La idea había sido suya, y fue su primera aportación personal, individual, distinguible, al desarrollo de la Guerra o a la búsqueda de la victoria. Fue felicitada por Jefferys en una de sus siguientes visitas. Ya te he dicho, venía una semana, dejaba un reguero de ideas y se largaba, y hasta un mes o más después no volvía a aparecer. Nunca he vuelto a oír hablar de él ni he visto su nombre en ningún libro, por eso estoy convencido de que era un alias. Sefton Delmer no lo menciona, quién sabe quién era en realidad. Pero también la dejó insatisfecha, con un resquemor. Se preguntaba por Use, por la mujer de Rendl, de vez en cuando se preguntaba en qué situación habría quedado tras la defenestración de su marido. Él era un enemigo nuestro y no uno cualquiera, no un pobre recluta sino un nazi voluntario, empeñado en pertenecer a las SS. Y además era un completo imbécil; pero también era el cuñado de su vieja amiga, y el marido de la hermana mayor que siempre había sido afectuosa y paciente con ella. La Guerra, sin embargo, no daba apenas tiempo, ni a las dudas ni a los remordimientos ni a nada. Por ese motivo algunas personas recuerdan los periodos de guerra como los más vitales de su existencia, como los más eufóricos, y hasta los echan de menos luego, en cierto sentido. Las guerras son lo peor, pero en ellas se vive con una intensidad desconocida, lo bueno que tienen es que impiden que la gente se preocupe por tonterías o se deprima, o se dedique a chinchar a los que están alrededor. No hay tiempo para nada de eso, se va de una cosa a otra sin cesar, de una angustia a un sobresalto, de un terror a una explosión de alegría, y todos los días son el último, o más aún, el único. Se marcha, se eshombro con hombro, todo el mundo está ocupado en sobrevivir, en derrotar a la bestia, en salvarse y en salvar a otros, y hay mucho compañerismo si no cunde el pánico. Aquí no cundió. Se lo habrás oído contar a tu padre y a otros, vuestra Guerra fue también así.

—Sí, lo he oído contar. No tanto a mi padre, que, aunque muy joven, ya era adulto cuando empezó, cuanto a los que aún eran niños entonces. Me imagino que sólo se pueden echar en falta esos periodos cuando de ellos se sale vencedor, téngalo en cuenta, Peter. Para mi padre no pudo ser lo mismo que para usted.

—Sí, en eso llevas razón. Yo no puedo concebir que hubiéramos perdido, y en ese caso, probablemente, sólo recordaría el horror. O habría hecho todo lo posible por olvidarlo, y quizá lo habría logrado, con gran esfuerzo. Se hace difícil imaginarlo. No lo sé, no lo puedo saber. —Y Wheeler se quitó el brazo de la frente y se puso la mano en una mejilla y se quedó cavilando, como si nunca se le hubiera ocurrido pensar en eso.

—¿Y qué pasó? Qué más. —Aquello era lo que me pedía siempre Tupra durante nuestras sesiones, 'Qué más, dime más'. Ya no volvería a hacerlo ni volvería a haberlas, eso estaba decidido.

—Lo malo vino tras el final de la Guerra, cuando todo el país levantó la cabeza para mirar a su alrededor y a algunos, no muchos, les dio por pensar en lo que había ocurrido, y en lo que habían visto, y en cómo habían vivido, y en lo que se habían visto obligados a hacer. Unos meses después de la rendición Valerie recibió una carta de su amiga Maria. No habían mantenido ningún contacto desde el 39, desde antes del estallido. Maria ni siquiera sabía que Valerie estaba casada y que su apellido era ahora Wheeler. Nos conocimos en el 40 y nos casamos en el 41, poco antes de cumplir yo los veintiocho y ella ya con veintiuno. La verdad es que ni siquiera sabían, ninguna de las dos, si la otra seguía viva. Maria envió su carta a casa de los padres de Val y la madre se la remitió a Oxford, donde acabábamos de instalarnos tras ser yo elegido Fellowde Queen's College, en el 46. Su padre había muerto en uno de los bombardeos de Londres. Valerie tuvo en el primer momento un arrebato de alegría, pero sólo le duró lo que tardó en abrir el sobre. Aquella carta fue nuestra condena. Bueno, supongo que es justo decir que sobre todo la suya. —Y al añadir esto Peter, me vinieron a la memoria, como una premonición, como un eco, las palabras que le había oído a Tupra en su casa: 'Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o en una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en el atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo'—. Yo no estaba cuando la recibió y la leyó, me la enseñó después, o mejor dicho me la tradujo: aunque Maria hablaba inglés, el alemán de Val era mejor, y se escribían en esta lengua. Era una carta larga pero no demasiado, quiero decir que no lo era tanto como para poderle explicar qué había sido de ella durante todos los años de la Guerra; le resumía lo más importante. También se había casado y se apellidaba Hafenrichter ahora, aunque su marido había caído en el frente ruso y era viuda. Malvivía o sobrevivía en la zona internacional de Viena (ya sabes que, como Berlín, quedó dividida en cuatro: americana, británica, rusa y francesa, y el centro era internacional, es decir, lo controlaban y patrullaban a la vez las cuatro potencias). Le hablaba de sus penurias actuales, la misma situación dramática que en las ciudades alemanas, quizá con menos devastación solamente, y le pedía algo de ayuda, aunque no especificaba de qué tipo, si dinero, medicinas, ropa, víveres... Sus padres habían muerto, el señor y la señora Mauthner, así como una de las cuatro hermanas, la tercera, y también daba por muerta a la mayor, Use, desaparecida con sus dos hijas pequeñas. De los Rendl sólo quedaba el niño, del que ella se había hecho cargo y al que deseaba enviar ahora a Inglaterra, para eso solicitaba también la ayuda de Valerie, si era posible: el chico lo había pasado muy mal, en Austria lo aguardaba un futuro muy negro, lleno de miseria, y ella apenas si se podía mantener a sí misma. Pero lo peor fue... —A Wheeler le flaqueó la voz y vaciló un instante; pero se repuso—. Lo peor fue que le explicaba lo que había ocurrido: 'No sé cómo', le decía, y esa fue la frase que atormentó a Valerie desde que la leyó hasta su muerte, la que acabó con ella: 'No sé cómo', le decía, las SS habían descubierto que Rendl tenía una abuela judía y que había pagado sobornos para borrarla de los registros. Pero los documentos en cuestión no habían sido destruidos, sino tan sólo sustraídos y reemplazados por otros falsos; reaparecieron, y se comprobó la veracidad de la denuncia. Las SS eran muy estrictas respecto a la ascendencia racial, le contaba Maria imaginando que Valerie no tenía por qué estar enterada, y al parecer el caso llegó a oídos del mismísimo Himmler, quien montó en cólera ante el engaño y decidió dar un escarmiento, más que nada para hacer que confesaran voluntariamente cuantos oficiales de las SS pudieran estar en la misma o en parecida situación que Rendl, prometiéndoles que, si lo hacían, se sería con ellos más benévolo que con su compañero impostor, o no tan severo. El descubrimiento, unido a los rumores que había habido tras su muerte de que hasta Heydrich era 'medio judío' —'Heydrich', pensé, 'que murió lentamente y entre grandes dolores, por las balas envenenadas, untadas'—, lo llevó a sospechar, según supe más adelante, que su purísimo cuerpo se hubiera convertido, de hecho, desde la promulgación de las Leyes de Nuremberg, en un refugio de Mischlingey aun de 'medio judíos', con el siguiente razonamiento, propio de una mente tan enferma como la suya: ¿Qué mejor escondite para las presas que camuflarse de cazadores? O no tan enferma, si se piensa en la de Delmer o sobre todo en la de Jefferys, capaces de urdir los más enrevesados planes y maquinaciones. O en la mía, no lo sé, teníamos todos mentes de guerra, en la guerra no queda una sana y algunas no se recuperan nunca. Pero volviendo a la carta: Maria había logrado saber que Rendl, y ese fue el castigo ejemplar, había sido trasladado a un campo de concentración como prisionero, pese a no ser en realidad más que 'cuarto', y que un día la Gestapo se había presentado en su casa de Munich, donde ahora vivían, y se había llevado a las niñas. Al niño no porque no estaba, cuando ocurrió estaba en Melk con sus abuelos, y luego, pasado el inicial momento de ira, no se molestaron demasiado en buscarlo. Cuando Use preguntó horrorizada a qué se debía aquello, lo único que le contestaron fue que las niñas eran judías y que contra ella no había nada; si quería acompañarlas, era asunto suyo. En propiedad aquellas niñas eran sólo 'octavo de judío', y normalmente habrían sido 'alemanas' a todos los efectos. Pero esa fue la represalia, ese fue el escarmiento: convertir en 'judíos plenos' a los descendientes del que había engañado, del que se había burlado. Al fin y al cabo, como dijo Göring, o Goebbels, o quizá fue el propio Himmler, 'Es judío quien yo digo que lo es, eso es todo'. Nada de esto trascendió, claro está, habría causado una impresión pésima; se hizo saber solamente a los oficiales de las SS, para que anduvieran con cuidado, y por eso el PWE no tuvo apenas noticia. Las SS eran muy dadas al secreto y a los rituales pueriles. —Dijo 'secrecy', no 'secret'; algunos dirían hoy 'secretismo'—. Según los vecinos que asistieron a la escena, Use se montó con sus niñas en el coche que se las llevaba, y nunca más se supo, de ninguna de las tres. Era de suponer que, una vez en un campo de concentración, se habría perdido su rastro y también se habría olvidado su 'origen', es decir, el porqué de que estuvieran allí, y habrían pasado a ser, efectivamente, nada más que otras judías, o 'disidentes' en el mejor de los casos; no, mejor no: su destino era el mismo. Maria no quería engañarse con fantasías, no tenía ninguna esperanza. Las daba por muertas, sobre todo desde que se había sabido de las cámaras de gas, ya sin lugar a especulaciones ni dudas, y de los exterminios masivos. Así que eso era lo que contaba la carta, Jacobo. Maria se despedía diciendo que ignoraba si Valerie seguía viva y si alguna vez llegarían a sus ojos aquellas líneas. Pero le rogaba que, de ser así, le diera noticias y le echara una mano, sobre todo con el hijo de Use, con el pequeño Rendl. Tendría entonces once o doce años. —Wheeler hizo una pausa, tomó aliento y añadió—: Ojalá nunca hubieran llegado a sus ojos, aquellas líneas. Ojalá no le hubieran contado. Yo no la habría visto matarse. Ni me habría quedado solo y triste.

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