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—¿Su amigo? —De repente había vuelto al usted, un indicio más de su desánimo.

Le miré de reojo los pezones pungentes o brutali capezzoli, a quién se le ocurría armarse de pioletssemejantes. Habían tenido la culpa indirecta de casi todo, por supuesto de mi negligencia.

—Se ha marchado —le contesté—. Se aburría. Y se le hacía tarde, él madruga siempre. —Me temo que lo segundo lo dije a mala idea, en aquellos momentos estaba muy descontento y no aguantaba a la señora.

Busqué entonces con la vista al grupo de españoles alborotadores con el que De la Garza había venido; no los oía, luego fue lógico que tampoco los viera, su mesa estaba vacía. Ellos sí que se habrían marchado o desperdigado, sin esperarlo a él ni ir en su busca, lo habrían dado por ya copulante o casi, no había que preocuparse de ellos, de que fueran a rescatar a su amigo y le impidieran cumplir las órdenes terminantes de Reresby y sus plazos.

Fueron los suficientes minutos de tiempo contemplativo o muerto para que yo acabara de encabronarme, retrospectivamente. ¿Cómo había sido posible?, me preguntaba, y a cada segundo me parecía más un sueño estúpido y desazonante, de los que no se marchan y sí se entretienen y esperan. ¿Por qué Tupra no se había contentado con darle esquinazo a De la Garza, con habernos largado sin más los cuatro, cuidando de que él no se nos pegara? ¿Qué importancia tenía continuar allí la charla, en el lugar pijo ruidoso, en vez de en cualquier otro sitio, sin tropiezos ni intromisiones? La ciudad estaba llena de ellos, a aquella misma zona de Knightsbridge no le faltaban, y en todos Tupra estaría en casa; no veía la necesidad de la tunda, y aún menos de la espada. ¿Y por qué no le había sujetado yo el brazo? (Cuando creí que iba a abatirla sobre la palpitante carne.) La respuesta a esto último me acudió en seguida, y además era muy sencilla: porque me podía haber cortado a mí el cuello, o haberme rajado en vertical un hombro hasta alcanzarme un pulmón. De un solo mandoble. ( 'And in short, I was afraid.''Y en resumen, tuve miedo.') Y a tenor de esta respuesta y de lo que había visto, me interrogué sobre Tupra como si fuera Tupra quien me interrogara en una de nuestras sesiones de interpretación de vidas en el edificio sin nombre, y él bien podía haberme hecho preguntas como estas —casi imposibles de contestar en principio, hasta que se lanzaba uno—, al día siguiente de cualquier reunión o salida, de cualquier encuentro o vigilancia, sobre cualquier persona con la que hubiéramos hablado, o aun tan sólo estado, o a la que sólo hubiéramos observado y oído:

'¿Tú crees que ese hombre puede matar, o que es un fanfarrón nada más, de los que amaga y no se atreve a dar? ¿Por qué crees que detuvo la espada?'

Y yo podía haber contestado:

'Quizá hay que preguntarse por qué la sacó, antes que nada. Era aparatosa e innecesaria, y al final no la utilizó siquiera, sólo para cortarle la redecilla y darle un susto de muerte a la víctima, y al testigo también, desde luego. Cabría dudar de si la esgrimió sobre todo para que yo la viera y me alarmara y me impresionara, como así ocurrió. No lo sé. Para que yo creyera que él era capaz de matar efectivamente, sin pensárselo dos veces, de la manera más bestia y por casi nada. Pero quizá también la detuvo luego para que yo creyera lo contrario, que no era capaz pese a tenerlo todo a favor para hacerlo, cómo decir, pese a estar ya en marcha. O tal vez quiso probarme, ver mi reacción ante algo así, comprobar si lo secundaría, o si me lavaría las manos, o si me enfrentaría a él ante la salvajada. Bueno, esto último ya lo sabe. Sabe que no, si no llevo arma. Lo cual no es demasiado saber: más útil le habría sido enterarse, teniendo yo una entre las manos'.

'Y entonces, ¿qué es lo que crees, definitivamente? No me has contestado, Jack, y si te pregunto es porque me interesa que me contestes; que te equivoques o aciertes da lo mismo, porque las más de las veces nunca vamos a averiguarlo. ¿Crees que puede matar, ese Reresby, o que jamás iría de veras? No pienses sólo en esta oportunidad, piensa en el hombre en conjunto.'

'Sí, ya lo creo que puede', habría dicho. 'Todo el mundo puede, pero unos más y la mayoría menos, y en esta cuestión eso es menos infinitamente: infinitamente menos.' Y habría añadido, para mis adentros: 'Puede Comendador, lo sé desde siempre, puede Wheeler y puedo yo, lo sé desde mucho más tarde; no puede Luisa, y Pérez Nuix lo ignoro, se me escapa, y sí pueden Manoia y Rendel, no Mulryan ni De la Garza ni Flavia, o quizá sí el segundo, sin querer, por pánico y por la espalda; tampoco podrían Beryl ni Lord Rymer la Frasca —a éste no lo altera embriagarse, si acaso lo alteraría estar sobrio y eso no se recuerda—, y en cambio sí la señora Berry, al igual que Dick Dearlove pero por horrores distintos de los de éste, no sé cuáles, no por el horror narrativo ni por el biográfico, que se ciernen sobre los divos. No pueden mi padre ni mi hermana ni mis hermanos, ni habría podido mi madre, tampoco Cromer-Blake ni Toby Rylands, o Toby sólo en la batalla y ahí lo hizo, seguramente. No Alan Marriott con su perro trípode y sí Clare Bayes, mi antigua y pegajosa amante de Oxford. No podrá mi hijo y tal vez sí la niña, dentro de lo que cabe prever, que aún es muy poco. Sin duda puede Incompara, aunque yo haya venido a sostener lo contrario'. Y todavía habría pensado: 'Si bien lo miro, lo sé de casi todas las personas que he conocido, o me acerco a ello, y también creo saber quiénes vendrían a matarme a mí, a darme el paseo, como fueron por Emilio Marés y por tantos otros: si pudieran, si estallara otra Guerra Civil en España, si encontraran la confusión y el pretexto, y el disfraz para su crimen. Mejor estar en Inglaterra'. Y luego habría seguido interpretando a Reresby: 'El lo habrá hecho, probablemente. Alguna vez con sus manos y muchas más con sus intrigas, con subrepción, con difamaciones, veneno, con sobreentendidos y lacónicas órdenes o condenatorios silencios. Seguro que ha esparcido brotes de cólera, y de malaria, y peste, y luego se ha hecho el sorprendido o el resabido, según los casos y su conveniencia, según haya querido dejarse o quitarse la máscara. Quitársela para infundir miedo, dejársela para infundir confianza. Ambas cosas traen beneficios grandes, no fallan'.

'Con él hay que llevar mucho cuidado, entonces', habría dicho Tupra de Reresby. 'Él sí encierra peligro, y por supuesto hay que temerlo.'

Esa era casi la conclusión del vago informe que sobre mí había leído en el viejo fichero del edificio sin nombre, quién sabía por quién redactado, por alguien que había aludido a personas concretas, sin que yo supiera cuáles (o bien era a arquetipos), y con un destinatario: 'Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie...', rezaba aquel texto en inglés que se me había dedicado. 'Las cosas ocurren y él toma nota, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos...' Y más adelante añadía: 'No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene, y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona'. Y terminaba, insistiendo un poco en este punto: 'Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo'.

Podía ser verdad lo primero, que rara vez me desviviera por lo que pasaba a mi alrededor (acaso por eso no le había sujetado el brazo a Reresby, con la lansquenete en alto). Lo segundo era exagerado desde mi punto de vista: por mucho que yo creyera saber no sabía tanto, la diferencia es siempre enorme entre esas dos cosas que se confunden continuamente, creer saber y saber de cierto. Y quién era 'yo', quién era 'tú', quién era 'ella' en aquel informe. ¿'Yo' era Tupra? ¿'Tú' era Pérez Nuix, o ella era 'ella'? De pronto se me ocurrió que 'yo', el que allí escribía, el que cavilaba, el que me había observado, tenía que conocerme de más tiempo y con profundidad mayor que mis compañeros (aunque esa ocurrencia supuso un momentáneo olvido de a qué se dedicaban ellos, o nos dedicábamos, con gran arbitrariedad y audacia). ¿Era Wheeler, era la señora Berry, era el propio Toby Rylands, que lo había redactado o dictado y dejado listo hacía años, solamente por si acaso, cuando yo vivía aún en Oxford y ni siquiera estaba casado y no era previsible que regresara a Inglaterra una vez cumplido mi contrato universitario? ¿Tanto inútil acumulaban? ¿Podía haberse adelantado tanto? Y entonces, ¿'tú' era su hermano, era Wheeler, al que apenas había tratado durante mi estancia? ¿Y quién podía ser 'ella' sino Clare Bayes, que fue mi única 'ella' de aquellos tiempos? 'Sabe más de nosotros que nosotros mismos.' Quizá esa era una manera de referirse a la Congregación, así se llama a sí mismo el conjunto de los donso profesores de la Universidad, siguiendo la fuerte tradición clerical del lugar, y los dos hermanos eran miembros. Peter me había dicho que era Toby quien primero le había hablado de mí y de mi don supuesto: 'De hecho, tú y yo llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso...'. Ahí también había otro 'nosotros', y éste no era oxoniense, sino que aludía a lo que ambos eran o habían sido, intérpretes de personas o traductores de vidas. 'Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo.' Esas habían sido sus palabras mientras yo desayunaba, y luego había sido aún más explícito: 'Toby me dijo que siempre admiraba el don especial que tenías para captar los rasgos característicos y aun esenciales de tus amigos y conocidos, a menudo inadvertidos, ignorados por ellos mismos...'.

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