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Me lo devolvió. Él, a diferencia de Wheeler, no había tenido la precaución de mirarlo al trasluz para comprobar si estaba limpio, cuando se lo había alcanzado. Yo sí lo hice, en cambio, cuando regresó a mi mano, no había pelos. Le traduje la última retahíla al agregado, pero omití lo de la espada; quiero decir que mencioné la cabeza y su siempre posible pérdida, tal vez sólo aplazada; pero no la espada. No se le puede pedir a alguien que lo traduzca todo sin ponerlo en cuestión ni juzgarlo ni repudiarlo, cualquier locura, cualquier imprecación o calumnia, cualquier obscenidad o salvajada. Aunque no sea uno mismo quien hable o diga, aunque sea un mero transmisor o reproductor de palabras y frases ajenas, lo cierto es que uno las hace bastante suyas al convertirlas en comprensibles y repetirlas, en mucha mayor medida de la imaginable en principio. Las oye, las entiende, a veces tiene opinión sobre ellas; les encuentra un equivalente inmediato, les da nueva forma y las suelta. Es como si las suscribiera. Nada de lo sucedido en aquel cuarto de baño me había gustado. Nada de lo que había hecho Tupra. Mi pasividad tampoco, o mi desconcierto, o era cobardía, o había sido prudencia, quizá había evitado calamidades mayores. Aún menos gracia me había hecho aquel improcedente plural de Reresby, 'sabemos dónde encontrarlo', me inquietó y molestó que me incluyera en eso, conociéndome poco y sin mi consentimiento. Lo que no se me podía pedir era que además fuese activo y amenazara con el arma que da más miedo, un miedo atávico, la que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos, de cerca y viéndosele la cara al muerto. Y a la que yo había temido tanto mientras estuvo desenvainada y en alto.

Terminé, y añadí por mi cuenta en mi lengua:

—De la Garza, será mejor que hagas todo lo que él dice, ¿te ha quedado claro? De verdad. He creído que no salías vivo. Yo tampoco lo conozco a él tanto. Espero que puedas recuperarte. Suerte.

De la Garza asintió, apenas un movimiento de la barbilla, los ojos desviados y turbios, no quería ni mirarnos. Además de dolorido, seguía muerto de miedo, yo creo, no se le iría hasta que desapareciéramos de su vista, y aun así le quedaría para siempre un resto. Obedecería seguro, no se atrevería ni a indagar, a buscarme, a llamarme. Tal vez ni siquiera a telefonear a Wheeler para lamentarse, su mentor teórico en Inglaterra. Ni a su padre en España, el viejo amigo de Peter. Se llamaba Don Pablo y era mucho mejor que el hijo, me acordaba.

Tupra descolgó su abrigo claro tan respetable y tan rígido y se lo echó sobre los hombros, ya no había diferencia entre el que salía y el que había entrado. Cogió los guantes mojados y se los metió en un bolsillo de aquella prenda, después de escurrirlos y envolverlos en sendas tiras de papel toalla. Desatrancó la puerta y me la sostuvo abierta.

—Vamos, Jack —dijo.

No le dedicó una mirada al caído. Era eso, un caído, ya no era asunto suyo, él había hecho su trabajo. Esa impresión me dio, de que así lo veía, probablemente sin animadversión ni lástima. Así debía de ver él todas las cosas: se hacían cuando tocaba, uno se ocupaba, les ponía remedio, las desactivaba, les prendía fuego o las equilibraba ( 'Don 't linger or delay’); después se olvidaban, eran pasado y siempre había algo más esperando, ya lo había dicho, todavía tenía asuntos que despachar allí fuera y necesitaba treinta o cuarenta minutos, con tanta interrupción no habría cerrado los tratos o los sobornos, los chantajes o los pactos con el señor Manoia. O no lo habría convencido ni persuadido, o no le habría dado ocasión suficiente para que fuera Manoia quien lo persuadiese o convenciese a él, de lo que fuese. Tampoco le dio un puntapié de despedida o rúbrica, al pasar junto a su bulto, a De la Garza. Tupra era Sir Punishmentsin lugar a dudas, pero quizá no Sir Cruelty. O acaso era que nunca, nunca, golpeaba directamente, con ninguna parte de su cuerpo. Sólo el faldón del abrigo, en su vuelo como de capote torero, rozó la cara al salir del caído.

Antes de franquear la segunda puerta, la que ya daba acceso a la discoteca, todavía me vino a la memoria un verso de 'The Streets of Laredo', con su melodía insistente que no abandonaba. Ese verso me resultó inoportuno, porque no podía asegurar que no lo suscribiese un poco en aquel instante, como lo que uno traduce o repite en un juramento, o que no fuese Tupra quien lo pudiera hacer suyo aquella noche, tras mi insatisfactorio comportamiento a sus ojos, de principio a fin: 'We all loved our comrade although he'd done wrong’, decía, o lo que es lo mismo: 'Todos queríamos a nuestro camarada aunque hubiera hecho mal'. Claro que también podía traducirse:'... aunque hubiera hecho daño', y quizá esa era la versión más justa.

Reresby conocía sus tiempos, fueron treinta y cinco minutos los que hubimos de pasar en la mesa antes de marcharnos de la discoteca los cuatro, el señor y la señora Manoia, él y yo. Al matrimonio lo habíamos dejado solo mucho menos rato, toda la operación del lavabo no habría durado ni diez, quiero decir la violenta intervención de Tupra, y hasta entonces él había estado solícito acompañando a Flavia, al cuarto de baño de las mujeres primero y de regreso a la mesa luego: no se había desentendido de ella ni por lo tanto de él, no podían tener mucha queja por nuestra ausencia. Manoia, así, no me pareció especialmente impacientado ni malhumorado, o bien lo habría enfurecido tanto lo sfregioen el rostro de su mujer que después de eso no le había cabido sino un descenso en la fiebre, aplacarse por comparación, mientras nosotros le aplicábamos el castigo al capullo (ahora me incluí yo en el plural), quizá en su nombre y quizá por su orden.

Tupra, en todo caso, ya no devolvió al guardarropa su abrigo, tomó asiento con él echado como una capa, dejándolo caer recto a su espalda, obligado por la rigidez del arma, parecía acostumbrado (debió de ensuciársele el borde, que tocaba el suelo). Me pregunté si Manoia tendría idea de lo que mi jefe llevaba oculto, quizá no le habría hecho gracia. Tampoco era descartable que la espada no la hubiera traído desde el principio consigo, que no lo acompañara siempre, que se la hubieran proporcionado en el guardarropa junto con la prenda, al pedirla; que a una señal suya se la hubieran metido en el largo bolsillo-funda, que la tuviera en depósito en aquel local, por así decir, y se la pasaran cuando le hiciera falta. Seguramente era un cliente asiduo, privilegiado, y debía de serlo de todos los sitios a los que íbamos, así se lo trataba al menos, como a alguien muy conocido, adulado, respetado y hasta un poco temido, se llamara Reresby en unos, Ure en otros o Dundas en los restantes. Pero no en todos ellos le guardarían o entregarían armas. Armas largas blancas.

Durante aquellos treinta y cinco minutos se enfrascó en la conversación con Manoia, después de hacerle, al llegar, un gesto que me atreví a entender como 'Ya está listo' o 'Puede darse por resarcido' o 'Se acabó ya el incordio, siento que lo haya habido'. Les oí repetir algunos nombres de antes, sueltos: Pollari, Letta, Saltamerenda, Valls, 'the Sismi', ignoraba qué era esto. A mí no me miró siquiera Manoia, se habría formado una opinión pésima y preferiría evitar todo contacto, hasta el visual, conmigo. Me tocó volver a distraer a Flavia, como si nada hubiera ocurrido; pero ella estaba mohína, con pocas ganas de hablar, casi deprimida, echaba vistazos imprecisos a su alrededor, con tedio, sólo para pasar el rato, seguía el ritmo de la música con un pie, perezosa y discretamente, se había maquillado bien la mejilla pero aun así se la veía arrasada y se le notaba la marca, se había despeinado en el baile y en su caso no sería bastante un peine propio o ajeno para recomponer como era debido los muy probables postizos dispuestos complejamente. Le habían caído unos años encima, incluso podía haber soltado algunas lágrimas artificiales, pueriles, eso acentúa al instante la edad de quienes la tergiversan o esconden (las lágrimas que son fingidas, no en cambio las verdaderas). Sólo al cabo de un rato, cuando su marido le cuchicheaba a Tupra largamente al oído, me preguntó en italiano:

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